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Tribuna Libre
De Abadía a Catedral
 
 
FRANCISCO ODRIOZOLA ARGOS / CANÓNIGO DOCTORAL Y PERIODISTA
 
IGLESIA. Interior de la catedral santanderina. / ROBERTO RUIZ
Hoy viernes, día 21, a las ocho y media de la tarde, confluye en la Santa Iglesia Catedral Basílica (S I C B) de Santander el Ayuntamiento en Corporación bajo mazas y ujieres para agradecer al Señor, a una con el Cabildo catedralicio, en el primer templo diocesano, los dones que hace un cuarto de milenio concedió bondadosamente a nuestra tierra (diócesis a partir del 12-XII-1754) y a nuestra capital (ciudad desde el 21-I-1755).

Este hecho tan significativo de la unión y cooperación de las dos altas entidades morales, municipal y capitular, tuvo lugar hace 250 años en la Abadía, ya Catedral, y en la villa, ya ciudad. El pueblo enfervorizado se congregó en el recorrido de la marcha del Ayuntamiento y llenó al completo la Catedral recién estrenada, mientras los prebendados y capitulares entonaban en cálido gregoriano el himno de acción de gracias: 'Te Deum Laudamus'.

¿Por qué en la Catedral? ¿Qué supuso el cambio de Abadía a Catedral? Si todo templo es la casa del Pueblo de Dios, la Catedral es la casa de esa porción del Pueblo de Dios que constituye la Iglesia local, y que regenta el obispo desde la cátedra ubicada en ella (Ch. D. n. 11).

1.- La cátedra. La cátedra (sedes) es la silla reservada al obispo en su catedral, cuando preside la asamblea litúrgica. El Caeremoniale Episcoporum, siguiendo una antigua tradición exige que esté situada en un lugar destacado respecto del altar, en alto, de materia noble y en forma de trono. (Nn. 42 y 47).

2.- Devoción popular a la cátedra. Sabemos que las cátedras usadas por los apóstoles y por los primeros obispos eran conservadas celosamente en las iglesias, y por una fácil deducción habían llegado a ser símbolo perenne de una autoridad y de un magisterio superior. En Roma, en efecto, la cátedra de San Pedro fue enseguida objeto de culto litúrgico dirigido a su suprema paternidad espiritual, y aún hoy día se encuentra encerrada en el altar de la tribuna de la Basílica Vaticana. El calendario litúrgico celebra el 22 de febrero la fiesta de la Cátedra de San Pedro.

3.- El obispo y su cátedra. Sentado sobre lo alto de la cátedra, notaba ya San Agustín, el obispo veía todo: allí se sentía realmente obispo, es decir, inspector y guardián de todo su pueblo, de aquí que él lo compare a la torreta desde la cual el viñador vigila su tierra, 'Specula vinitoris est' (Sermo, 94, 5).

Este concepto preeminente de la dignidad episcopal aneja a la cátedra ha sido eficazmente puesto de relieve en la liturgia mediante la ceremonia característica de la 'inthronizatio', que forma parte, desde la más alta antigüedad, del ritual de la ordenación de los obispos. Y actualmente el Caeremoniale Episcoporum y el Pontificale Romanum prescriben que, si el neo-obispo es consagrado en su iglesia propia, después que haya recibido las insignias episcopales, sea llevado solemnemente por el consagrante a sentarse sobre la cátedra episcopal, con el fin evidente no sólo de tomar por medio de él posesión simbólica de la diócesis, sino, más aún, de designar de manera explícita a los fieles en su persona su pastor, maestro y gran sacerdote. (Nn. 589 y 33, respectivamente).

4.- La catedral, Ecclesia Maior. La iglesia donde el obispo tiene su cátedra recibe por ello el título de Catedral. Es, por tanto, la más importante (Ecclesia Maior, senior), el centro litúrgico y espiritual de la diócesis, porque designa el lugar donde el obispo reside, donde celebra, donde gobierna, donde enseña, donde, a través de las ordenaciones, provee y renueva las filas del clero.

Conforme a estos conceptos, las iglesias catedrales fueron siempre construidas más eminentes y más grandiosas que ninguna, dominando la ciudad entera. Su erección era decretada por un plebiscito universal, casi un acto de fe comunitaria. Para ella se derrochaban riquezas y era edificada por todos con la propia fatiga. En aquel libro de piedra no firmaban, generalmente, ni arquitectos ni trabajadores: la obra colectiva debía ser el credo y la alegría de todos; y constituía, sobre todo, un sagrado patrimonio común. Así comenzó la vieja Colegiata santanderina en 1218 el quinto Abad Don Juan Domínguez Medina.

5.- La Catedral y las parroquias.

a) El Cathedraticum. Las parroquias diocesanas debían anualmente contribuir a la conservación de la catedral con un tributo llamado 'Cathedraticum', que a partir del siglo X se refiere a la persona del obispo, pero que en un principio era una oferta de cera hecha a la catedral 'pro respectu sedis', como dice el Concilio de Rávena, de 997 (Mansi, Concilia, XIX, 219).

b) Peregrinación pentecostal. Igualmente debían promover en el tiempo de Pentecostés una peregrinación que tuviese vivo en las parroquias filiales el recuerdo de la iglesia madre y en que le llevasen sus ofertas y ofrendas.

c) Aniversario de la dedicación. He aquí por qué la devoción a la iglesia Catedral tuvo por derecho un título litúrgico especialísimo, que se expresa cada año con la conmemoración del aniversario de su dedicación. La nuestra fue consagrada por el noveno obispo, Mons. Vicente Santiago Sánchez de Castro, el 8-III-1890.

6.- El obispo y la Catedral. Consiguientemente, «la Catedral de la diócesis, que es frecuentemente luminosa expresión de arte y piedad de los siglos pasados y contiene no pocas veces admirables obras de arte, se distingue especialmente, como su vetusto nombre indica, por la dignidad de tener la cátedra del obispo, la cual es quicio de unidad, orden, autoridad y auténtico magisterio en unión con Pedro», como dice Pablo VI (en Mirifus eventus, P. 948).

«El obispo debe ser considerado como el gran sacerdote de su grey, de quien deriva y depende en cierto modo la vida de sus fieles en Cristo» en comunión con él (S. C. n. 41).

7.- La Catedral, signo de comunión. Por ello, «cuando el obispo, en su catedral, preside, en la plenitud de su autoridad, las reuniones de su familia diocesana, señala las normas del apostolado, la estimula al ejercicio de la caridad y de la oración, entonces, en esa asamblea, mientras se celebran ceremonias públicas de piedad, se tiene la más clara manifestación de la interior concordia de mentes y voluntades que reina entre la grey y su pastor» (9), como en las recientes peregrinaciones arciprestales del Jubileo del Año 2000 y del Año Santo Diocesano y Mariano (2004-2005).

8.- La Catedral, imagen de la Iglesia visible. La presidencia del obispo se hace sentir en todas las asambleas eucarísticas de la Iglesia local: todo sacerdote que celebra legítimamente lo hace en dependencia directa de él usando un altar y unos vasos sagrados, consagrados por él y mencionando su nombre en la anáfora, junto al nombre del Papa, jefe de todo el Colegio Episcopal (L. G. n. 26).

Por eso, la Catedral hay que considerarla como imagen expresa de la iglesia visible de Cristo, que en todo el mundo reza, canta y adora; de ese Cuerpo místico en el que los miembros se ensamblan por la caridad alimentada con el rocío de la gracia.

9.- La Catedral, señal del templo espiritual. Entre los oficios principales de los obispos se destaca la predicación del Evangelio desde su cátedra, «porque los obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, que predican al pueblo que les ha sido encomendado, la fe que ha de creerse y ha de aplicarse a la vida, la ilustran con la luz del Espíritu Santo... La hacen fructificar y con vigilancia apartan de la grey los errores que la amenazan» (L. G. n. 25 y Ch. D. n. 12). En razón de esta predicación procreadora es, además, «la catedral, en la majestad de su arquitectura, señal del templo espiritual que se edifica en el interior de cada alma» y, como dice el Apóstol: «Vosotros sois templos del Dios vivo» (2 Cor. 6, 16).

10.- La Catedral y los fieles. A la sombra de la Catedral el obispo administraba los sacramentos de la iniciación cristiana y el sacramento del orden para renovar las filas de su clero; los pecadores se reconciliaban en la penitencia y los fieles se enriquecían con las indulgencias en sus visitas al primer templo diocesano. En su cripta o bajo las bóvedas de sus claustros -anhelo común- reposaban un día sus huesos en la esperanza de la resurrección. En sus escuelas se compartían las ciencias sagradas y humanas, hasta llegar a constituir los embriones de las futuras Universidades.

11.- Reflexión final. En resumen, las catedrales han tenido durante siglos un prestigio y una influencia imponderable en la sociedad, y más concretamente, en las iglesias locales, que los fieles abiertamente apreciaban y reconocían. Ha habido, históricamente comprobado, un movimiento del obispo y sus colaboradores (inicialmente el Presbiterio y de siglos el Cabildo) desde su cátedra a los fieles diocesanos y un movimiento recíproco de éstos hacia aquél aceptando su influjo benéfico, y venerando su alto significado espiritual. Conservemos este legado de la fe de nuestros mayores.