EN EL VATICANO. El Papa recibió ayer a un grupo de obispos españoles
en visita 'ad limina', un encuentro que se produce cada cinco años.
/ AP
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Reproches papales
(OPINIÓN) |
En presencia de los obispos españoles, Juan Pablo II se mostró ayer
especialmente duro con la política de Zapatero. El Papa criticó al Ejecutivo
socialista por difundir «una mentalidad inspirada en el laicismo, ideología»
que, a su juicio, «lleva gradualmente, de forma más o menos consciente, a la
restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o
ignorancia de lo religioso, relegando a la fe a la esfera de lo privado y
oponiéndose a su expresión pública». Los prelados españoles, encabezados por
el cardenal Antonio Rouco Varela, se encuentran en el Vaticano en visita 'ad
limina', un encuentro que todos los obispos del mundo deben mantener cada
cinco años.
Juan Pablo II precisó que «el laicismo no forma parte de la tradición
española más noble, pues la impronta que la fe católica ha dejado en España
es muy profunda para que se ceda a la tentación de silenciarla». Así, el
Pontífice recordó que numerosos católicos españoles «han sobresalido por la
práctica de las virtudes en grado heroico o por su testimonio martirial».
Wojtyla defendió el derecho de los padres a elegir la enseñanza religiosa de
sus hijos en la escuela, que debe ser garantizada por el Estado. «No se
puede cercenar la libertad religiosa», subrayó. «La educación integral de
los más jóvenes no puede prescindir de la enseñanza religiosa en la escuela,
con una valoración académica acorde con su importancia. Los poderes públicos
tienen el deber de garantizar ese derecho de los padres y asegurar las
condiciones reales de su efectivo ejercicio, como está recogido en los
Acuerdos Parciales entre España y la Santa Sede de 1979».
La clase de religión en el sistema educativo español y la situación de los
profesores de esta materia es uno de los temas 'calientes' en las relaciones
entre la Iglesia y el Estado español. No son los únicos. La Iglesia española
también ha expresado su oposición al proyecto de ley de matrimonio entre
homosexuales, a la ampliación de la ley del aborto y a nuevas normativas
sobre bioética y experimentos con embriones, que forma parte del programa
con el que el PSOE llegó al poder.
Indiferencia
El Papa también se hizo eco de los informes quinquenales presentados por los
obispos. A su juicio, en Aragón, Asturias, Castilla-La Mancha,
Castilla-León, Madrid, Navarra y el País Vasco -las comunidades a las que
pertenecen los obispos que han sido recibidos-, «han cambiado muchas cosas
en el ámbito social, económico y también religioso, dando paso a veces la
indiferencia religiosa y a un cierto relativismo moral, que influyen en la
práctica cristiana y que afecta consiguientemente a las estructuras sociales
mismas». Así, se refirió a la reconversión naval y al Plan Hidrográfico. «En
algunas partes se vive la confrontación social por el agua; siendo un bien
natural, no se puede despilfarrar ni olvidar el deber solidario de compartir
su uso».
Recordó a los obispos que los jóvenes deben ser «motivo especial de vuestros
desvelos pastorales». No en vano, el porcentaje de chavales con edades
comprendidas entre los 15 y los 29 años que se declaran católicos
practicantes se ha reducido a la mitad y ha pasado del 28% en 2000 al 14% en
2004.
El embajador español ante la Santa Sede, Jorge Dezcallar, trató de quitar
hierro a las diferencias entre la Iglesia y el Gobierno el almuerzo que
posteriormente mantuvo con los prelados. «Agradezco especialmente la defensa
de la convivencia y de la unidad que ha hecho Su Santidad al afirmar la
diversidad de pueblos, con sus culturas y tradiciones, lejos de amenazar
esta unidad, ha de enriquecerla, porque creo firmemente, al igual que Su
Santidad, en estos valores, que también defienden el Gobierno y la propia
Conferencia Episcopal, como es bien sabido».
Durante la visita al Papa de un grupo de prelados españoles, encabezados
por el cardenal de Madrid, Rouco Varela, el Santo Padre pronunció ayer un
severo discurso contra la política del Gobierno de Rodríguez Zapatero a
quien atribuye el empeño de difundir en España una mentalidad basada en el
laicismo hasta promover un desprecio hacia lo religioso. Es la tercera vez
que Juan Pablo II reprocha al presidente Zapatero o al embajador de España
en la Santa Sede las políticas del Gobierno respecto al matrimonio
homosexual, a la ampliación del aborto, la ley de reproducción asistida y
la devaluación de la enseñanza de la religión católica en la escuela
pública. Pero el deterioro de las relaciones entre el Ejecutivo socialista
y la Iglesia que se ha ido agudizando a medida que se anunciaban
determinados proyectos legislativos pareció ayer alcanzar su punto álgido
cuando las críticas del Santo Padre desbordaron incluso el terreno moral
para aludir en términos de crítica a temas como la supresión del trasvase
del Ebro.
La libertad de la Iglesia Católica para manifestar sus opiniones respecto
a la actuación de las instituciones representativas, es un derecho que
nadie puede intentar limitar en razón de los contenidos o de su
oportunidad, de la misma manera que los responsables políticos pueden
expresar las suyas respecto a las ideas o al comportamiento de la Iglesia
Católica. El problema surge cuando la actuación eclesiástica roza la
frontera entre lo que supone expresar sus puntos de vista y lo que pudiera
interpretarse como un intento de coartar la acción legislativa. O, cuando
parapetados tras la aconfesionalidad del Estado que la Constitución
establece, los representantes políticos pretenden excluir del debate
público las ideas inspiradas en uno u otro credo. La Iglesia española, no
obstante, está pudiendo constatar con el paso del tiempo que no todos los
católicos coinciden siempre con la interpretación que hacen sus pastores
de determinadas modificaciones legales propuestas por las instituciones
democráticas y tienen dificultades a la hora de conciliar la doctrina con
la libertad de conciencia. Y, el Gobierno, no puede dejar de tomar nota de
las contraindicaciones que provoca el intento de conciliar el programa
socialista con las creencias religiosas de una gran mayoría de los
españoles en base a una errónea equiparación del estado laico con una
sociedad que está lejos de ser tan laica por mas que vaya declinando en
sus prácticas religiosas.
Es justo señalar que este Gobierno, aunque cargado de toda la legitimidad
democrática, ha emprendido quizá demasiadas reformas en asuntos que han de
ser manejados con delicadeza sin la debida gradualidad, sin hacer
suficiente pedagogía y sin tratar de acumular todo el consenso deseable.
No habría, pues, que desdeñar la reconsideración de este proceso de
reformas para administrarlo con más sensibilidad y posibilismo, atendiendo
las verdaderas demandas sociales y aplazando o mitigando los cambios que
no han cuajado en la opinión pública. La Iglesia, por su parte, tiene la
responsabilidad de medir con exquisito pulso el tono, la oportunidad y las
fronteras entre expresar sus opiniones sobre la acción de Gobierno y jugar
un papel de oposición política que corresponde a otras instancias.