Piedras de escándalo (Introducción)

 

José Miguel Cejas
Ediciones Palabra


Éste es un fragmento de la edición digital actualizada de Piedras de escándalo, publicado incialmente por Ediciones Palabra en 1992


INTRODUCCIÓN


En recuerdo del Gris,
aquel perro (?)
oportuno
y magnífico.


Debo aclarar a los lectores a los que haya sorprendido la dedicatoria con la que se abre este libro, que el Gris no es ningún animalito de compañía. El Gris es aquel perrazo imponente que surgía en defensa de san Juan Bosco cuando se encontraba en apuros, y al que el Santo comparaba, por su aspecto terrible, con un lobo enfurecido.

El Gris tenía más de un metro de altura y una peculiaridad sorprendente: se presentaba en los momentos más oportunos -por ejemplo, con ocasión de un atentado- y desaparecía luego como por encanto. ¿Quién era el misterioso Gris? Cuando se lo preguntaban, Don Bosco eludía, riendo, la respuesta.

Gheón, al referirse a la naturaleza de este misterioso animal al que aludía san Juan Bosco en sus Memorias del Oratorio, decía que "la Providencia puede servirse de un perro. Un ángel tiene posibilidad de hacer surgir su forma. Lo menos que se puede decir es que este animal supo rastrear la santidad y ponerse decididamente a su favor".

Durante estos últimos años he añorado en algunas ocasiones la presencia poderosa del Gris. Se han prodigado los ataques contra algunas figuras de la iglesia y pocas voces han acudido en su defensa; y con frecuencia los afectados han sufrido la indefensión en la que el infamante suele sumir a su agredido.

No es fácil responder a la calumnia. ¿Qué actitud tomar? El que opta por no defenderse corre el riesgo de reconocer con su silencio la calumnia; y ya se sabe, "el que calla, otorga". Y el que se defiende, da pábulo a nuevas calumnias y escándalos periodísticos, que son los efectos –con frecuencia comerciales- que precisamente busca el agresor.

Los ataques que han sufrido algunas personalidades de la Iglesia contemporánea no son, desde el punto de vista histórico, excesivamente novedosos. Muchas de las acusaciones que escucho ahora contra cardenales, obispos y fundadores, me evocan viejas lecturas escolares.

Con acusaciones semejantes aguijonearon sus contemporáneos a dos grandes santos, San José de Calasanz y San Juan Bosco, fundadores de los dos colegios en los que estudié -un colegio de escolapios primero, y de salesianos después-, y de los que guardo tantos gratos recuerdos, al igual que de la Universidad de Navarra, donde conocí a san Josemaría, canonizado en el 2002.

Con el paso de los años he ido leyendo la vida de muchos hombres y mujeres santos, y he tenido oportunidad de tratar a algunas personalidades contemporáneas de la Iglesia que posiblemente veamos en el futuro en los altares. He observado que prácticamente todos, de un modo u otro –desde san Pío de Pietrelcina a la Beata Teresa de Calcuta- han tenido que morder la fruta amarga de la incomprensión o del escándalo.

Esto me ha llevado a acometer la tarea de analizar y comparar las diversas contradicciones que han sufrido algunos santos a lo largo de la historia.

Afortunadamente, aquellas antiguas hagiografías que nos presentaban a los santos envueltos en un haz de luz, avanzando pacíficamente hacia la beatitud entre la admiración y el aplauso de los contemporáneos, reposan desde hace mucho tiempo entre las telarañas de las bibliotecas. Bien merecido tienen su letargo: son tan falsas desde el punto de vista histórico como desvirtuadoras del concepto mismo de santidad.

Sin leyendas doradas

Ya no es tiempo de las leyendas doradas: es necesario recordar que los hombres y mujeres santos de todas las épocas no caminaron jamás como ángeles alados sobre nubes de purpurina: fueronlabrando su santidad día tras día, paso a paso, a fuerza de dificultades y tropiezos.

Cayeron y se levantaron una y otra vez, entre los barrancos y el fango; se lastimaron -porque eran hombres- con las piedras de las miserias humanas y de sus propios defectos y limitaciones; y soportaron por amor a Dios, hasta llegar al heroísmo, la polvareda que formaron a su alrededor, con sus insultos y calumnias, algunos de sus contemporáneos.

Es posible que, tras la lectura de estas páginas, algún lector se plantee la posible veracidad de determinadas acusaciones contra los hombres y mujeres santos. Es comprensible: la calumnia juega astutamente con esa tendencia humana a conceder, al menos, un punto de razón al ofensor, -siguiendo el conocido dicho popular: "cuando el río suena...".

Pero a veces suena el río y sólo lleva piedras: murmuración, despecho, trapisonda y, con frecuencia, intereses inconfesables. Los católicos conocen el rigor y la prudencia con la que actúa la autoridad de la Iglesia a la hora de llevar a sus fieles a los altares. Porque, por muy grande que sea la devoción popular hacia una determinada persona, por muy extendida que esté la fama de sus virtudes, antes de reconocer su santidad públicamente -es decir, antes de proponer a esa persona como objeto de culto y de intercesión-, la Iglesia procede a una minuciosísima investigación sobre su vida –un proceso, un juicio en toda regla- donde, entre otras cuestiones, se analizan, una tras otra, con gran rigor, todas las imputaciones, acusaciones, denuncias, etcétera, que sus enemigos le hicieron en vida.

San José de Calasanz

La Causa de Canonización de san José de Calasanz es un ejemplo entre muchos. Como la sombra de la calumnia es tristemente alargada, muchas de las falsedades que se dijeron contra el Santo en vida le persiguieron tras su muerte y la Iglesia tuvo que ir aclarándolas, una tras otra, a lo largo de un proceso que duró un siglo.

Con razón afirma Giner, que ha analizado detenidamente todas las peripecias del complicado proceso del santo aragonés, que "el camino que lleva a la verdadera santidad es estrechísimo y las biografías de los santos nos lo prueban sobradamente. Pero no es menos difícil, estrecho y complicadísimo el sendero marcado por la Iglesia para conducir a los santos, en una especie de peregrinaje póstumo, hasta los altares, en donde reciban legítimamente el culto público hacia ellos destinado".

Pido disculpas a los que pueda molestar este desescombro histórico. ¡Bastante tuvieron que soportar en vida estos hombres y mujeres de Dios -podrían argumentar- como para airear de nuevo toda esa podredumbre! El conjunto de acusaciones y calumnias contra los santos compone, con el paso de los siglos, una buena carretada de inmundicias. ¿Para qué sacar a la luz de nuevo este conjunto maloliente de falsedades, insultos y chismorreos?

No ha sido mi propósito exhumar viejas calumnias, cuya falsedad en la mayoría de los casos ha sido puesta en evidencia desde hace siglos; sino mostrar la actitud heroica de los santos frente a esas contradicciones, y recordar –ante algunos sucesos de la vida cotidiana- que no hay nada nuevo bajo el sol.

Además, por muy graves que hayan sido esas acusaciones, no han logrado empañar las figuras excelsas de los hombres y mujeres de Dios: al contrario; bajo toda esa miseria arrojada sobre sus rostros, su imagen se nos muestra aún más noble y más digna, más amable y atractiva, y resplandece en ellos, como se ha afirmado recientemente, "aún más el heroísmo que comporta la identificación con Cristo a la que llegan. La basura que algunos hombres de su tiempo les arrojaron fue el abono para llegar a la plenitud de su vida cristiana; y, paradójicamente, hace de los santos un irresistible polo de atracción hacia Cristo para muchos hombres y mujeres de todos los tiempos"

Una provocación al conformismo

Ya recordaba san Alfonso María de Ligorio que "quien quiera ser glorificado con los santos del Cielo necesita, como ellos, padecer en la tierra, pues ninguno de ellos fue querido y bien tratado por el mundo, sino que todos fueron perseguidos y despreciados, verificándose lo del propio Apóstol: 'Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos'

"Los santos -recordaba el Siervo de Dios Pablo VI el 3 de octubre de 1976 en la homilía de Canonización de santa Beatriz de Silva- representan siempre una provocación al conformismo de nuestras costumbres, que con frecuencia juzgamos prudentes sencillamente porque son cómodas. El radicalismo de su testimonio viene a ser una sacudida para nuestra pereza y una invitación a descubrir ciertos valores olvidados".

Espero que al lector le suceda lo mismo que a mí al redactar estas páginas, y que al contemplar la actitud de estos hombres y mujeres de Dios ante la persecución y la calumnia, crezca su veneración hacia ellos. Ése ha sido mi único deseo.