El desarrollo integral del ser humano necesita de una guía o modelo que
seguir para poder crecer como persona y conseguir un perfecto
discernimiento sobre la manera en la que queremos desarrollarnos
humanamente.
Históricamente este modelo de vida, esta concepción de la vida
comúnmente aceptada ha pasado de padres a hijos, de maestros a alumnos,
de generación en generación. Una concepción que si bien puede variar
sensiblemente en cada momento, puesto que podemos observar distintas
concepciones de la vida desde la época romana, la Edad Media, el
Barroco, la Ilustración o la era posmoderna, sí que tiene una base o un
tronco común que, desde hace más de 2.000 años, inunda lo que se
denomina la cultura occidental, dentro de la cual los españoles estamos
inmersos. Nadie puede dudar, aunque desde diversos sectores se nos esté
intentando intoxicar, que el cristianismo es la base de toda la cultura
europea, en especial de la cultura hispana.
El obviar este tronco común cristiano e intentar crear concepciones de
la vida desde la nada, está llevando a los jóvenes sobre todo a una
crisis de convicciones donde todo vale, donde el relativismo se ha
apoderado del pensamiento moderno. Como diría el filósofo Spaemann en un
encuentro en Madrid con periodistas, “el nuevo dogma del relativismo
afirma que un hombre ilustrado sería alguien que en el fondo no cree en
nada”.
La consecuencia de esta nueva concepción de la vida donde lo importante
es no creer en nada y tolerar todos los comportamientos y actitudes,
está empezando a tener en la sociedad sus primeros síntomas. Las
depresiones y la sensación de angustia están creciendo en los más
jóvenes, sobre todo durante el paso de la adolescencia a la madurez,
paso decisivo en la vida.
Es esta falta de una guía, de una concepción integral del ser humano lo
que está propiciando lo que se podría llamar “la nueva epidemia del
siglo XXI”. Una epidemia que, si bien no tiene su base en un virus ni en
una enfermedad específica, sí que tiene un patrón definido en la falta
de valores y convicciones. Anorexia y bulimia por la búsqueda del cuerpo
perfecto, base de la cultura hedonista de hoy en día; drogadicción y
alcoholismo, en un intento de “adormecer el espíritu con sucedáneos”, o
crisis de ansiedad y cuadros depresivos ante una competitividad insana y
un estilo de vida al límite son algunas de las nuevas enfermedades que
padecen los jóvenes en el siglo XXI.
Problemas todos ellos que solo podrán tener solución en una adecuada
educación a nuestros jóvenes en la que les ofrezcamos un patrón de vida,
un modelo al que seguir, un tronco común donde digerir todos los
problemas que nos ofrece la vida.
Sin embargo, el modelo en el que basamos la educación de nuestros
jóvenes no hace sino potenciar todos estos problemas y limitaciones.
Basamos la educación en la mera instrumentalización de objetos y
conocimientos; se somete a los jóvenes con conocimientos matemáticos,
económicos, legislativos, filosóficos, literarios, históricos, pero se
olvida en numerosas ocasiones el enseñarles un modelo de vida, una
manera de pensar, una “verdad” absoluta, y se les zambulle en un
relativismo donde todas las habilidades aprehendidas carecen de sentido.
Ya explicaba el padre socialista Jean Jaurés -jefe del partido en 1893 y
fundador del diario L’Humanité- a su hijo la necesidad de la
enseñanza de la religión para comprender la vida y el mundo: “¿Qué
comprenderías de la historia de Europa y del mundo entero después de
Jesucristo, sin conocer la religión, que cambió la faz del mundo y
produjo una nueva civilización?” Y añade: “La religión está íntimamente
unida a todas las manifestaciones de la inteligencia humana; es la base
de la civilización, y es ponerse fuera del mundo intelectual y
condenarse a una manifiesta inferioridad el no querer conocer una
ciencia que han estudiado y que poseen en nuestros días tantas
inteligencias preclaras”.
Sería tacharme de demagogo el pensar que la correcta enseñanza de la
religión puede ser la “penicilina del Siglo XXI” ante las nuevas
enfermedades sufridas por los jóvenes, pero nadie me podrá negar que el
no inculcar a nuestros jóvenes los valores religiosos y las enseñanzas
de Jesucristo sería eliminar a las nuevas generaciones de un elemento de
discernimiento clave a la hora de su realización como personas. De ser
así, pasados unos años una pregunta resonará en la mente de nuestros
jóvenes y herirá nuestros corazones: ¿Por qué no nos enseñasteis a
vivir?