Libertad Digital
José Francisco Serrano Oceja
01-06-2006
En Auschwitz, el gólgota del mundo moderno, como le definió Juan
Pablo II, el hombre se mira en el espejo de lo que ha sido capaz. Allí,
en donde Dios pendía por causa de la iniquidad de unos gobernantes
ciegos de nihilismo, de materialismo y de totalitarismo destructor, el
Papa Benedicto XVI ha ofrecido su oración, su silencio, su mirada, su
presencia.
Sólo la presencia cicatriza las heridas de la historia y en la historia.
La fe es memoria y presencia. Toda presencia es el principio del
auténtico progreso de la historia, fuerza liberadora del presente. La
presencia es el camino de la reconciliación; la reconciliación es
siempre ejercicio de entrega, don. No poca de la teología contemporánea
se ha escrito en y a partir de como lugar simbólico de la pregunta por
Dios, por el mal, por la muerte de los inocentes, por la capacidad del
hombre de aniquilar y destruir a los otros hombres, por la fuerza de las
ideologías inmanentes, por el sufrimiento del inocente, por la necesidad
de la redención. Hay un famoso fragmento del libro de Elie Wiesel, "La
noche, el alba, el día" que está escrito en el frontispicio de la
postmodernidad y que conviene tener presente como escenario de fondo de
la reciente visita de Benedicto XVI al campo de concentración de
Auschwitz, espacio simbólico de la más alta fusión y confusión de mal
físico y moral en la modernidad. Allí, el poder del hombre se manifestó
en sus más crudos extremos y la potencia de Dios fue silencio y memoria
de encarnación.
En aquel lugar, la muerte del inocente simbolizó la hora de las
tinieblas en la historia de nuestro tiempo. "Un día –relata Wiesel– al
volver del trabajo vimos tres horcas levantadas en la explanada, tres
cuervos negros. Se pasa lista. Los SS alrededor de nosotros, las
metralletas apuntando: la ceremonia tradicional. Tres víctimas
encadenadas... y uno de ellos, el pequeño criado, el ángel de los ojos
tristes. Los SS parecían más preocupados, más inquietos que de
costumbre. Colgar a un chiquillo ante miles de espectadores no era
cualquier cosa. El jefe de campo leyó la sentencia. Todos los ojos
estaban fijos en el niño. Estaba lívido, casi tranquilo, mordiéndose los
labios. La sombra de la horca caía sobre el él… Los tres condenados
subieron a la vez sobres sus sillas. Los tres cuellos fueron
introducidos al mismo tiempo en los nudos corredizos. 'Viva la
libertad', gritaron los adultos. El pequeño callaba. '¿Dónde está Dios?
¿Dónde está?', preguntó alguien detrás de mí. A una señal del jefe de
campo las tres sillas se volcaron. Oí una voz que dentro de mí le
contestaba: '¿Qué dónde está? Está aquí, colgado de una roca'."
En Auschwitz, el gólgota del mundo moderno, como le definió Juan Pablo
II, el hombre se mira en el espejo de lo que ha sido capaz. Allí, en
donde Dios pendía por causa de la iniquidad de unos gobernantes ciegos
de nihilismo, de materialismo y de totalitarismo destructor, el Papa
Benedicto XVI ha ofrecido su oración, su silencio, su mirada, su
presencia. Ha recordado que "en un lugar como éste faltan las palabras;
en el fondo sólo hay espacio para un silencio desamparado, un silencio
que es un grito interior hacia Dios: Señor, ¿por qué callaste? ¿Por qué
has podido tolerar todo esto?"
Cuando el tiempo se ha congelado por causa de la negación del hombre y
de Dios, sólo la palabra es capaz de aunar el pasado con el presente y
hacer que el grito de amor de la vida no se apague. "No podemos escrutar
el secreto de Dios, sólo vemos fragmentos y nos equivocamos cuando
queremos convertirnos en jueces de Dios y de la historia", ha aclarado
Benedicto XVI.
No son pocos los años en la vida de Benedicto XVI que ha dedicado a
responder a la pregunta "¿Dónde está Dios?" y a desenmascarar a las
ideologías que tienen un pretensión global sobre la persona sin tener en
cuenta el origen de su dignidad. La pregunta por Dios, por el lugar de
Dios, es hoy la pregunta por el hombre, por el lugar del hombre. Somos
seres históricos. El Papa lo sabe. Frente a quienes deseaban un discurso
político, formal, revisionista, Benedicto XVI, una vez más, ha dejado
sobre el tapete de la conciencia del hombre contemporáneo una palabra de
reflexión, de oración, pre-política. Un discurso teológicamente
inspirado, alejado de las convenciones y de los intereses comunes. Ha
acompañado al hombre que se pregunta por la raíz del mal en la historia
y ha mirado al cielo para recordarnos que su vida es presencia y
compañía, como ocurrió en la antigüedad, tal y como se refleja en
aquellas palabras de la Antígona de Sófocles: "Estoy aquí no para odiar
junto a ti sino para amar junto a ti".