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Ignacio Carbajosa
junio 2006
¿Y si la historia más grande jamás contada no fuera más que un
montaje, una gran farsa? Éste es el estribillo que se repite en varias
ocasiones tanto en la novela de Dan Brown, El Código Da Vinci,
como en la película del mismo título.
Sólo un reducido grupo de personas ha custodiado en secreto, a lo largo
de los siglos, la verdad: Jesús no fue más que un hombre, un profeta
poderoso, que se casó con María Magdalena y que murió habiendo dejado
descendencia, una descendencia que los oscuros poderes del Vaticano (con
su brazo armado, el Opus Dei, a la cabeza) quiere eliminar.
Esta oscura trama que se liga a la búsqueda del santo grial en la Edad
Media (que no sería el cáliz de la última cena sino el sepulcro de María
Magdalena) podría “enganchar” a los menos versados en la historia, a los
menos ligados a la realidad, a aquellos que son terreno abonado para las
leyendas negras sobre la Iglesia y el Medioevo. Sin embargo, la
pretensión de Dan Brown va más allá: quiere dar a su “montaje” una
fundamentación histórica “seria”, capaz de competir con la mismísima
hipótesis cristiana. Es la única posibilidad de convertir un
best-seller, teóricamente de ficción, en un libro de época, en un libelo
contra la Iglesia católica y la fe que ha construido la civilización
occidental.
Para ello no bastan la trama oscura de la Edad Media y su
correspondiente trama moderna con la conexión Opus Dei – Vaticano. Es
necesario establecer un vínculo directo entre la hipótesis Brown y la
época de Jesús. Si Jesús no era más que un hombre ¿cómo es posible que
la historia nos lo haya transmitido como el Hijo de Dios? Es aquí donde
el autor del Código Da Vinci debe hacer un esfuerzo de fundamentación
histórica que sorprende por su debilidad e inconsistencia (de hecho,
tanto en la novela como en la película, se pasa de puntillas sobre esta,
por otra parte necesaria, fundamentación). Hasta el siglo IV Jesús fue
considerado un mero hombre, un gran profeta. Fue el emperador
Constantino el que decidió mediar en las luchas entre el paganismo y el
pujante cristianismo (uno se pregunta a qué batallas se refiere el
autor), que amenazaban la estabilidad de su imperio, y elevar al
cristianismo, con mucho más futuro, como religión oficial. Para ello
debía realizar una pequeña operación: convertir a un hombre, Jesús de
Nazaret, en un Dios. Sólo así la nueva religión tendría la necesaria
fuerza y capacidad de agregación. Dicho y hecho: Constantino convoca el
Concilio de Nicea (325 d.C.) donde, por una ajustada votación (¿?¡!),
los obispos deciden que Jesús era Dios.
La realidad, resulta ocioso decirlo, era ciertamente otra. La fe en la
divinidad de Jesús es un dato adquirido desde el mismo siglo primero y
todos los documentos del Nuevo Testamento (escritos en ese siglo) dan
testimonio de ello. Sólo mucho más tarde (siglo II) surgen algunas
herejías que ponen en duda la divinidad de Jesús, casi a la par de otras
que ponen en duda su humanidad. La herejía que domina el inicio del
siglo IV, y a la que Dan Brown implícitamente se refiere, no es
precisamente una que niegue la divinidad de Cristo afirmando que no era
más que un hombre. El arrianismo sostenía que Jesús era Hijo de Dios,
pero explicaba la filiación diciendo que Jesús fue creado de la nada
antes de los tiempos por Dios Padre. Sería una especie de dios menor, un
demiurgo. La Iglesia, en Nicea, reacciona contra esta forma de entender
la filiación divina afirmando que Cristo fue engendrado no creado,
que es de la misma sustancia que el Padre, Dios de Dios, Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios verdadero.
La absurda interpretación del Concilio de Nicea es una cuestión menor si
se compara con las piruetas que Brown debe dar para superar el gran
escollo que corta el paso a su hipótesis: ¿qué hacer con los testimonios
de la divinidad de Jesús que se llaman evangelios canónicos? Basta leer
los primeros compases del evangelio de Marcos (comienzo del evangelio
de Jesucristo, Hijo de Dios) o de Juan (en el principio era la
Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios) para
darse cuenta de que la fe en la divinidad de Jesucristo había sido
proclamada desde el principio. Entra de nuevo en juego Constantino: para
sostener a la nueva religión que acaba de proclamar la divinidad de
Jesús, el emperador manda quemar todos los “evangelios” que hasta
entonces lo consideraban como un hombre y ordena la redacción de cuatro
evangelios que lo ensalcen como Dios. Los cuatro evangelios canónicos, y
la pretensión divina de Jesús que en ellos se encierra, nacen, por
tanto, en el siglo IV.
Para ver lo absurdo de esta hipótesis proponemos un viaje por la
geografía europea. Comencemos por Manchester (Inglaterra): en la John
Rylands Library se conserva el papiro 52, un fragmento del evangelio
de Juan datado en torno al año 120 d.C. y considerado como el manuscrito
más antiguo de los evangelios hasta ahora conservado (si excluimos el
fragmento de Qumrán 7Q5, fechado en torno al año 50 d.C. que algunos
identifican con un pasaje del evangelio de Marcos). El texto que nos
conserva (Jn 18,31-33.37-38) contiene, además, una de las declaraciones
implícitas de divinidad del mismo Jesús (“Sí, como dices, soy Rey. Yo
para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio
de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”). Pasemos a
Cologny, cerca de Ginebra (Suiza): esta pequeña localidad comparte,
junto con las ciudades de Dublín (Irlanda) y Colonia (Alemania), el
privilegio de conservar una parte del papiro 66, que contiene
prácticamente todo el evangelio de Juan (incluyendo el prólogo, con su
afirmación de que la Palabra divina se hizo carne) y que está datado en
torno al año 200 d.C. En la mencionada ciudad irlandesa de Dublín
tendríamos que hacer una larga parada dada la riqueza de sus fondos
neotestamentarios. En la colección Chester Beatty se conservan, además
del papiro 66, el papiro 46 (año 200 d.C. aprox.), que contiene la
práctica totalidad de las cartas de San Pablo (un testimonio de la
divinidad de Jesucristo incluso anterior a los evangelios), el papiro 45
(año 250 d.C. aprox.) que nos conserva, con pocas lagunas, los cuatro
evangelios y los Hechos de los Apóstoles y el papiro 47 (año 250 d.C.
aprox.) que contiene un amplio fragmento del Apocalipsis.
Pero no hace falta viajar más allá de nuestras fronteras. En Barcelona
tenemos la oportunidad de ver con nuestros propios ojos (en la
Fundació Sant Lluc Evangelista) el papiro 67 que, junto con el
papiro 64 del Magdalen Collage (Oxford) contienen fragmentos del
evangelio de Mateo. Ambos papiros, que originalmente formaban parte del
mismo códice, habían sido datados en torno al año 200 d.C., aunque el
papirólogo alemán C.P. Thiede considera que, atendiendo a su escritura,
deberían fecharse en torno al año 60 d.C.
El viaje podría prolongarse indefinidamente, dada la inmensa cantidad de
testimonios escritos del Nuevo Testamento, el libro mejor atestiguado de
toda la literatura antigua. Aquí nos hemos querido limitar a presentar
manuscritos anteriores al siglo III. Lo que nos interesa resaltar es que
mucho antes de que naciera el emperador Constantino la divinidad de
Jesucristo es la hipótesis que la Iglesia transmitía en su expansión por
el Mediterráneo y que la prueba más evidente de ello son las copias de
los evangelios que hoy conservamos, algunas anteriores en más de 200
años al Concilio de Nicea.
Por el contrario, los evangelios apócrifos que Dan Brown aduce a favor
de su teoría (evangelio de María Magdalena y evangelio de Felipe) se
escribieron más de 100 años después de la muerte y resurrección de
Cristo, a mitad del siglo II, y las copias que de ellos conservamos son
posteriores al siglo IV. Su valor histórico, por tanto, es casi nulo (de
hecho están cargados de leyendas pintorescas sin fundamento), al
contrario que el de los evangelios canónicos, escritos por testigos
oculares o discípulos de éstos en los decenios inmediatamente
posteriores a los acontecimientos que se narran. Los evangelios de Maria
Magdalena y de Felipe son evangelios gnósticos (como el
recientemente descubierto evangelio de Judas), testigos de una
desviación del cristianismo que afirmaba que la salvación se alcanza a
través del conocimiento (“gnosis”), un conocimiento reservado sólo a
unos pocos, a través de etapas y en un proceso secreto. Para esta
herejía, el personaje de María Magdalena reunía las condiciones del
gnóstico perfecto, merced a su especial relación con el Señor
(susceptible, por tanto, de haber recibido una enseñanza secreta del
Mesías). Pero estos evangelios gnósticos están lejos de afirmar, como
Brown pretende, que Jesús se casó con María Magdalena, y menos aún que
tuvieron descendencia. El evangelio de María Magdalena dice que Jesús la
amaba, que, por otro lado, es lo mismo que se dice en el evangelio
canónico de Juan respecto al discípulo amado (se usa el mismo
verbo agapao). En el evangelio de Felipe la Magdalena es llamada
“compañera” (koinonós) de Jesús, y se dice que la besaba, pero
nunca se habla de ella como la “esposa” (nymfé), término que el
mismo evangelio apócrifo utiliza en otras ocasiones. Estos evangelios
deforman la imagen de la Magdalena (cuya figura toman precisamente de
los evangelios canónicos) pero no llegan a los excesos del Código Da
Vinci.
Desde la mañana de Pascua la Iglesia proclama que Cristo, Dios y hombre
verdadero, está vivo, ha resucitado. Frente a esta pretensión, hombres y
mujeres se han movido, a lo largo de la historia, a favor o en contra.
En el siglo XXI lo seguirán haciendo. Es un flaco favor para ellos que
se les ahorre su libertad negando el Anuncio fundamental ante el que
todo hombre está llamado a posicionarse. Desgraciadamente, en nuestra
cultura de pensamiento débil basta lanzar al aire la hipótesis más
descabellada para que, con una buena publicidad, llegue a colocarse a la
misma altura que hipótesis que han resistido el paso de los siglos.