Libertad Digital
Juan Ramón Rallo
07-06-2006
Los defensores tradicionales del intervencionismo estatal han
basado generalmente sus argumentos en que el mercado era incapaz de
proveer ciertos bienes y servicios necesarios para el correcto
funcionamiento de la sociedad, y que, en consecuencia, el Estado tenía
que utilizar sus mecanismos represivos para proporcionarlos.
En realidad, los socialistas están diciendo que hay que utilizar la
fuerza (Estado) para proveer aquellos bienes que los individuos no
desean cuando se les permite elegir (mercado). Sin embargo, hay que
reconocer que el argumento tiene una cierta lógica aparente, incluso
para ciertos liberales: dado que los individuos tienen ciertas
necesidades que el mercado, por alguna extraña razón, no puede
satisfacer, que sea el Estado quien lo haga.
La semana pasada nos enterábamos de que la Comunidad de Madrid rebasaba
por la izquierda al Gobierno de ZP anunciando su intención de pagar las
operaciones de cambio de sexo para los transexuales con el dinero
incautado a los madrileños.
Atendiendo a esta justificación inicial e ingenua del Estado, las
operaciones de cambio de sexo serían un bien colectivo imprescindible
que el mercado no podría proveer por sí solo y que, por tanto,
deberíamos costearlas entre todos.
Siendo ello así, habría que preguntarse qué cantidad de transexuales
tiene que proporcionar el Gobierno regional para que la sociedad
madrileña pueda funcionar de manera adecuada. ¿Cuál es la producción
óptima a la que sólo puede conducirnos el sabio directorio estatal y
no el errático mercado? ¿Qué número de transexuales necesitan los
madrileños no transexuales para seguir viviendo? El hecho de que estas
preguntas nos parezcan absurdas ilustra que la propuesta del Gobierno
madrileño lo es en igual medida.
Hemos pasado de un estatismo formalmente timorato a un estatismo
abiertamente desinhibido; un estatismo que ha sustituido (o
complementado) su subsidiariedad retórica por su
preminencia práctica. Es el Estado quien define cómo y en qué hemos
de emplear nuestro dinero, nuestro esfuerzo y nuestra libertad. Ya no se
trata de que el Estado haga lo que nosotros queramos que haga, sino de
que hagamos lo que el Estado quiere que hagamos.
En otras palabras, el Estado se muestra sin más medias tintas como un
arma por la cual una minoría de la población explota a la mayoría o,
como diría el liberal francés Frédéric Bastiat, una gran ficción a
través de la cual todo el mundo intenta vivir a costa de los demás.
Esto lo podemos ver con claridad en la justificación ofrecida por la
Consejería de Sanidad acerca de su renovado arrebato intervencionista
con los transexuales: "Se trata de dar una respuesta a las necesidades
de este colectivo".
Esta frase mete la pata en dos cuestiones esenciales. Primero, hablar de
"colectivo transexual" supone caer en una de las típicas
generalizaciones colectivistas que tanto agradan a nuestros políticos.
Ni todos los transexuales han tenido que recurrir al dinero ajeno para
operarse, ni todos los presentes o futuros transexuales han ejercido la
presión sobre los burócratas para que se les concedan semejantes
prebendas. En realidad, este uso ligero y simplón del lenguaje responde
a un calculado objetivo de vender a la población madrileña el amañado
humo de una militancia cerrada y sin fisuras entre los beneficiados por
la gracia estatal.
El colectivo no existe salvo en la mente de los políticos que lo han
diseñado. El transexual no integra una categoría distinta a la del común
de los mortales; el hecho de que haya o quiera cambiar de sexo no es
motivo suficiente para segregarlo en un colectivo apartado del resto de
la humanidad. Son los políticos quienes dan auténtica carta de
naturaleza a esas discriminaciones, marcando por ley a las personas en
función de su arbitrario criterio caciquil.
La propuesta del Gobierno madrileño también explota a muchos
transexuales que no integrarán esa categoría artificial pergeñada por la
Administración. Pensemos simplemente en un transexual que ya se ha
cambiado de sexo con su propio dinero; a partir de ahora, financiará la
operación, coaccionado, a otros transexuales. El robo no lo perpetran
los transexuales a los no transexuales, sino ciertos individuos
concretos al resto de la población madrileña, entre la que también hay
transexuales. ¿De qué agraciado colectivo hablamos?
Pero si el cliché gregario ya es sintomático, la concepción de un Estado
que deba existir para servir intereses particulares lo es en mayor
medida. La Consejería está reconociendo que el "colectivo" transexual se
sirve del Estado para arrebatar dinero al resto de los madrileños, con
el cual satisfacer sus fines privativos. Y dado que, como hemos visto,
no existe ningún colectivo, sino sólo una suma de rapaces individuos,
deberemos concluir que para la Consejería los intereses, los objetivos,
los fines o los sueños de algunos madrileños son más importantes que los
de otros; en otras palabras, para la Consejería, ciertos madrileños
deberán vivir al servicio de otros madrileños.
Como decíamos, la coacción estatal se convierte en el instrumento por el
que imponer a los demás mi escala de objetivos; a través de ella puedo
utilizar a los seres humanos como medios inanimados de mis proyectos:
les arrebato la riqueza que han generado y la utilizo para mi propio
disfrute.
Nadie está negando el derecho de los transexuales a realizarse cuantas
operaciones consideren convenientes y necesarias, muy al contrario. A lo
que no tienen derecho es a realizarse esas operaciones a costa del
dinero ajeno; a quedarse con la riqueza ajena e imponer sus fines
particulares.
Por desgracia, en todo este asunto está muy presente el politiqueo, las
burocracias y el clientelismo partidista, pero muy poco la libertad. Los
transexuales tienen vía expedita para cambiarse de sexo del mismo modo
que el resto de los mortales satisface sus fines cuando no parasitan al
Estado: trabajando, ahorrando y pagando. El mercado sí puede
proporcionar las operaciones que la gente necesita y está dispuesta a
pagar: no existe ningún "fallo de mercado" que deba remedir el Estado.
Lo que sobra son políticos, y lo que falta es esfuerzo personal.
Si los beneficios del cambio de sexo son puramente individuales, ¿por
qué el coste de ese cambio debe provenir del trabajo y el ahorro ajenos?
¿Alguien ha preguntado a cada contribuyente por todos los fines que han
dejado y siguen dejando de realizar como consecuencia del atraco fiscal?
¿Qué sentido tiene afirmar que la necesidad de cambiar de sexo resulta
prioritaria sobre cualquier otra, hasta el punto de promoverla y
obstaculizar las demás? ¿También se trata de un asunto urgente y
fundamental para aquellos que no quieren cambiarse de sexo y que sin
embargo están obligados a pagar?
Si los políticos quieren ser misericordiosos con ciertas personas, nadie
les impide serlo; pero que lo paguen de sus bolsillos. Ser generoso con
el dinero ajeno resulta tremendamente sencillo e hipócrita. Estamos ante
un cochambroso pasteleo electoralista entre una parte del Estado y
ciertos chupasangres bien colocados. Como siempre, el contribuyente paga
la factura de esta desenfrenada orgía de votos y privilegios.