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  12/06/2006
Alex Seglers  

Hacia un Islam integrador (y II)

Con 17 autonomías no se pueden tener 17 políticas religiosas.

Analizada una de las causas que pueden dificultar la integración de la ciudadanía musulmana, y que dijimos partía del empeño gubernamental por oficializar a un único interlocutor, la segunda rémora que debe apuntarse no es otra que el insuficiente desarrollo del Acuerdo de 1992 firmado entre el Estado y la Comisión Islámica de España (CIE).

Ya sea por falta de voluntad política o bien porque su contenido carece del necesario anclaje competencial para dar respuesta unitaria a las demandas religiosas de los musulmanes, lo cierto es que los derechos contemplados –cuyo ámbito aplicativo sólo beneficia a las comunidades de la CIE– no siempre se han garantizado convenientemente.
 
Hablamos de la Seguridad Social de los imames, de la reserva de parcelas en los cementerios y en el suelo urbano (edificación de oratorios y mezquitas), de algunas exenciones fiscales similares a las de la Iglesia, de la asistencia religiosa en prisiones y hospitales, de la enseñanza en las escuelas, de la correcta comercialización de los productos halal, etc.

La tercera rémora que dificulta la integración radica, a mi juicio, en el modelo estatal de política religiosa. No existen mecanismos de participación de las Comunidades Autónomas en la toma de decisiones que inciden en el Acuerdo de 1992.

Esto, que puede ser dable para los Acuerdos suscritos con la Santa Sede, no lo es para los firmados con las minorías, pues carecen de personalidad jurídica internacional y su estructura difiere sustancialmente de la de la Iglesia.

No se trata de crear tantos modelos de política religiosa como Autonomías haya en España, sino en ser capaces de construir un modelo coordinado de gestión de las demandas confesionales. Y ello porque la libertad religiosa, en toda su amplitud, es un derecho fundamental inherente a la dignidad del ser humano, tal como expresó la declaración Dignitatis humanae (1965) del Concilio Vaticano II. Es, pues, una libertad que está por encima de las Constituciones y de los Estatutos.
 
No obstante, y al hilo del artículo anterior, conviene recordar que al referirnos al concepto integración –tan socorrido en ámbitos mediáticos–, aludíamos a la capacidad de acomodar, de una manera estable y moralmente defendible, el nuevo patrimonio cultural-religioso de los musulmanes. Repárese en la expresión «moralmente defendible», porque ahí estriba el reto de la integración.

En efecto, cuando se apuesta por una acomodación moralmente defendible, nos referimos a la necesidad de lograr una convivencia pacífica y enriquecedora. Para ello, es imprescindible respetar lo que el filósofo Bikhu Parekh da en llamar operative public values, que son los valores que permean las leyes y las conductas cívicas de nuestra sociedad.

No cabe duda que muchos de esos valores operantes en la “plaza pública” sorben de la herencia cristiana, la cual viene permeando la cultura pública que nos es común. Pero dicho esto, hay que preguntarse hacia dónde van esos valores, no sólo los del humanismo laico, sino también los propios de otras tradiciones religiosas.

El reciente encuentro en Londres de líderes musulmanes moderados provinentes de toda Europa fue, sin duda, un buen síntoma, extensible a la jornada de puertas abiertas de las mezquitas de Cataluña. Un aliciente también para el resto de la sociedad, que debe reconocer tales gestos. Al fin y al cabo, la integración requiere de actitudes positivas y firmes que, sin renunciar a los valores públicos operativos, permitan una búsqueda compartida del bien común.