Analizada
una de las causas que pueden dificultar la integración de la
ciudadanía musulmana, y que dijimos partía del
empeño gubernamental por oficializar a un único interlocutor,
la segunda rémora que debe apuntarse no es otra que el insuficiente
desarrollo del Acuerdo de 1992 firmado entre el Estado y la Comisión
Islámica de España (CIE).
Ya sea por
falta de voluntad política o bien porque su contenido carece del
necesario anclaje competencial para dar respuesta unitaria a las
demandas religiosas de los musulmanes, lo cierto es que los derechos
contemplados –cuyo ámbito aplicativo sólo beneficia a las
comunidades de la CIE– no siempre se han garantizado
convenientemente.
Hablamos de
la Seguridad Social de los imames, de la reserva de parcelas en los
cementerios y en el suelo urbano (edificación de oratorios y
mezquitas), de algunas exenciones fiscales similares a las de la
Iglesia, de la asistencia religiosa en prisiones y hospitales, de la
enseñanza en las escuelas, de la correcta comercialización de los
productos halal, etc.
La tercera
rémora que dificulta la integración radica, a mi juicio, en el
modelo estatal de política religiosa. No existen mecanismos de
participación de las Comunidades Autónomas en la toma de decisiones
que inciden en el Acuerdo de 1992.
Esto, que
puede ser dable para los Acuerdos suscritos con la Santa Sede, no lo
es para los firmados con las minorías, pues carecen de personalidad
jurídica internacional y su estructura difiere sustancialmente de la
de la Iglesia.
No se trata
de crear tantos modelos de política religiosa como Autonomías haya
en España, sino en ser capaces de construir un modelo coordinado de
gestión de las demandas confesionales. Y ello porque la libertad
religiosa, en toda su amplitud, es un derecho fundamental inherente
a la dignidad del ser humano, tal como expresó la declaración
Dignitatis humanae (1965) del Concilio Vaticano II. Es, pues,
una libertad que está por encima de las Constituciones y de los
Estatutos.
No obstante, y al hilo del artículo anterior, conviene recordar que
al referirnos al concepto integración –tan socorrido en ámbitos
mediáticos–, aludíamos a la capacidad de acomodar, de una manera
estable y moralmente defendible, el nuevo patrimonio
cultural-religioso de los musulmanes. Repárese en la expresión
«moralmente defendible», porque ahí estriba el reto de la
integración.
En efecto,
cuando se apuesta por una acomodación moralmente defendible, nos
referimos a la necesidad de lograr una convivencia pacífica y
enriquecedora. Para ello, es imprescindible respetar lo que el
filósofo Bikhu Parekh da en llamar operative public values,
que son los valores que permean las leyes y las conductas cívicas de
nuestra sociedad.
No cabe
duda que muchos de esos valores operantes en la “plaza pública”
sorben de la herencia cristiana, la cual viene permeando la cultura
pública que nos es común. Pero dicho esto, hay que preguntarse hacia
dónde van esos valores, no sólo los del humanismo laico, sino
también los propios de otras tradiciones religiosas.
El reciente
encuentro en Londres de líderes musulmanes moderados provinentes de
toda Europa fue, sin duda, un buen síntoma, extensible a la jornada
de puertas abiertas de las mezquitas de Cataluña. Un aliciente
también para el resto de la sociedad, que debe reconocer tales
gestos. Al fin y al cabo, la integración requiere de actitudes
positivas y firmes que, sin renunciar a los valores públicos
operativos, permitan una búsqueda compartida del bien común.