ABC
Benigno Pendás
11-06-2005
... Los españoles queremos el final de ETA, pero una sociedad
sanamente constituida no está dispuesta a comprar el fin de la violencia
al precio de una indignidad moral, incluso si eso sirve para ganar
elecciones...
Cierto sector de la izquierda española nunca creyó con sinceridad en la
Transición hacia la democracia. Todavía resuena el eco de sus lamentos.
Dicen que la reforma sin ruptura fue una coartada para la dictadura y
sus clases dominantes, con el fin de ganar una nueva legitimidad; que la
Constitución confirma el entramado socioeconómico del franquismo; que
cancela la resistencia interior, más o menos heroica. Menos mal que la
opción por la ruptura se prolonga en la lucha contra esta democracia de
baja calidad que no reconoce los derechos nacionales de -al menos-
Cataluña y el País Vasco. Varias generaciones «progresistas» han crecido
bajo el imperio de esta falacia histórico-política. Otra cosa es la
realidad prosaica de cada día. El socialismo asume con gusto la gestión
del Estado de bienestar poscapitalista en plena crisis. La necesidad de
utopías se transfiere a la defensa de las minorías oprimidas, sea de
forma real o imaginaria. Entre ellas, ya se sabe, las naciones sin
Estado, aunque tengan que perdonar los pecados burgueses de los
nacionalismos periféricos. La confluencia ideológica entre el mito y el
«logos» es relativamente sencilla.
Pero la izquierda decente (que ha existido y existe en España) traza una
línea infranqueable frente al asesinato y el chantaje. No hace falta
recordar que muchos de los suyos cuentan también entre las víctimas. La
carta de la madre de los Pagaza es demoledora : «¡Qué solos se
quedannuestros muertos!». Los españoles de una o de otra tendencia
política -incluso los que no tienen ninguna- acumulamos juntos un
valioso capital moral. Tal vez tardamos demasiado en ganar la batalla de
las ideas; en convencernos de que somos más y somos mejores; en alcanzar
el grado de indignación imprescindible para triunfar en la lucha por el
Derecho.
Llegó un gran día para los buenos ciudadanos. Aquel 26 de agosto de
2002, el Congreso de los Diputados aprobó por amplia mayoría la ley de
partidos. Previa sentencia judicial irreprochable, confirmada en sede
constitucional, Batasuna fue apartada de las instituciones; léase, del
lugar reservado en democracia para las personas honorables. El
Parlamento vasco, ya lo sabemos, no quiso estar a la altura de las
circunstancias. En todo caso, el Pacto por las Libertades, al renovar el
poder constituyente, parecía eliminar las últimas reservas mentales.
Supuso un alivio para la gente honrada después de tantas cesiones ante
los secuaces de las «bloody instructions», como diría Macbeth. Han
pasado menos de cuatro años... Hemos dilapidado casi todo el capital por
culpa de una confusión interesada entre la ética y el poder. No todo
vale. La política, la vida, la condición humana, son algo más que un
simple agregado de intereses particulares. Hay una fibra moral que apela
al sentido más elemental de la justicia. Da lo mismo que se ampare en el
derecho natural, en el imperativo categórico, en la virtud cívica o en
la democracia deliberativa. Lo cierto es que una sociedad se extingue
cuando pierde la fe en sí misma. Tiene que ganar el que lo merece. La
política no se reduce a poder desnudo, según se atribuye
-equivocadamente- a Maquiavelo. La prioridad de la ética no depende de
la ideología: expresa una exigencia de la civilización. Hasta aquí la
teoría.
La realidad supera la peor de las previsiones. Zapatero parece decidido
a imitar a Fernando VII: «...como si no hubieran pasado jamás tales
actos y se quitaran de en medio del tiempo», decía aquel lamentable
decreto de 4 de mayo de 1814. Aceptar condiciones previas sobre los
presos y Batasuna nos devuelve al punto de partida. Antes del Pacto y de
sus consecuencias legales, ahora vulneradas en la letra y en el
espíritu, los terroristas contaban con una patente de inmunidad
psicológica, la hipótesis previsible de un retiro sereno y apacible
entre los suyos. Ahora, el futuro de los integrantes de la banda se da
por descontado, acaso con alguna hipocresía burocrática sobre el
arrepentimiento. Paso paralelo:Batasuna regresa, si es que alguna vez se
ha ido. No es seguro que pueda volver por la puerta grande, pero
descuenta ya su presencia en las próximas elecciones locales para
recuperar una parte sustancial de la financiación pública. Otro
requisito cumplido. El interlocutor está definido. La negociación, lista
para empezar. El precio político ya está pagado: los terroristas saben
muy bien que cuando no pierden es porque han ganado. Antes de la salida,
no sólo controlan el ritmo del proceso sino que han conseguido varios
objetivos prioritarios, desencuentros teatrales al margen. ¿Cómo no van
a estar contentos?
Hablemos ahora de las mal llamadas «mesas» políticas. Otra vez el
defecto de origen : democracia imperfecta busca legitimación «a
posteriori». Actúe bajo formas revolucionarias o moderadas, el
nacionalismo busca el control exclusivo del territorio, el pueblo y la
soberanía, esto es, los tres elementos del Estado según la teoría
clásica.Todo apunta en la misma dirección. Territorio: Navarra en el
punto de mira. Pueblo: exclusión de los no nacionalistas. Poder
originario: interpretados con retórica generosa, los derechos históricos
prestan útiles servicios allí donde no alcanza el lenguaje contundente
de la soberanía nacional o del derecho de autodeterminación, su
sucedáneo colonial. ¿Dónde está el límite? Imposible saberlo, aunque las
impresiones no pueden ser peores. Si la Constitución casi se viene abajo
con el Estatuto catalán, el proceso actual está por completo fuera de
control. Muchos votantes del PSOE deberían reflexionar seriamente.
Aislar al PP para romper el empate sociológico entre la izquierda y la
derecha tal vez sea una maniobra eficaz para ganar elecciones, pero pone
en riesgo los fundamentos del Estado y de la nación española. ¿Qué debe
hacer el PP? Rajoy sigue siendo prudente y moderado, que nadie se engañe
ni dentro ni fuera: resiste presiones, matiza discrepancias y hace honor
a su responsabilidad como hombre de Estado. Lo va a seguir haciendo, a
juzgar por su trayectoria. Cuando dice «rompo», actúa por cuestiones de
principio. Zapatero quiere ir demasiado lejos y conduce demasiado
deprisa. El líder popular no está dispuesto a acompañarle por esta vía
inmoral. El acuerdo político está en función de principios éticos
intangibles y no de estrategias coyunturales. El bien común exige a día
de hoy esa ruptura concluyente. Si el presidente del Gobierno no lo
entiende, cometerá un error definitivo. No hay proceso sin el concurso
de la oposición, tan importante como el Gobierno en una democracia digna
de este nombre. Si es capaz de rectificar, tal vez nos encontremos con
alguna sorpresa. Cuestión de tiempo.
Dicen tantas veces que «España no es una nación» que confunden sus
deseos con la realidad. Luego, se extrañan al escuchar el clamor de la
gente una y otra vez. «Las naciones no piensan, sienten», escribe
Bernard Crick, un inteligente pensador laborista. Los españoles queremos
el final de ETA, pero una sociedad sanamente constituida no está
dispuesta a comprar el fin de la violencia al precio de una indignidad
moral, incluso si eso sirve para ganar elecciones, para evitar atentados
o para disfrutar a gusto del bienestar cotidiano. Alguien quiere hacer
de aquella parte de España un desierto y luego llamarlo «paz». Lo tiene
difícil. La gran mayoría estamos con las víctimas, símbolo de la
dignidad, no por un cálculo interesado de la oportunidad política sino
por una razón ética de orden superior. Por ello mismo, el apoyo a las
víctimas debe ser entendido como el sentimiento de todos, con voluntad
de integración y sin concesión alguna a los intereses particulares. «Una
voce», decían los romanos para apelar al pueblo.