En estos días muchos cristianos se echan las manos a la cabeza,
preguntándose cómo es posible que se den fenómenos como el del Código
Da Vinci, producto-ficción que acaba convenciendo de sus mentiras a
muchos lectores, también cristianos. Es que no tienen formación,
dicen unos. Otros replican: Es la hora de un examen de conciencia,
entre los responsables de la formación de los cristianos. De esto me
gustaría tratar aquí, ya al margen de la citada novela y película, que
tomo simplemente como un símbolo.
Trabajar por la identidad cristiana no es hoy, en efecto, tarea fácil.
Cada cual se identifica con lo que vive, sobre todo si tiene capacidad
para reflexionar sobre ello. Esto parece importante en el momento actual
de transformación de las culturas. Bajo la manta de la globalización
tecnológica, que debería facilitar el diálogo, se ocultan las asechanzas
de los enfrentamientos.
Según un estudio del Pontificio Consejo de la Cultura (La fe
cristiana al alba del nuevo milenio y el desafío de la increencia y la
indiferencia religiosa, 2006), la cultura occidental camina por
estos vericuetos: globalización, descristianización, visión desencantada
y pragmática de la vida. Como las personas no pueden vivir sin
religiosidad, muchas se asfixian en el ambiente de nihilismo e
indiferencia que respiran. Por eso se asiste a un “retorno de lo
sagrado” donde abunda lo superficial y puramente emotivo, y escasean los
planteamientos sobre el sentido de la vida, el valor distinto de las
religiones, las consecuencias de los actos personales.
Por otra parte, desde sectores laicistas se proponen programas
educativos donde las religiones se identifican con “mitos y creencias”,
que el hombre moderno debe superar. ¿Cuál es, entonces, la
responsabilidad de los cristianos, y primero de los responsables de su
educación, ante esta situación cultural? Las sugerencias siguientes se
formulan a modo de binomio.
1. Coherencia y presencia en la sociedad. No es raro encontrar
“quiebras” en la coherencia personal de muchos cristianos: no se trata,
como quizá hace tiempo, de pietismos o devocionalismos por una parte, y
por otra de activismo apostólico. Hoy abunda un trabajo profesional
entendido como campo de autoafirmación, o como coto cerrado a una
consideración y vivencia transcendentes del mundo; una vida de familia
carente de “estilo cristiano”, o un tiempo de ocio sin contar con Dios y
los demás, dedicado frecuentemente a un consumismo feroz. Los fieles
laicos (los cristianos que no son clérigos ni miembros de la vida
consagrada, sino “gente de la calle”) deben manifestarse como lo que
son, cristianos, de una manera que les lleve a transformar la sociedad
por el amor y la justicia.
Lo decía claramente Teresa de Calcuta: “A menudo los cristianos nos
convertimos en el mayor obstáculo para cuantos desean acercarse a
Cristo. A menudo predicamos un Evangelio que no cumplimos. Ésta es la
principal razón por la cual la gente del mundo no cree”.
2. Santificación del trabajo y servicio a los más necesitados.
Por tanto, todo lo que hace un cristiano tendría que ser consecuencia
del amor a Dios: trabajar con competencia, corazón y espíritu de
servicio (como dice la encíclica “Dios es amor); vivir la misericordia y
la compasión, atendiendo preferentemente a los más necesitados; defender
los derechos humanos; servir a la paz y la justicia. Para la eficacia
cristiana del amor se requieren algunas condiciones: la unión personal
con Dios, por la oración, la confesión de los pecados y la Eucaristía;
el orden de la caridad, pues hay que comenzar por los más próximos.
3. Participación en la vida cultural y política. Los cristianos
proponemos una visión de la vida desde la fe, por caminos diversos: la
educación familiar, la catequesis en la parroquia o en los grupos
eclesiales, la enseñanza escolar de la religión, las diversas
iniciativas culturales (residencias universitarias, bibliotecas y
videotecas de barrios, clubs juveniles sostenidos por las familias,
etc.). Hay caminos que hoy son prioritarios: el camino de la persona
(corazón y cabeza, sentimiento y razón), lo que replantea la promoción
de las humanidades en la educación; el camino ya referido del amor,
argumento más convincente y motor más eficaz para la transformación de
la sociedad con el espíritu cristiano; el camino de la belleza,
que pasa por una mayor sensibilidad hacia la liturgia, y también por una
atención mayor al patrimonio cultural y artístico cristiano. En estos
campos pueden verse grandes posibilidades para enfocar la educación de
los jóvenes y el empleo del ocio en las familias.
Aunque toda la Iglesia está involucrada en el servicio al bien común,
son los fieles laicos los responsables inmediatos de la política, según
sus dones y capacidades.
Todo esto puede lograrse si dedicamos tiempo a conocer la propia fe, y
la vivimos con alegría; si nos abrimos más allá de las iniciativas
oficialmente católicas (que no sustituyen a los cristianos laicos en sus
responsabilidades); si nos hacemos entender por la mayor parte de las
personas, sin abandonar el tono humano ni la sustancia de la fe: “Se
puede ser moderno y profundamente fiel a Jesucristo”, dijo Juan Pablo II
al despedirse de España en 2003.
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