[Éste es la segunda de las Charlas Matrimoniales del Padre Antonio
Rivero]
Artículo precedente:La
fuerza del amor
Quiero valorar lo que es la familia, de donde tú y yo venimos.
La familia debe ser el rostro de Dios, el rostro viviente de Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo. La familia es una gran maravilla que Dios te
regaló. Por eso, atacar y destruir la familia es hacer añicos la imagen
de Dios en la tierra. Cada familia está llamada a reflejar el rostro de
Dios.
Lo esencial de cada familia es el amor. El amor es el rostro de Dios. La
familia, en la vivencia de un profundo clima de amor, transparenta el
único y verdadero rostro de Dios. En el amor familiar, te repito, se
palpa o se debería palpar el rostro de Dios.
El rostro de Dios, contemplado en una familia, motiva a que otras, que
aún no viven esta hermosa realidad, busquen imitar. Familias en las que
no falta el pan ni el bienestar familiar, pero sí la concordia, alegría
y paz del corazón; familias cargadas de un sufrimiento escondido por mil
razones; familias sumergidas en la pobreza extrema de muchos campesinos,
indígenas y emigrantes. ¡Que en estas familias comience a brillar el
rostro de Dios!
¿En tu familia se transparenta el rostro de Dios? Cuando tú formes tu
propia familia, ¿se palpará en ella el rostro de Dios?
Dado que la familia es el marco natural donde se realiza el amor, la
auténtica vida de la familia debe estar presidida por las
características del amor: la entrega o donación incondicional, el
diálogo, la atención al otro y a sus intereses por encima de los míos.
Sólo sobre esta base se podrá construir un matrimonio y una familia.
Además, para que el amor familiar sea auténtico, debe ponerse a Dios
como centro de esa relación, porque Dios es el Amor.
Si tú has recibido esa llamada de Dios a formar una familia a través de
los signos que Él usa para manifestar su voluntad, puedes considerarte
privilegiado, pues Él ha depositado en ti todo su amor y confianza. A ti
te toca entonces respetar responsablemente la voluntad de Dios sobre el
matrimonio y la familia, tratar de conocer en profundidad los planes de
Dios sobre ella, sus designios de amor, y ponerlos en práctica.
Un matrimonio y una familia que viven siempre cerca de Dios, porque
rezan y se nutren de los sacramentos, no sólo no envejecen en su amor,
sino que renuevan cada día la frescura de su amor joven.
El matrimonio está de acuerdo a la naturaleza humana, ha sido concebido
por Dios para dar un marco apropiado y noble a la procreación humana.
Los animales se guían por instintos y no conocen lo que es el amor, pero
el hombre necesita un ambiente estable de cariño, una institución que
asegure y guíe su desarrollo; esto es el matrimonio.
Por eso, cuando en la educación del joven o del niño falta la familia o
hay problemas dentro de ella, se producen grandes traumas emocionales,
psicológicos, afectivos, educacionales, que marcarán para siempre la
vida de ese hombre o de esa mujer.
Por todo ello podemos deducir que la familia es un magnífico camino de
santidad y de formación integral que necesita del esfuerzo personal de
todos sus miembros para cumplir su cometido, pero que cuenta también con
una privilegiada asistencia de Dios a través de gracias muy especiales.
¿Qué no debe faltar en la relación entre los esposos para que esa
familia transparente el rostro de Dios?
El matrimonio es la unión de un hombre y una mujer, en vistas a la unión
mutua y a la procreación y educación de los hijos. Es la institución
concebida por Dios en la que el hombre y la mujer viven una íntima unión
indisoluble, se apoyan y ayudan, crecen en el amor y colaboran con Dios
para hacer crecer la humanidad con nuevos hijos. Para realizar este
designio maravilloso de Dios para estos esposos es necesario que se den
estas cualidades entre ellos: diálogo, donación incondicional al otro,
ayuda mutua, procreación y educación de los hijos.
Primero, diálogo. En el diálogo debe entrar toda tu personalidad:
voluntad, afectividad, los sentidos, la inteligencia, la fuerza de las
pasiones, las emociones, etc. El diálogo te brinda la ocasión de ser
escuchado y de escuchar, de comunicar lo que piensas y crees, y de
acoger al otro como es. El diálogo se construye con la humildad y la
caridad.
Por la humildad, escuchas al otro, aceptas sus puntos de vista, cedes,
buscas un punto de acuerdo. Por la caridad, acoges al otro tal y como
es, con sus defectos y virtudes, le consideras como alguien que merece
todo tu respeto, buscas hacerle todo lo que te gustaría que te hicieran
a ti.
No es fácil el diálogo. Es un arte. ¡Cuántos problemas matrimoniales
nacen de una pequeña grieta en el diálogo! La receta para el diálogo,
¿cuál crees que es? Buscar la verdad por encima de cualquier interés
personal y atender siempre al bien del otro. En el diálogo no se trata
de buscar “mi” verdad sino “nuestra” verdad; la de los dos, que es una
verdad compuesta por la verdad de uno y la verdad del otro.
En segundo lugar, donación incondicional al otro. La donación es
la forma auténtica de expresar el amor siguiendo el ejemplo de Cristo
que nos manifestó su amor entregándose por nosotros. Esta donación no es
fruto sólo del afecto sensible. Tampoco se puede reducir a la dimensión
sexual. La donación incondicional es la entrega al otro sin buscar
compensaciones, aunque cueste.
“La sexualidad –decía el Papa Juan Pablo II-, mediante la cual el hombre
y la mujer se dan uno a otro con los actos propios y exclusivos de los
esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo
íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo
verdaderamente humano, solamente cuando es parte integral del amor con
el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la
muerte. La donación física total sería un engaño, si no fuese signo y
fruto de una donación en la que está presente toda la persona, incluso
en su dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la
posibilidad de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se
donaría totalmente...”
“Esta totalidad, exigida por el amor conyugal, corresponde también con
las exigencias de una fecundidad responsable, la cual, orientada a
engendrar una persona humana, supera por su naturaleza el orden
puramente biológico y toca una serie de valores personales, para cuyo
crecimiento armonioso es necesaria la contribución perdurable y concorde
de los padres. El único lugar que hace posible esta donación total es el
matrimonio, es decir, el pacto de amor conyugal o elección consciente y
libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de
vida y amor, querida por Dios mismo, que sólo bajo esta luz manifiesta
su verdadero significado” (Juan Pablo II, Exhortación apostólica
Familiaris Consortio, n. 11)
Ayuda mutua, en tercer lugar. Ayuda mutua en todos los campos: en
el campo espiritual y material, en la educación de los hijos, en la
repartición de papeles dentro de casa, en la colaboración en la unión
sexual donde los dos cónyuges colaboran entre sí y colaboran con Dios
para dar la vida a nuevos seres humanos, sus propios hijos. Con la ayuda
mutua se sostienen el uno al otro, y siempre estarán fuertes y en pie.
Finalmente, procreación y educación de los hijos. La fecundidad
es una de las características del amor conyugal. Esto no significa que
no se pueda dar el amor en un matrimonio sin hijos. El matrimonio es la
institución humana donde se acoge la vida. Por eso, el matrimonio que
vive guiado por el amor a Dios y el respeto a su voluntad, siempre se
caracterizará por la apertura al misterio de la vida. Será
necesariamente generoso con ese don de Dios.
El hijo es un don que brota del centro mismo de ese amor, de esa
donación recíproca. Es su fruto o cumplimiento. Por eso la Iglesia
enseña que todo acto conyugal debe estar abierto a la vida. El hombre no
puede romper por propia iniciativa la unión entre el significado
procreativo y el unitivo del acto sexual . Cuando la pareja quiere
responsablemente distanciar el nacimiento de sus hijos, puede hacer uso
sólo de los medios naturales que respetan el plan de Dios y la dignidad
del matrimonio y de la sexualidad, y siempre esa pareja estará abierta a
la nueva vida, si viniera. Ya explicaré más tarde este punto, cuando
analice el sexto mandamiento.
Y sobre la educación de los hijos, hay que decir que es un deber de
ambos, no sólo de la mujer. Debe ser complemento educativo: padre y
madre. Cuando los padres dialogan sobre la tarea educativa, esté quien
esté de los dos frente al hijo, es como si estuvieran ambos. Además se
suele objetar el tema de la complementación con el hecho de que la madre
dedica más tiempo al hijo, y esto no es cierto. Porque no interesa tanto
la cantidad de tiempo que cada uno brinda a sus hijos, sino la
intensidad educativa con que se aproveche ese tiempo. Gracias al
complemento de los padres, los hijos pueden lograr más fácilmente su
equilibrio psicológico y su definición sexual.
La educación de los hijos es uno de los mejores servicios que se pueden
prestar a la Iglesia y uno de los apostolados más excelentes.
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