Los católicos creemos que Cristo es el Hijo de Dios, que murió en una
cruz para salvar a los hombres, que resucitó de entre los muertos, que
fundó la Iglesia, que envió el Espíritu Santo. Creemos, por lo tanto,
que la Iglesia es el camino que nos lleva al cielo, que no hay otro
Salvador fuera de Cristo.
Estas convicciones hieren a muchos. Especialmente a quienes no ven
correcto pensar que uno posee la verdad y que los demás están
equivocados.
Por eso se han dado y se dan, especialmente desde hace unos 300 años,
tantos ataques contra la Iglesia. Por eso hoy día la arremetida de
ciertos grupos de poder y del pensamiento es constante.
Libros, artículos, películas, reportajes televisivos, noticias y
campañas más o menos organizadas: estamos ante un esfuerzo enorme,
acompañado por un gran apoyo económico, orientado a desacreditar a la
Iglesia, a mostrar los “errores” y “delitos” de los católicos
(especialmente del Papa, de los obispos, de los sacerdotes), a
señalarlos como enemigos de la democracia, de la libertad, de los
derechos humanos, de la “modernidad”.
Hay quienes insinúan, con un toque de fingida buena voluntad, que esta
situación de ataques y de odios podría terminar fácilmente. Bastaría,
nos dicen, con que la Iglesia diese “un paso hacia atrás”. Es decir,
sería suficiente que los católicos renunciasen a la idea de que poseen
la verdad, de que lo que dicen es cierto.
¿Qué tendría que hacer la Iglesia, según ellos? Tendría que decir que
“sólo para nosotros, los católicos” Cristo sería Dios, pero que esta
afirmación no es ninguna verdad absoluta. O decir que es un “pedazo de
verdad” que puede convivir con muchos otros pedazos de verdad.
En otras palabras, los católicos podríamos seguir con la idea, a nivel
“privado”, de que la Iglesia es una sociedad muy hermosa; pero a la vez
tendríamos que admitir que existen otros caminos válidos para llegar a
la plena salvación, y que quienes los siguen no están en el error.
Además, tendríamos que suponer que nuestro Credo, las enseñanzas de la
Biblia, de la Tradición, de los Papas y Concilios, serían algo sometido,
como todo, al juicio de la historia. Serían algo cambiable: hasta ahora
se ha pensado así, pero la Iglesia, como cualquier grupo humano, puede
cambiar su punto de vista, y tendría siempre las puertas abiertas a
cualquier crítica que pueda venir desde dentro o desde fuera.
Con invitaciones como estas se cae en una contradicción no siempre bien
evidenciada. Se nos dice y se nos repite, una y mil veces, que dejemos
de ser dogmáticos, que nos atrevamos a pensar, que pongamos todo en
discusión, que no creamos que tenemos la verdad absoluta. ¿Por qué hemos
de pensar así? Porque los “antidogmáticos”, los relativistas de la
modernidad, piensan dogmáticamente que sólo el relativismo es bueno.
Piensan, con una convicción que a veces los pone en peligro de caer en
el fanatismo, que sólo ellos, con su relativismo, son “buenos”, y que
todo “dogmatismo” sería “malo” y peligroso.
¿No nos damos cuenta de que este modo de pensar es sumamente dogmático e
intolerante? ¿No somos capaces de descubrir la falacia de quienes ven a
la Iglesia como “peligrosa”, cuando en realidad no dudan en aplaudir a
quienes insultan a los católicos, a quienes atacan iglesias y símbolos
de culto, a quienes promueven mentiras y calumnias contra el Papa y los
obispos, a quienes repiten en sus novelas y películas mentiras que
provocan la vergüenza de cualquier historiador medianamente serio?
Todas estas presiones contra la Iglesia muestran la enorme contradicción
de quienes quieren “imponer”, en nombre de la libertad, sus propias
ideas; de quienes buscan cancelar cualquier atisbo de la fe católica que
no coincide con su ideología. En realidad, usan la palabra “libertad”
para aplastar cualquier oposición, para difundir mentalidades sumamente
injustas e inhumanas, como cuando justifican la “bondad” de un crimen
tan grave como el del aborto. Incluso quieren eliminar la libertad de
expresión en nombre de la misma libertad, una libertad que sólo se
concedería a quienes piensan como ellos, mientras sería negada a todos
los que no se sometan a sus proyectos.
A pesar de todas estas presiones, la Iglesia no dará ningún paso hacia
atrás. Porque nosotros no nos hemos inventado a Cristo, porque la Cruz y
la Resurrección no son un mito, porque el Espíritu Santo actúa realmente
en los corazones, porque existe un Dios que es Padre y que nos ha
manifestado su Amor en Jesucristo. No podemos dar un paso hacia atrás
porque no podemos cerrar los ojos a la verdad, ni podemos dejar de
ofrecerla como el regalo más hermoso que tenemos que dar a quienes,
libremente, quieran acogerla.
Todos los seres humanos nacimos para amar. Todos deseamos encontrar el
camino del verdadero amor. Somos buscadores de certezas, no soñadores de
ilusiones o de tradiciones humanas pasajeras como las modas. Por eso no
podemos dejar de decir que en la Iglesia está presente el Amor de Dios.
Desde esta certeza, ofreceremos la mano tendida a todos, también al
enemigo. De este modo muchos, libremente, podrán encontrar el Camino que
lleva a la felicidad, la Verdad que satisface nuestros deseos de saber,
la Vida que nos aparta del egoísmo y nos impulsa a amar en el tiempo y
en la eternidad.
Por amor al hombre, por respeto al que hierra, por sentido
auténticamente democrático, seguiremos en nuestras certezas, no daremos
ningún “paso hacia atrás”. Respetando a todos, también a quien no nos
respete. Porque también el “dogmático relativista” está llamado a abrir
los ojos para salir de sus engaños. Descubrirá entonces que Dios lo ama;
que su vida, como la de cada hombre, tiene un valor casi infinito: el de
haber sido hecho a imagen y semejanza de Dios, el de haber sido redimido
por Cristo en el Calvario.
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