El Mundo
Julián Carrón
16-06-2006
La Educación preocupa cada vez más en España. Durante los últimos meses,
la Plataforma Cívica Pro Educación ha desarrollado una campaña
denominada Tiempo de Educar que termina esta semana y que ha intentado
aportar elementos para el debate sobre el que sin duda es uno de los
principales problemas de nuestro país. La campaña ha evocado una
afirmación de María Zambrano que permite comprender bien la seriedad de
la crisis a la que nos enfrentamos. Según Zambrano, lo que falla
actualmente es el «misterioso vínculo que une nuestro ser con la
realidad, algo tan profundo y fundamental que es nuestro íntimo
sustento».
La falta de interés de los jóvenes, el letargo y aburrimiento que les
produce casi todo -un fenómeno que conocen bien los educadores-, es
consecuencia de la ruptura de ese vínculo misterioso con la realidad. Se
trata de una pasividad que tiene mucho que ver con el escepticismo de
los adultos.
Si muchos jóvenes han oído a sus mayores, más o menos explícitamente,
decir como Malraux que «no existe ningún ideal por el que podamos
sacrificarnos, nosotros que no sabemos qué es la verdad», puede
entenderse que sufran un tedio que parece insuperable. ¿Cómo podemos
salir de este letargo, de este aburrimiento aparentemente invencible?
¿Qué tipo de educación puede responder a este desafío?
Para educar no puede darse por descontado que el joven o el adulto
tengan deseos de aprender, de educar o educarse. Hay que comenzar por
despertar el interés y la humanidad de los estudiantes para poder
empezar a transmitirles algo. Con el fin de suscitar un nuevo interés y
aprecio por la realidad se recurre de forma equivocada a la ética,
buscando en la moral las energías que no se encuentran en otra parte.
En no pocas ocasiones los centros o los profesores cristianos también
cometemos este error y reducimos la naturaleza del cristianismo a una
lista de preceptos o de valores desencarnados. Esta reducción ética ha
sido claramente denunciada por los últimos pontífices. Benedicto XVI
insiste sin cesar en que el cristianismo no es un conjunto de normas
sino el encuentro con una belleza que cambia la vida. La ética no basta
para suscitar el interés, pero tampoco es suficiente entretener a los
jóvenes llenándoles la vida de iniciativas. También en ese caso
reaparece el aburrimiento.
Es necesario que el joven o el adulto al que se quiere educar tenga
delante algo que sea suficientemente verdadero y atractivo como para
poner en movimiento el dinamismo de su libertad. Sin una introducción
adecuada a la realidad y su significado, la realidad no se percibe con
interés. Si le damos a un niño un juguete despertamos su curiosidad,
pero si no le explicamos cómo funciona el interés inicial se convierte
pronto en cansancio. Es injusto regalarle a un niño un juguete sin
explicarle cómo funciona, pero aún más injusto es darle la vida sin
ofrecerle una hipótesis que le permita entender cómo puede vivirla
intensa y humanamente.
Hay pues que ofrecer hipótesis. Hipótesis que coinciden con la tradición
en la que cada uno ha nacido y que debe ser sometida a prueba,
verificada. La tarea del educador consiste en ofrecer esa tradición,
actualizada con su propia vida, para que la libertad de los que están
siendo educados pueda comprobar si sirve para hacer frente a la vida.
Así es como nacen las certezas.
La Iglesia no ha de tener ningún miedo de este proceso, debe
favorecerlo. En el actual contexto cultural, en el que las ideologías
articuladas han perdido su fuerza, los jóvenes son mucho más pasivos que
hace algunos años, pero también están más abiertos, a la espera de una
respuesta adecuada. Corren buenos tiempos para los maestros.