Familia y
amistad no son valores nuevos, pero sí que son valores patentes en la
sociedad actual. No pueden ubicarse dentro de la esfera de los valores
innovadores, pero sí dentro del conjunto de valores patentes y
emergentes, porque, contra todo pronóstico, tanto la familia, como la
amistad, son horizontes de sentido buscados, deseados y sumamente
respetados por la gran mayoría de los ciudadanos de nuestra sociedad.
A pesar de
que en la década de los sesenta y de los setenta se pronosticó
la muerte de la institución familiar y de todo lo que
representaba, el hecho es que la familia subsiste y es valorada de un
modo preeminente en las sociedades mediterráneas, aunque,
naturalmente, la unidad familiar ha experimentado profundas mutaciones
y cambios a lo largo de los últimos cincuenta años.
Con todo, el
deseo de tener una comunidad cálida, la voluntad de pertenecer a un
ámbito de afecto y fidelidad se detecta como prioridad en muchos
ciudadanos. Algunos jóvenes lo expresan de un modo muy enfático cuando
dicen que la familia no falla, que siempre se puede contar con ella,
que resulta un soporte afectivo determinante en momentos de
fragilidad.
La familia
constituye una de las principales instituciones donde se produce el
proceso de socialización, donde se reproducen los valores dominantes,
pero también es la cuna donde se generan nuevas actitudes y
concepciones culturales.
Indagar en
torno a los valores familiares supone interesarse por uno de los
núcleos centrales donde se reproduce la vida social y significa
estudiar la matriz donde se engendran nuevas prácticas y nuevas
experiencias.
En todas las
encuestas de valores desarrolladas en los últimos años en las
sociedades mediterráneas, la familia ocupa un lugar central.
Casi la
totalidad de los españoles piensan, por ejemplo, que la familia tiene
un papel muy importante en sus vidas. Según estas
apreciaciones, la familia es un valor que está por encima de la
amistad, del tiempo libre o del trabajo y a una distancia
abismal de lo político o la religión. En términos generales, los
ciudadanos españoles sienten una gran atracción por el núcleo
familiar, pero en cambio sienten un interés muy limitado por el
destino de sus conciudadanos, sean nacionales o comunitarios.
La verdad es
que esta percepción revela un considerable desconocimiento de los
factores que más conciernen al destino de los miembros de una sociedad
moderna.
Lo que
caracteriza la vida social de las naciones avanzadas es que ésta
depende sobre todo de la estructura y del funcionamiento de las
administraciones y de los mercados, que tienen una dimensión que
desborda ampliamente los ámbitos locales. Sin embargo, el desinterés
por este tipo de elementos es fácilmente detectable, mientras que el
núcleo íntimo, la familia, ocupa un lugar privilegiado.
Con todo, es
evidente que las transformaciones y mutaciones que sufre esta unidad
social están íntimamente relacionadas con los cambios que operan en el
ámbito social, en el contexto laboral y político.
Existe en
nuestra sociedad una pugna entre individualismo y familiarismo. Por un
lado, se detecta una tendencia a la vida autónoma y separada, pero,
por otro, también una cierta tendencia a construir núcleos afectivos
de índole muy distinta que se denominan globalmente familia.
Las
sociedades donde la familia representa un valor institucional menor,
han fomentado más el individualismo, ya sea a través de la dinámica
del mercado, como sucede en países como los Estados Unidos, ya sea a
través de la intervención del Estado del bienestar en la vida
familiar, como ocurre en los países escandinavos. Mientras que en las
sociedades, donde la familia ocupa un lugar fundamental, el
individualismo retrocede.
Se mantienen
creencias y representaciones muy tradicionales respecto al papel de la
familia en la sociedad, sobre sus funciones y sobre su prioridad en la
provisión del bienestar. El sistema de valores de nuestra sociedad
experimenta mutaciones muy rápidas en determinados aspectos, pero no
en el ámbito que afecta a la familia y a la amistad.
Se puede
afirmar que en nuestro país, la familia se ha convertido en
una especie de religión secular que sustituye a las creencias
tradicionales. La prioridad que tiene el valor familia en la
pirámide de valores revela, como se ha dicho, el inquietante
desinterés por la cosa pública, un escaso sentido del patriotismo y
sobre todo una desconfianza respecto al Estado como fenómeno esencial
de Modernidad.
Esta atención al valor familia también puede explicarse por razones de
dependencia social y económica. La ausencia de políticas familiares en
los países del Sur del Mediterráneo puede ser la razón que explique
este aprecio de los ciudadanos por la familia. El hecho que la
ciudadanía lo pueda esperar todo de la familia y muy poco del Estado
pone de relieve un abandono de las responsabilidades de las
administraciones públicas con respecto a las familias entendidas.
La amistad
aparece, por lo general, en el segundo eslabón de la pirámide
axiológica. No es, por supuesto, una casualidad. En un mundo donde se
detecta una aguda crisis de la confianza, los ciudadanos valoran
muchísimo el vínculo de la amistad porque supone una espacio de
transparencia y de autenticidad. No es una amistad que se traduzca en
una forma de vida compartida, al estilo colectivista de antaño, propio
de la estética hippy, sino que es concebida como una relación
sincera y franca que se funda en vínculos de confianza, pero que no
rebasa el ámbito de la privacidad.
Vivimos en
sociedades masificadas e hiperaceleradas, donde el cultivo de la
virtud de la amistad plantea graves dificultades de tiempo y espacio.
Se crean nuevos vínculos interpersonales en los ámbitos virtuales y
ello permite, en muchos casos, el cultivo de una amistad de tipo
virtual que se convierte en un ámbito de confidencialidad vital para
el ciudadano.
A pesar del
creciente individualismo y de la fragmentación social que se observa
en nuestro ámbito social, el ciudadano reconoce el valor que tiene la
amistad como punto de apoyo afectivo en el propio itinerario vital. La
preeminencia de este valor pone en tela de
juicio determinados diagnósticos apocalípticos sobre el modo de ser
del hombre postmoderno.
En cualquier
caso, no puede afirmarse, alegremente, que sea solamente
individualista y narcisista, pues también experimenta la necesidad de
abrirse al otro, de tener un confidente, de crear lazos afectivos con
sus semejantes y construir vínculos como el de la amistad.