La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo nos impulsa a
“venerar” el sagrado misterio de la Eucaristía. “Venerar” es respetar en
sumo grado a alguien o a algo que lo representa y recuerda. “Venerar” es
también tributar culto a Dios y a las realidades sagradas. Perder el
sentido de la veneración hacia lo sacro sería un síntoma de alejamiento
de la religiosidad y de la fe.
La Iglesia venera la sagrada Eucaristía porque en este Santísimo
Sacramento están “contenidos verdadera, real y substancialmente el
Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor
Jesucristo y, por consiguiente, Cristo entero” (Concilio de Trento; DS
1651). Venerar la Eucaristía es venerar a Jesucristo mismo, Dios y
hombre, que, por la fuerza de su palabra y la acción del Espíritu Santo,
transforma el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre.
En la celebración de la Santa Misa se expresa principalmente esta
veneración; no sólo internamente, sino también de modo externo. El
evangelio según San Marcos deja constancia de cómo Jesús eligió para
celebrar su Cena “una sala grande, arreglada con divanes” (Marcos 14,
15). La fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía exige que la
disposición del templo, la música de la celebración, los ornamentos y
los objetos sagrados sean bellos y nobles.
También nosotros, interna y externamente, debemos traslucir este
espíritu de veneración cada vez que participamos en la Santa Misa. No
podemos asistir a la Eucaristía vestidos de cualquier modo; no podemos
estar más pendientes del reloj y de la hora que del Señor; no podemos
convertir la celebración de la Pascua de Cristo en un puro trámite, en
un mero “cumplimiento”. Las inclinaciones profundas, las genuflexiones
bien hechas, la observancia del silencio adorante, el saber arrodillarse
cuando es el momento, son gestos que van más allá del formalismo y de la
pura corrección.
Pero también fuera de la celebración de la Misa la Iglesia venera la
sagrada Eucaristía. Por eso se reservan con el mayor cuidado las hostias
consagradas en el sagrario, que debe estar colocado en un lugar
particularmente digno de la iglesia, y que debe estar construido de tal
forma que “subraye y manifieste la verdad de la presencia real en el
Santísimo Sacramento” (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1379).
De igual modo, la Iglesia expone a los fieles la Sagrada Hostia para que
la veneren con solemnidad, e incluso la lleven en procesión: “Entre las
procesiones eucarísticas, adquiere especial importancia y significación
en la vida de la parroquia o de la ciudad, la que suele celebrarse todos
los años en la solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, o en algún otro
día más oportuno cercano a esta solemnidad. Conviene, pues, que donde
las circunstancias actuales lo permitan y verdaderamente pueda ser signo
colectivo de fe y adoración, se conserve esta Procesión, de acuerdo con
las normas del Derecho” (Ritual de la Sagrada Comunión y del Culto a la
Eucaristía fuera de la Misa, n. 102). De nuestra participación depende,
en gran medida, que la procesión del Corpus Christi sea de verdad “signo
colectivo de fe y adoración”.
En la Eucaristía adoramos la entrega de Jesucristo por nosotros; el
sacrificio de la Sangre redentora de la Nueva Alianza, que supera y hace
inútil la sangre de los sacrificios del Antiguo Testamento. Jesucristo,
el Sumo Sacerdote de los bienes definitivos, “no usa sangre de machos
cabríos ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el
santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna” (cf
Hebreos 9, 11-15). Cristo se hace a la vez Sacerdote y Víctima de
propiciación por nuestros pecados: “Tomad, esto es mi cuerpo”; “esta es
mi sangre, sangre de la alianza derramada por todos” (cf Marcos 14,
12-16.22-26).
La veneración de los sagrados misterios de su Cuerpo y de su Sangre hará
que nuestro corazón se identifique con el Corazón de Cristo, pues el
Señor “en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de
nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros, y se queda bajo
los signos que expresan y comunican ese amor” (Catecismo de la Iglesia
Católica, 1380).
¡Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar! Amén.
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