ABC
Juan Manuel de Prada
19-06-2006
El odio a la Iglesia es tan antiguo como la propia Iglesia. Aquel «grupo
heterogéneo de bárbaros, esclavos, pobres y gentes de poca importancia»
-como describe Chesterton a los primeros cristianos- que empezó a
propagar el Evangelio se topó enseguida con la agresividad de sus
contemporáneos, que habían asistido, entre la indiferencia y la
irrisión, al nacimiento de cientos de religiones extrañas. Pero ante
aquellos chiflados que predicaban la resurrección de un Galileo
reaccionaron de forma muy distinta: pronto descubrieron que eran
demasiado importantes como para ignorarlos; pronto pusieron en marcha la
primera persecución religiosa; pronto inventaron nuevas torturas para
aquel grupo de chiflados portadores de una Buena Nueva. «Y, en aquella
hora oscura -escribe Chesterton, con palabras dignas de ser cinceladas
en el mármol-, brilló sobre ellos una luz que nunca se ha oscurecido, un
fuego blanco que se aferra a ese grupo como una fosforescencia
extraterrenal, haciendo brillar su rastro por los diversos crepúsculos
de la historia; ese rayo de luz y ese relámpago por el que el mundo
mismo ha golpeado, aislado y coronado a ese grupo; por el que sus
propios enemigos le han hecho más ilustre y sus propios críticos le han
hecho más inexplicable: el halo del odio alrededor de la Iglesia de
Dios».
Ese halo del que hablaba Chesterton a veces se reviste con los tintes
trágicos del martirio; a veces con los chafarrinones grotescos de la
chabacanería y la burricie. Coincidiendo con la visita de Benedicto XVI
a Valencia se ha organizado una carnavalada chusca que, bajo el lema «Jo
no t´espere», trata estentóreamente de mostrar su repudio al sucesor de
Pedro; carnavalada que nuestro Gobierno, en su esfuerzo patético por
ocupar siquiera una nota a pie de página en los profusos anales del odio
a la Iglesia, se ha apresurado a sufragar con dinero público. Tan
estridente y desquiciada carnavalada no habría siquiera atraído nuestra
atención si no fuera por la inexactitud del lema elegido. Y es que, en
realidad, nadie espera con tanta expectación -horrorizada expectación-la
llegada del Papa a Valencia como los promotores de la carnavalada, igual
que nadie esperaba con tanta desazón y pululante miedo el nacimiento de
Jesús como cierto reyezuelo llamado Herodes. Aunque la iconografía
cristiana ha querido recordar la Navidad como la manifestación de una
paz que anega los corazones de los hombres, lo cierto es que la Navidad
también es una declaración de guerra sin cuartel al Enemigo, que inspira
a Herodes designios criminales, sabedor de que esa noche ha comenzado la
cuenta atrás de su dominio. Los hombres de buena voluntad -los ingenuos
pastores, los magos venidos de Oriente- celebraron con alborozo la
llegada de Jesús; pero nadie lo celebró tan a lo grande como Herodes,
quizá porque nadie lo aguardaba con tanto horror. La Navidad no es tan
sólo un acontecimiento festivo o pacifista; hay algo en ella retador,
algo que obliga al Mal a retorcerse en su nido de áspides, algo que hace
que las bruscas campanas de la medianoche suenen como los cañonazos de
una batalla que acaba de ganarse.
Como el reyezuelo que se revuelve con furia en su palacio y decreta la
matanza de los inocentes, porque sabe que ese Niño nacido en una cueva
ha venido a derrotar su poder, los herodianos promotores de la
carnavalada valenciana enarbolan sus proclamas desesperadas. Nadie como
ellos espera con tan escandalizado horror la llegada de ese hombre
vestido de blanco. Mientras sus pancartas se desgañitan, las campanas de
Valencia suenan como cañonazos de una batalla que saben perdida, allá al
final de los tiempos. Y, como ya conocen su derrota, sólo les resta el
consuelo, triste consuelo, de condecorar a la Iglesia con su odio, que
refulge en la bóveda de la noche con una fosforescencia extraterrenal.