ArtículosLa ciudad alienanteUn día cualquiera, en una semana cualquiera, en cualquier mes del año; en las calles, en las estaciones del Metro, en los centros comerciales, miles pero miles de almas, pasan calle arriba calle abajo, brindando un espectáculo más de la vida moderna. En verdad, se trata de un paisaje propio del desarrollo tecnológico e industrial, que caracteriza la gran ciudad.
La gente ríe, goza, se aposta en los recintos y refugios -léase cines, teatros, bares, estadios-, que la ciudad les ofrece bajo el señuelo de los mil colores sin percatarse de la alienación, producto de la embrutecedora sociedad de consumo. Más allá, en otro lugar de la ciudad, otros transeúntes reciben los buenos días inmersos en el tráfago circulatorio y la desesperación de una eternidad disfrazada de contaminación. A veces, es el grito ensordecedor y destemplado de un claxon o la voz ronca y atronadora de los miles de tubos de escape -¿como disfrutaría el futurista Marinetti!- lo que hace que despertemos del sueño -¿o acaso pesadilla?- al cual nos somete la ciudad.
No hay nada que lamentar. Si quieres buena luz, transporte que te lleve a tu casa, a la universidad, a la oficina; un trabajo que te proporcione los medios para asumir los gastos de un consumo placentero y narcotizante; debes aceptar con alegría el maleficio de la urbe. El precio que se ha de pagar es no tener la tranquilidad para llevar una vida buena y digna. La ciudad te lo cobra todo, es la usurera postmoderna, nada es gratis en el aposento que los hombres y las mujeres elegimos para soñar. Cuando surgen los escenarios urbanos, la farsa de la vida cotidiana cambia, es otra. La naturaleza se transforma en una gran y aparatosa urbe, y sus habitantes no hacen sino desgranar y contar con una fría esperanza el día de hoy, el día de mañana, y ¿estaré aún vivo pasado mañana? Así como la ciudad es metáfora que irrumpe en nostalgia e imaginación en Italo Calvino; así como la polis fue comunidad-Estado donde se reía y gozaba alrededor del ágora, para los griegos; así la ciudad de hoy, no es más que el punto de desenfreno y la locura.
Ningún personaje ha amado tanto la ciudad como Sócrates. Ninguno la defendió tantas veces ni estuvo dispuesto, como él, en repetidas ocasiones a dar la vida por el espacio que le dio la oportunidad de nacer, de conocer y amar a sus dioses. Fue tanto su amor por la polis, que prefirió la muerte en su adorada Atenas, a la libertad en Persia. Este es un verdadero ejemplo de lo que los griegos llamaron ética. Una ética regida por los ideales de libertad, los valores de la vida, el esfuerzo para la reflexión filosófica. La muerte de Sócrates enseña, entonces, que no se trata sólo de vivir en la ciudad, sino de darle vida, con la creación racional de la cual somos capaces los hombres y las mujeres. No es sólo seguir las normas y conductas del buen comportamiento, sino expresar, en cada uno de nuestros actos, el verdadero sentido de la libertad. La perspectiva de los seres humanos frente a la ciudad, no tiene más trascendencia y significado que la que puede tener cualquier especie animal en su hábitat. El entorno, por supuesto es diferente, pero es que a los individuos nos alienan con fantasías y sueños de confort, tranquilidad, paz, cultura, ocio,...que en verdad no nos hace ni más éticos ni más libres.
Lo valioso para los individuos, a veces, no es más que aquello que lo cosifica, lo instrumentaliza, y en su interés está presente una consideración valorativa: tanto tienes, tanto vales. Una acción que refuerza el componente psicosocial de la lucha por el espacio vital y de la acumulación de mercancías, a cualquier precio. 'Vivir' en la ciudad, se ha convertido en esa premisa: vivo en este espacio aunque mi amor esté por otro. Habito esta ciudad, aunque amo a otra.
El ser humano, como morador de la ciudad, al menos desde cuando Aristóteles optó por decir que el hombre era el homo urbanus, se ha parecido más a una bestia que a un individuo. El hombre, como ser social por naturaleza, gran parte de la vida se la ha pasado en una lucha continua por los espacios, por el territorio. Esa guerra incesante, esa lucha por el territorio, despierta en el nómada ciudadano, la sed de violencia, el espíritu potencial asesino, como lo enunció Hobbes. Para el logro de sus apetitos urbanos, no le importa al individuo, inmerso en una sociedad de consumo, aplicar, en muchas ocasiones, mecanismos de destrucción violenta. El 'homo urbanus,' no es más que una categoría que señala a los habitantes de una ciudad moderna como especimenes llenos de complejos que rodean la vida cotidiana: el que más corra para subir al bus o al metro, el que más grite para convencer u ofrecer, el que más ascienda en el empleo.
La ciudad ha multiplicado sus moradores a miles, a millones, por ciento. Se ha expandido en todos los puntos cardinales, y las calles, paseos y avenidas que la atraviesan, parecen no tener fin. Los edificios son cada vez más altos en competencia unos con otros. Los transeúntes no tienen espacios para conversar, charlar, reír libremente, porque el apremio y la competencia a que los somete el mercado no dan tregua para el descanso.
Aparecen, entre los moradores de la ciudad, una serie de grupos que empiezan a marcarla y a definir las barreras imaginarias: son las tribus urbanas que le trazan fronteras y 'telones de acero', los cuales son prácticamente imposible traspasar. Otros grupos, forman sus núcleos de regocijo y calor al son de la marihuana, la música estridente, los grados de alcohol. No faltan en estos núcleos, la llamada patología social por los ecólogos de la Escuela de Chicago, y no son más que la delincuencia organizada y no organizada, la criminalidad urbana, la prostitución callejera, el acoso sexual visual o activo.
Los anteriores son los tópicos primarios que caracterizan la ciudad; pero existen otros como son la contaminación, el trajín de la vida urbana, el hacinamiento, amén de otras preocupaciones que atosigan al hombre de nuestro tiempo y que parecen estar dejando huella psicológica, hasta el punto de poder hablar, sin excesivo escándalo, del morador de la gran ciudad como de un espécimen «suficientemente autónomo».
La ciudad parece haber echado vuelta atrás, para cerrar de nuevo el círculo: ahora no es el espacio para vivir dignamente, sino la caverna del cazador paleolítico. Las calles tienen más parecidos a laberintos zigzagueantes que a lugares de tránsito, y los barrios suburbanos no son más que enjambres donde habita el cazador. Es la ciudad industrial, por su misma connotación, una aglomeración y equipamiento de cosas que hacen del colectivo humano un esquizofrénico del caos y el desorden físico-estructural.
La tendencia de la ciudad moderna, está encaminada a lograr una base económica, un desarrollo en infraestructuras, una superación de los espacios bajos, por los rascacielos. Convertir los núcleos urbanos, cómodos y agradables, en refugios de la especie humana. Hacer de sus habitantes seres individuales, anónimos entre la muchedumbre; a engendrar una ideología alienante del desapercibido e instrumentalizado hombre urbano. Realmente, la ciudad moderna no es más que una serie de contradicciones puestas en el tapete -¿cemento?- para que el individuo anónimo, en su pasado y presente, no se percate de la dinámica que lo une y lo desata como marioneta de un guiñol italiano.