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El mundo visto desde Roma
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Semana Internacional -
24 de junio de 2006


--ACTUALIDAD--
Disminuye el trabajo infantil
La visión del amor de Benedicto XVI
La cuestión ética ante el futuro del Estado democrático

 




 



Disminuye el trabajo infantil
Los datos muestran una tendencia esperanzadora

GINEBRA, sábado, 24 junio 2006 (ZENIT.org).- El 12 de junio la Organización Internacional del Trabajo (OIT) celebró el Día Mundial contra el Trabajo Infantil. La OIT organizó una serie de actos en Ginebra, dentro del encuentro anual de la organización.

«Muchos han afirmado que el trabajo infantil siempre lo tendremos», afirmaba Juan Somavia, Director General de la OIT, en una nota de prensa el 7 de junio. «Pero el movimiento mundial en contra del trabajo infantil les está quitando la razón».

«La Eliminación del Trabajo Infantil: un Objetivo a nuestro Alcance» es el título de un informe de la OIT publicado para coincidir con el día mundial de este año. Comienza observando cómo, hace cuatro años, la OIT desarrolló una serie de estadísticas que permitieran una visión clara sobre la extensión del problema. Usando esta metodología, las estadísticas del informe muestran que el número de niños trabajadores disminuyó caído en un 11% en los últimos cuatro años.

Más esperanzador ha sido el hecho de que el descenso tenga lugar en los trabajados más perjudiciales para los niños. El número de niños en este tipo de trabajos disminuyó en total en un 26%, y en un 33% en el grupo de edad de 5 a 14 años.

En términos geográficos, en América latina y el Caribe es donde se ha dado el mayor progreso. En esta zona, el número de niños trabajando bajó en dos tercios en los últimos cuatro años, y ahora apenas el 5% de los niños están trabajando. El menor progreso se ha dado en el África subsahariana, donde el nivel de trabajo infantil todavía sigue siendo alto.

Millones de pequeños siguen trabajando
No obstante, a pesar de este progreso, un gran número de niños todavía siguen trabajando. En el 2004 – el último año del que se utilizan cifras en el informe – había 218 millones de niños atrapados en el trabajo infantil. De estos, 126 millones en trabajos perjudiciales.

La OIT no busca una prohibición absoluta contra cualquier forma de trabajo por parte de los niños. De hecho, los datos de 2004 estiman que cerca de 317 millones de niños, entre 5 y 17 años, son económicamente activos, de los que 218 millones podrían considerarse niños trabajadores,

Divididos por grupos de edad, en el grupo de los 5 a 14 años, hay 166 millones de niños trabajadores, y 74 millones en trabajos peligrosos. Los chicos siguen estando más afectados que las chicas por el trabajo infantil, especialmente por el peligroso. La diferencia se acentúa con el aumento de edad.

El trabajo infantil que las leyes internacionales prohíben se engloba en tres categorías:

- Las peores formas, definidas como esclavitud, tráfico, servidumbre por deudas y otras formas de trabajo forzado. Esto incluye el reclutamiento forzado de niños para usarlos en los conflictos armados, prostitución y pornografía, y otras actividades ilícitas.

- El trabajo desarrollado por un niño que no tiene el mínimo de edad indicado para dicha clase de trabajo, lo que impide la educación y pleno desarrollo del niño.

- El trabajo que compromete el bienestar físico, mental o moral del niño, sea por su naturaleza o por las condiciones en las que se lleva a cabo. Es el conocido como «trabajo peligroso».

El porqué de la disminución
Según la OIT, el progreso obtenido es el resultado de muchos años de trabajo sobre el tema. En 1992 se lanzó el Programa Internacional para la Eliminación del Trabajo Infantil. Hoy, el programa recibe fondos de unas 30 naciones y actúa en 80 países. De hecho se trata del mayor programa de cooperación técnica de la OIT.

Otro elemento de esta reducción del trabajo infantil ha sido la formulación de un cierto número de convenios sobre el tema. La Declaración Relativa a los Principios y Derechos Fundamentales en el Trabajo de la OIT se adoptó en 1998. El texto incluía la eliminación del trabajo infantil como uno de los cuatro principios fundamentales que los miembros de la OIT entendían que había que respetar.

A esto siguió el Convenio sobre las Peores Formas de Trabajo Infantil, en 1999. Este documento, conocido como el Convenio No. 182, ha sido ratificado por 158 países. Otro documento, el Convenio sobre la Edad Mínima, de 1973 y conocido como Convenio No. 138, ha sido ratificado por 77 naciones más desde 1999.

La OIT indicaba que también ha sido importante el trabajo de parlamentarios, organizaciones no gubernamentales, consumidores y la opinión pública en general a la hora de lograr progresos en la reducción de niños en la fuerza laboral.

Reducir la práctica del trabajo infantil, observa el informe, no es algo que ocurra de forma aislada del resto de la sociedad. El desarrollo económico es importante, y el progreso ha sido más lento donde dicho desarrollo se ha retrasado.

De igual forma, es necesario que los países afronten este problema con una serie de políticas relativas a la igualdad, a los derechos humanos, al trabajo decente para todos los adultos, y a la educación para todos los niños. La OIT también observaba que tanto las organizaciones patronales como sindicales juegan un papel decisivo en la lucha contra el trabajo infantil.

Otro factor clave, en el campo de la educación, es el nivel de asistencia a la escuela. La educación obligatoria impone límites a las horas laborales y a la naturaleza y condiciones del trabajo, indica el informe. En muchos países el establecimiento de la escolarización universal hasta la edad de 14 años ha significado una desaparición efectiva del trabajo infantil, observaba la OIT. Citando los ejemplos de Brasil y China, el informe indicaba que el progreso en la reducción del trabajo infantil es mayor cuando se combina el desarrollo económico con la reforma educativa.

El tipo de producción económica también influye en el grado de trabajo infantil. Cuanto mayor es el porcentaje de la agricultura en el producto interior bruto, mayor es la incidencia de trabajo infantil.

El mensaje de la Iglesia
La Iglesia se ha opuesto desde hace mucho tiempo a los abusos cometidos a través del trabajo infantil. De hecho, la primera encíclica social, la «Rerum Novarum» del Papa León XIII en 1891, condenó la práctica. En una cita incluida en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (No. 296), León XIII indicaba que no debería ponerse a trabajar a los niños antes de que sus mentes y cuerpos se desarrollaran suficientemente.

El Compendio en el No. 296 indica: «El trabajo infantil, en sus formas intolerables, constituye una clase de violencia que es menos obvia que otras, pero no por esa razón menos terrible».

El Compendio observa que en algunas situaciones la aportación económica hecha por los niños al trabajar puede ser indispensable para las familias y los países. No obstante, la Iglesia condena la explotación de los niños en situaciones que son una forma de verdadera esclavitud.

Los niños son el futuro de una nación y, por lo mismo, se les debe proporcionar alimento, educación, sanidad y derechos, indicaba el padre Jose Vattakkuzhy, secretario ejecutivo de la Comisión del Trabajo de la Conferencia Episcopal India, en una declaración el 12 de junio con motivo del día mundial del trabajo.

En una declaración publicada en la Indian Catholic News Service, el padre Vattakkuzhy observaba que la India ocupa el primer puesto en el mundo en utilización de mano de obra infantil. La pobreza es una de las causas, pero la ruptura de familias y «los sustitutos de los cabezas de familias» también juegan su papel. Cuando las familias se ven afligidas con problemas de alcohol o de drogas, enviar a los niños a trabajar suele verse como la solución a la necesidad de dinero, explicaba.

«Podemos dar a estos niños una vida mejor», concluía. Poco a poco, el mundo parece estar de acuerdo con esto.
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La visión del amor de Benedicto XVI
Algunas reflexiones sobre «Deus Caritas Est»

ROMA, sábado, 24 junio 2006 (ZENIT.org).- Las muchas facetas de la caridad cristiana están siendo explorado en una serie de artículos en el periódico semioficial del Vaticano, L’Osservatore Romano. Esta serie consiste en reflexiones sobre la encíclica de Benedicto XVI, «Deus Caritas Est».

El cardenal Renato Martino, presidente del Pontificio Consejo Justicia y Paz, abrió la serie el 10 de mayo. «La verdad une a las personas porque las libera de opiniones individuales», escribía. «El amor une a los hombres porque les hace superar los egoísmos individuales». El cristianismo anuncia qu . «la Verdad es el Amor», añadía el cardenal.

Esto lleva a la conclusión de que el cristianismo es la religión de la comunidad, y de la unidad de la raza humana. Éste, afirmaba el cardenal Martino, es el mensaje central de la encíclica.

Al aceptar el mensaje de que Dios es amor, las personas tienen una base común sobre la que construir para superar las diferencias y salir de sí mismos. El amor de Dios no sólo nos revela nuestra propia dignidad, escribía el cardenal, sino que también nos ayuda a comprender que otros poseen la misma dignidad.

«La sociedad humana», indicaba el cardenal, «no nace de la ‘lucha mutua por el reconocimiento’, sino de la experiencia de ser amados, que nos permite amar a los demás».

La caridad, de hecho, es la principal aportación que la Iglesia hace a la comunidad humana, afirmaba el cardenal. El matrimonio y la familia, las relaciones entre naciones y la lucha contra la pobreza son sólo algunas de las áreas que ilumina la caridad.

Valor clave
El 13 de mayo, Mons. Giampaolo Crepaldi, secretario del Pontificio Consejo Justicia y Paz, exploraba las relaciones entre la doctrina social de la Iglesia y la caridad. Es de suma importancia, observaba, que la primera encíclica social, «Rerum Novarum», terminara con un himno a la caridad.

Según Mons. Crepaldi, toda la doctrina social de la Iglesia «puede y debe verse como la expresión del amor cristiano». Esto es verdad incluso para toda la moralidad cristiana, que tienen su centro en la caridad. En este sentido, explicaba, se debería concebir la caridad no sólo como un añadido, sino más bien como algo que impregna el conjunto de la vida cristiana.

La caridad también tiene un importante papel que jugar en relación con la justicia. La caridad no suplanta a la justicia, sino que la pule. «El amor», comentaba el secretario del pontificio consejo, «no se yuxtapone a la justicia, sino que hace que respire mejor y, al hacerlo, permite a la justicia ser ella misma sin incurrir en el riesgo de suplantarla».

El 24 de mayo tomó el relevo en los comentarios a la encíclica uno de los obispos auxiliares de Roma, Mons. Rino Fisichella. La verdad del amor cristiano, sostenía, es un desafío a la actual tendencia hacia el relativismo.

Benedicto XVI observa en su encíclica que el amor de Dios por nosotros nos presenta cuestiones fundamentales sobre quién es Él y quienes somos nosotros, escribía Mons. Fisichella. La sociedad moderna, sin embargo, corre el riesgo de equivocarse sobre la naturaleza del amor, con graves consecuencias sobre la forma de llevar nuestras vidas. Uno de los riesgos es reducir el amor sólo a su nivel emotivo. Pero el amor, apunta la encíclica, no sólo consiste en sentimientos, que van y vienen.

Otro error es considerar el amor sólo como una pasión – eros. Con esta postura, el amor se convierte en un escape del ejercicio de la responsabilidad y se hunde al nivel de los instintos. El amor contiene elementos de sentimientos y de pasión, explicaba Mons. Fisichella, pero esto son sólo parte de una etapa inicial.

El error del relativismo
Tras estos dos conceptos equivocados de amor subyace un error aún más insidioso: el relativismo. Esta actitud se suele ocultar bajo la forma de expresar respeto por los demás, con términos como «tolerancia», «diálogo» y «libertad». El relativismo, de hecho, puede mimar el mismo concepto de verdad. En lugar de ayudar a quien lo propone a alcanzar una comprensión coherente de sí mismo y del mundo, lo deja en un continuo estado de duda.

Aunque no trata explícitamente el tema del relativismo, «Deus Caritas Est» argumenta en contra de los errores contenido en dicha ideología, comentaba Mons. Fisichella. La encíclica afirma la unidad de la persona humana, por ejemplo, una unidad de cuerpo y espíritu que no reduce el amor a una mera expresión física.

El cristianismo también revela otra dimensión del amor, en el sacrificio de Cristo en la cruz. En este acto el amor se convierte en la expresión de la libertad de dar la vida unos por otros. La libertad, por tanto, no es el resultado de algún derecho que busca imponerse sobre los demás y sobre la sociedad. Por el contrario, la libertad sólo alcanza su plena realización cuando renuncia a sus propios derechos, y da expresión al ofrecimiento de amor frente a las necesidades de los demás.

Pero sólo es posible esta donación hecha en amor si evitamos caer en el error del egoísmo, observaba Mons. Fisichella. Y podemos evitar el egoísmo desde el momento en que comprendemos la verdad sobre nosotros mismos y sobre los demás.

La plaza pública
Volviendo a la cuestión de las relaciones de la Iglesia con el orden político, el cardenal Angelo Scola reflexionaba sobre el papel de la caridad en la construcción de un orden social justo. En su comentario publicado el 7 de junio, el Patriarca de Venecia indicaba que los países desarrollados pueden sufrir la tentación de pensar que pueden construir organizaciones y sistemas de gobierno tan perfectos que las personas no necesiten preocuparse ya de su propia moralidad personal.

Sin embargo, el Papa advierte en su encíclica que «no hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor» (No. 28). La política, siendo una actividad humana, necesita purificarse por medio de un encuentro con Cristo. De ahí que la Iglesia tenga un papel que jugar al mantener una actividad política, pero sin intentar ocupar el lugar del estado.

Este papel se revela de diversas formas: a través de la enseñanza; a través del trabajo y el ejemplo de los cristianos en sus vidas diarias; y a través de las organizaciones de caridad de la Iglesia.

Mons. Paul Cordes, presidente del Pontificio Consejo «Cor Unum» explicaba, en un artículo publicado el 14 de junio, que la caridad también tiene su parte en la tarea de la evangelización.

La contemplación de las implicaciones del hecho de que «Dios es amor» nos lleva al corazón de nuestra fe, y nos revela la verdad y la belleza del Todopoderoso, comentaba Mons. Cordes. A este punto, no podemos escapar de la necesidad de comunicar el mensaje divino a los demás. Y el contenido de este mensaje convierte al mensajero en un apóstol.

Todos los cristianos, observaba Mons. Cordes, tienen la obligación de ayudar a los demás y de propagar el mensaje evangélico. Y aunque es vital ofrecer ayuda material, la mayor necesidad que tiene la humanidad es espiritual. Las raíces más profundas de la miseria y el sufrimiento residen en nuestra separación de Dios y en la necesidad que tenemos de ser perdonados y de ser amados.

Cada uno de nosotros, por tanto, está llamado a dar testimonio del amor que Jesús tiene por cada uno, comentaba Mons. Cordes. De esta forma, toda labor de caridad trae consigo un mensaje de fe. De hecho, la fe no puede permanecer sin ser transmitida en buenas obras. La fe es el cimiento de los actos de caridad.
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La cuestión ética ante el futuro del Estado democrático
Según el cardenal Antonio María Rouco Varela

MADRID, sábado, 24 junio 2006 (ZENIT.org).- El cardenal Antonio María Rouco Varela, arzobispo de Madrid, fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad CEU San Pablo, en un acto celebrado el pasado viernes 23 de junio y que contó con la presencia de numerosas personalidades. Reproducimos la conferencia que pronunció el cardenal sobre la ética en el Estado democrático de Derecho, publicada por el semanario Alfa y Omega.

 

* * *



Permítanme, en primer lugar, manifestar mi más profundo y sentido agradecimiento al muy estimado señor Gran Canciller y, en su persona, a la querida Universidad CEU San Pablo, por el honor que me concede al investirme hoy como Doctor Honoris Causa. Quisiera expresar también mi gratitud al excelentísimo señor Rector por sus cordiales palabras de acogida, y al profesor don Dalmacio Negro Pavón, que ha tenido la delicadeza de ofrecernos una valoración de mi labor académica, especialmente en el campo de la Teología del Derecho, en la que ha ido más allá de lo que mi persona merece.

Desde hace muchos años, me he sentido muy unido a la Universidad CEU San Pablo, con lazos de amistad personal y, no en último lugar, por gozosas razones pastorales. Es un honor para mí, ciertamente inmerecido, a la vez que es una gran alegría el ser recibido en el Claustro de esta Universidad a la que seguiré prestando, desde ahora con más motivos, mi colaboración y apoyo.
Haciendo memoria de mi ya lejana dedicación universitaria, y ante el momento presente –al que tiene que mirar la Universitas–, me pareció oportuno, y, en nuestros días, urgente, llamar la atención sobre la necesidad de iniciar una reflexión acerca de la cuestión ética ante el futuro del Estado democrático de Derecho.

La evocación de la Historia

En el capítulo de la historia del Estado y de las teorías políticas que lo han sustentado en los dos últimos siglos, marcados por la Ilustración, la cuestión del control jurídico del ejercicio de la autoridad pública ha ocupado un lugar sistemáticamente preeminente. La superación efectiva de la idea y de la realidad misma del poder absoluto, propio de las monarquías europeas del Antiguo Régimen, había constituido el objetivo por excelencia del pensamiento y de la acción política de todos los ilustrados europeos, antes y después de la gran convulsión histórica representada por la Revolución Francesa. El instrumento conceptual y teórico-jurídico que se emplea, bien conocido de todos, es el de la teoría de la división de poderes –el legislativo, el ejecutivo y el judicial– y de su mutuo control, expresado en un nuevo ordenamiento constitucional del Estado. El posible significado de la conciencia moral en la forma de asumir y de ejercitar la autoridad, fuese por medio de las leyes, de las decisiones de Gobierno o de la jurisprudencia, quedaría relegado progresivamente a un plano sin relevancia positivo-jurídica, cuando no negado escéptica y/o irónicamente.

La concepción del poder político se autonomiza cada vez más como una categoría amparada, en el mejor de los casos, por la fuerza sociológica. El respeto a las exigencias más básicas y elementales de la justicia, tal como las percibían el sentido común y el instinto ético del pueblo, se creían y esperaban encontrar salvaguardadas a través del primado jurídico de la ley u ordenamiento constitucional, al que habrían de someterse todos los poderes del Estado, y del principio formal de la soberanía popular. No hizo falta llegar a las tragedias históricas del constitucionalismo centroeuropeo del primer tercio del siglo XX, del cual es ejemplo excepcional la Constitución de la República de Weimar, para que se llegase a la conclusión práctica de que no hay seguridades jurídico-formales suficientes que puedan impedir por sí mismas, automáticamente, las transgresiones y las crisis constitucionales. Ante las inmensas ruinas materiales, espirituales y morales que dejó detrás de sí la Segunda Guerra Mundial y su relativo fracaso histórico, desde el punto de vista de la derrota total de los totalitarismos políticos –la Unión Soviética los continuaría encarnando dentro de ella misma y en sus Estado-satélites durante cuarenta y cuatro largos y ominosos años, hasta 1989, si bien con intensidad decreciente–, la pregunta que se alzaba lacerantemente ante la opinión pública mundial, al filo de los años cincuenta del pasado siglo, era cómo salvar y garantizar un orden de justicia en todos los Estados u ordenamientos políticos capaz de librar al hombre de la violación sistemática de sus derechos más elementales, y a la Humanidad de la guerra y de la lucha del todos contra todos: de la terrible máxima del homo homini lupus.

Se creyó encontrar la respuesta en un nuevo desarrollo jurídico-positivo del Derecho internacional en torno a la Organización de las Naciones Unidas y a su Declaración Universal de los Derechos Humanos. El Estado democrático de Derecho encontraría su último y efectivo sostén en el Derecho internacional. ¿Habría finalmente triunfado la doctrina sobre el valor universal del derecho de gentes –del ius gentium– con la que los maestros de la Escuela de Salamanca responden en los siglos XVI y XVII al doble y formidable reto del descubrimiento del Nuevo Mundo y del nacimiento de los Estados nacionales, a renglón seguido de la crisis irreversible de la cristiandad europea? Tristemente, no. Los maestros salmantinos fundaban su teoría del ius gentium en el derecho y la ley natural, inscrita por Dios en el ser personal y social del hombre, y reconocible objetivamente por éste en el sagrario de la conciencia como una exigencia ética primordial. Las Naciones Unidas, en cambio, y las teorías políticas y jurídicas que las inspiraban no pretendían –ni parece que pretendan hasta el momento– superar el plano doctrinal y moral del puro positivismo jurídico, de la teoría pura del Derecho –la reine Rechtslehre– de Hans Kelsen.

El proyecto y el programa de las Naciones Unidas suponía, con todo, un avance considerable en el camino de la paz y de una nueva civilización digna del hombre; pero claramente insuficiente, como se ha puesto de manifiesto a la luz de lo que ha venido ocurriendo en el escenario político del mundo en las últimas décadas. En los umbrales del nuevo siglo y del nuevo milenio resulta inevitable hacer dos constataciones: los derechos fundamentales de la persona humana, especialmente los más significativos y decisivos, como son el derecho a la vida, a la libertad religiosa y de conciencia y el Derecho al matrimonio y a la familia, junto con el principio y el valor del bien común o, lo que es lo mismo, el postulado ético de la solidaridad, se encuentran en profunda crisis tanto en el plano nacional como internacional. Crisis que puede arrastrar consigo –quiérase o no– la crisis del Estado mismo de Derecho tal como fue surgiendo y consolidándose en la segunda mitad del siglo XX. Porque no se trata sólo de infracciones y de incumplimientos de sus contenidos básicos, cometidos y/o consentidos en la práctica con peor o mejor conciencia, sino de su puesta en duda intelectual y cultural, y hasta de su negación teórica. Es decir, nos encontramos ante su cuestionamiento no sólo de hecho, sino de su razón de ser: de su cuestionamiento doctrinal.

Presupuestos éticos, pre-políticos

Ya en los años sesenta del pasado siglo un famoso teórico alemán del Derecho, luego magistrado del Tribunal Constitucional de Alemania, Ernst Wolfgang Böckenförde, planteaba la pregunta de «si el Estado libre y laico –secularizado– no se alimenta de presupuestos normativos, que él mismo no puede garantizarse». Los ecos de ese interrogante han llegado con creciente resonancia hasta nuestros días: hasta el ya famoso diálogo Jürgen Habermas–Joseph Ratzinger, que tuvo lugar, el 19 de enero de 2004, en la Academia Católica de Baviera.

Ambos autores coinciden en que el Estado democrático de Derecho precisa para su subsistencia de fundamentos que trasciendan un desnudo formalismo jurídico, máxime en un momento histórico –que Habermas califica como post-secular– caracterizado por el hecho de que en las sociedades más prósperas, es decir, las euro-americanas, se está asistiendo a un fenómeno cultural sorprendente: el de que el dominio de las respuestas inmanentistas y agnósticas, en el debate intelectual y en la realidad social vivida, comienza a ser relevado por un pluralismo de visiones del hombre y del mundo en el que la religión ocupa un puesto creciente en la estima popular, aunque a veces aparezca planteada, más allá incluso de la metafísica, en forma de nostalgia o de búsqueda inquieta de una solución trascendente para los grandes interrogantes de la existencia, es decir: en la forma de una respuesta genuinamente religiosa.

La irrupción del fundamentalismo islámico en el marco social, político y cultural de las sociedades, otrora cristianas y luego laicistas, viene a reafirmar a los dos pensadores antes citados en la tesis de la necesidad de un proceso comunicativo y de formación de la conciencia pública en el que deben intervenir la razón y la fe al unísono y, consiguientemente, la experiencia secular y la vivencia religiosa de la vida para llegar a precisar los contornos éticos mínimos e irrenunciables de lo que significan los principios sustentadores de la dignidad de la persona humana, de sus derechos fundamentales y de sus deberes de solidaridad en función del bien común nacional e internacional. Para lograrlo, habrían de evitarse lo que Ratzinger llama las patologías de la razón –bien manifiestas en la historia social, política y cultural del siglo XX– y, también, las patologías de las religiones, patentes hoy, sobre todo en el fundamentalismo islámico.

Detrás del lúcido diagnóstico histórico y, sobre todo, del análisis del presente europeo, que emerge del diálogo de Habermas y Ratzinger, se esconde una evidente preocupación de cara al futuro del Estado libre y democrático de Derecho. Por parte de la opinión pública europea, especialmente de sus sectores dirigentes, ¿se ha caído en la cuenta de la nueva y agudizada aparición de esos factores intelectualmente y políticamente disolventes, a los que hemos aludido, capaces de poner de nuevo en peligro el orden jurídico construido sobre el respeto a la dignidad inviolable de la persona humana, a sus derechos fundamentales, anteriores al poder del Estado y a su ordenamiento constitucional, y sobre la defensa y promoción libre y solidaria del bien común?

De nuevo circulan y se propugnan teorías antropológicas y visiones del mundo y de la vida en las que no queda sitio, no ya para una tabla de valores normativos indiscutibles sobre los que fundamentar la convivencia y la cooperación social, sino que tampoco lo hay para una concepción o una idea elementalmente nítida de la verdad del hombre. ¿Qué es ser hombre? ¿Quién es hombre? ¿Cuándo comienza y en qué consiste el ser humano, la persona humana? Lo único que vale para estas nuevas antropologías sociales, de un positivismo y pragmatismo radicales, es el uso práctico de una metodología social que averigüe e imponga lo que conviene a los más fuertes; es decir, el método sociológico de la dictadura del relativismo, como denunciaba en su famosa y clarividente homilía de apertura del Cónclave en abril del pasado año el cardenal Ratzinger. El riesgo máximo para la subsistencia de un ordenamiento libre y democrático de la comunidad política llega cuando esa teoría del absoluto relativismo ético se constituye en doctrina justificadora de la actuación del Estado, dispuesto a convertirse en la última instancia de los principios normativos de la ética pública, cuando no de la moral privada. Si, además, trata de enseñarlos obligatoriamente a través del sistema educativo, por encima de los derechos de los padres y de los alumnos, el peligro resulta extraordinariamente preocupante.

Urgencias de la hora presente

Ante esta situación, la apelación intelectual y el reclamo social de reconstituir procesos y cauces de intercomunicación entre los grupos y agentes que crean pensamiento, formas de ver la vida y hábitos culturales –entre los que hay que contar ineludiblemente a las instituciones religiosas–, en orden al reconocimiento lo más amplio y hondo posible de los principios éticos y los valores normativos de los que depende la suerte del hombre y de la Humanidad, sobreponiéndose a las pretensiones del poder y de las veleidades y modas sociológicas, son de una urgente y vital importancia para el futuro de las sociedades europeas; y, no en último lugar, de la española.
En Europa –y, por supuesto, en España– parece evidente que los dos grandes protagonistas de ese imprescindible proceso de diálogo cultural en el amplio sentido de la expresión han de ser el pensamiento laico –que no el laicismo ideológico– y el pensamiento cristiano: situados ambos ante el desafío históricamente formidable del fundamentalismo islámico, que les afecta al menos por igual. Presupuesto jurídico y político ¡conditio sine qua non! para que este método dialogal pueda llevarse a cabo y fructificar en la configuración de la conciencia social y en el ordenamiento constitucional de la comunidad política, es el respeto escrupuloso al derecho a la libertad religiosa y de todas sus connotaciones individuales, sociales e institucionales, que incluyen y presuponen, naturalmente, la libertad general de opinión y de expresión públicas, salvo el límite último de las exigencias de lo que la tradición filosófico-jurídica más común llama el orden público.

Y, desde luego, si no se impone un freno dialéctico o se excluye expresamente el tema del debate y la discusión intelectual del problema, se llegará con toda seguridad –la que se sigue de la lógica más auténtica– a la cuestión de Dios como fundamento último del orden moral, en el que, a su vez, están insertos y descansan el Derecho y el Estado. Juan Pablo II, en su libro póstumo Memoria e identidad, una honda y comprometida reflexión teológica sobre la historia del siglo XX al hilo de la experiencia espiritual y pastoral de la propia vida, expresada en el género literario de la conversación –al filo de dos milenios, lo subtitula él–, llega al siguiente juicio sobre el racionalismo antropológico y jurídico inmanentista: «Todo esto, el gran drama de la historia de la Salvación, desapareció de la mentalidad ilustrada. El hombre se había quedado solo; solo como creador de su propia historia y de su propia civilización, solo como quien decide por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo, como quien existiría y continuaría actuando etsi Deus non daretur, aunque Dios no existiera. Pero si el hombre por sí solo, sin Dios, puede decidir lo que es bueno y lo que es malo, también puede disponer que un determinado grupo de seres humanos sea aniquilado. Determinaciones de este tipo se tomaron, por ejemplo, en el Tercer Reich por personas que, habiendo llegado al poder por medios democráticos, se sirvieron de él para poner en práctica los perversos programas de la ideología nacionalsocialista, que se inspiraba en presupuestos racistas. Medidas análogas tomó también el Partido Comunista en la Unión Soviética y en los países sometidos a la ideología marxista».

¡Un texto memorable para esa nueva andadura ética y religiosa que necesitan urgentemente Europa y, sin duda alguna, España! El futuro de la democracia libre y solidaria como marco cultural y jurídico para la construcción de una Unión Europea políticamente sólida y para el destino de una España unida humana, espiritual y socialmente, depende en una decisiva medida de saber volver a sus raíces cristianas, en diálogo abierto con el laicismo de la mejor tradición humanista, no ausente de la historia contemporánea de España, como no lo ha estado de la de Italia, con la que compartimos situaciones culturales, espirituales y religiosas muy semejantes. Véase, si no, la otra obra, fruto del diálogo entre el profesor Pera y el mismo cardenal Ratzinger, de mayo de 2004: Senza radici. Europa. Relativismo. Cristianesimo. Islam.

Martín Heidegger, el filósofo del intelectualmente más autosuficiente existencialismo, tenía que reconocer al final de su vida, en 1976: Nur Gott kann uns noch retten: Sólo Dios puede todavía salvarnos. Recurrir a la oración para despejar y abrir generosa y magnánimamente mentes y corazones, a la hora de proponerse sin demora y de alcanzar ese objetivo históricamente urgente e ineludible de poner renovados fundamentos éticos a la sociedad y al Estado entre nosotros, europeos y españoles del siglo XXI, es un medio al alcance de todos y de una probada eficacia.

+ Antonio Mª Rouco Varela
ZSI06062403

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