Domingo 12 del Tiempo ordinario
El mar, en numerosos pasajes de la Escritura, representa el lugar de las
fuerzas adversas; por ello, infunde temor. Pero el poder del mar, de lo
hostil, no es un poder absoluto. Dios puede dominarlo. En el Libro de
Job, Dios aparece como aquel que “cerró el mar con una puerta” y que
le impuso un “límite con puertas y cerrojos” (cf Job 38, 1.8-11).
El pasaje evangélico que recoge San Marcos tiene como escenario el Mar
de Galilea, llamado también lago de Genesaret. Es un lago de agua dulce
de unos 21 km. de largo por 12 de ancho, con una profundidad que llega a
los 40 metros. Del Mediterráneo, que está a unos 40 km. de distancia del
lago, llegan los vientos dominantes que, a veces, soplan con fuerza y
forman torbellinos, debido a los bruscos cambios de presión. Cuando esto
sucede, se desencadenan tormentas breves pero violentas, con olas que
ponen en aprieto a las barcas que surcan las aguas (cf F. Varo, “Rabí
Jesús de Nazaret”, Madrid 2005, 19-20).
Podemos pensar que la tempestad que relata San Marcos es una de estas
tormentas: “una gran tempestad de viento, y las olas se echaban encima
de la barca, hasta el punto de que la barca ya se inundaba” (Marcos
4, 37). No es de extrañar que los discípulos que iban en la barca se
alarmasen. Quizá lo que más miedo les daba es que Jesús estuviese
durmiendo; de ahí el reproche que le dirigen: “Maestro, ¿no te importa
que perezcamos?”.
Jesús doblega con el imperio de su voz al viento y al mar; a las fuerzas
hostiles. Manifiesta así su poder divino, porque sólo Dios puede poner
“puertas y cerrojos” al mar. El milagro de la tempestad calmada
testimonia que Él es el Hijo de Dios; que obra con el poder de Dios (cf
Catecismo de la Iglesia Católica, 548). Es esta autoridad de
Cristo lo que causa el sobrecogimiento de los discípulos, que se llenan
de temor y se preguntan unos a otros: “¿Quién es éste, que hasta el
viento y el mar le obedecen?” (Marcos 4, 41).
Cuando este texto evangélico se escribió parece que la naciente
comunidad cristiana experimentaba grandes persecuciones y dificultades,
y el miedo se iba apoderando de esos primeros cristianos. De ahí que
recordasen este episodio de la vida del Señor, en el que Cristo vence la
hostilidad del mar encrespado.
Las dificultades, las persecuciones, el miedo, incluso el pecado, no
están nunca del todo ausentes de la vida de los que formamos la Iglesia.
En el Via Crucis de Roma, de 2005, el Cardenal Ratzinger, hoy
Benedicto XVI, oraba con estas palabras: “Señor, frecuentemente tu
Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse, que hace aguas por
todas partes. Y también en tu campo vemos más cizaña que trigo. Nos
abruman su atuendo y su rostro tan sucios. Pero los empañamos nosotros
mismos. Nosotros somos quienes te traicionamos, no obstante los gestos
ampulosos y las palabras altisonantes. Ten piedad de tu Iglesia: también
en ella Adán, el hombre, cae una y otra vez. Al caer, quedamos en tierra
y Satanás se alegra, porque espera que ya nunca podremos levantarnos;
espera que tú, siendo arrastrado en la caída de tu Iglesia, quedes
abatido para siempre. Pero tú te levantarás. Tú te has reincorporado,
has resucitado y puedes levantarnos. Salva y santifica a tu Iglesia.
Sálvanos y santifícanos a todos”.
Necesitamos fe, para no contemplar solamente lo que nos parece “una
barca a punto de hundirse”, sino, sobre todo, para centrar nuestra
mirada en Jesucristo, que no abandona nunca a su Iglesia. Es el
encuentro personal con Él lo que hace nuevo todas las cosas (cf 2
Corintios 5, 14-19), lo que transforma la tormenta en suave brisa,
lo que enmudece las olas del mar.
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