Un valor
emergente en el conjunto de la sociedad actual es el de la
tolerancia respecto a la diferencia. Vivimos en sociedad de
tipo heterogéneo, donde coexistimos ciudadanos con opciones vitales
distintas.
La capacidad para
aceptar la opción del otro como una opción legítima dentro del cuerpo
social es lo que denominamos tolerancia y éste es un valor que ocupa un
lugar muy relevante en la pirámide axiológica de nuestras sociedades
mediterráneas.
Naturalmente que
existen grupúsculos intolerantes y que se percibe prácticas intolerantes
en el conjunto social, algunas de ellas magnificadas en los medios de
comunicación audiovisual, pero, en términos generales, la tolerancia
crece, especialmente en algunos ámbitos.
Los jóvenes, por
ejemplo, aparecen más tolerantes que los adultos. Se han acostumbrado a
vivir en la pluralidad y viven con cierta comodidad en este mundo,
mientras que las generaciones mayores tienen más dificultades para
situarse en una sociedad heterogenia porque proceden de un mundo
globalmente homogéneo.
Con todo,
esta tolerancia tampoco es de carácter universal, sino que es muy
selectiva. Se tolera, por ejemplo, la homosexualidad con mucha más
facilidad que el Islam. Entre los ciudadanos jóvenes, se
toleran determinadas opciones políticas, pero otras son consideradas
vergonzantes y se milita una cierta intolerancia para con ellas.
Se trata, pues,
de una tolerancia selectiva. Tampoco se puede caracterizar como una
tolerancia ilimitada. Todo lo contrario. Se percibe una tolerancia
limitada, condicionada, lo que significa que no vivimos en una sociedad
totalmente permisiva, contra lo que frecuentemente se afirma. No se
tolera, por ejemplo, la guerra, la violencia de género o la explotación
del otro.
En términos
generales, los jóvenes respetan la diversidad de modos de vivir y de
ejercer el oficio de ser hombre y de ser mujer y tienen un grado de
permisividad muy elevado en las prácticas cotidianas y en las
costumbres, pero no absoluto. Esta permisividad tiene un límite que es
la violencia.
En algunos
problemas bélicos de carácter internacional, esta tolerancia cero se ha
expresado nítidamente. Los jóvenes rehúsan rotundamente la violencia
como fuente de resolución de conflictos y apuestan por la cultura de la
paz y del diálogo.
A menudo, se
construyen audiovisualmente imágenes violentas de la juventud que no
representan la totalidad, sino una parte mínima y radical de la misma.
En muchos
análisis de la sociedad actual, se ha definido al ciudadano postmoderno
como un sujeto hedonista que se mueve, esencialmente, por el impulso del
placer, por la búsqueda del confort y del bienestar físico, psíquico y
social. El bienestar se convierte, de este modo, en el horizonte de
sentido, en lo que da valor a sus prácticas y, naturalmente, a sus
esfuerzos.
No me parece
correcto afirmar que el hedonismo constituye la dinámica fundamental de
nuestras sociedades, aunque es posible detectar muchos ejemplos de ello,
pero se observan también prácticas que no obedecen única y
exclusivamente a la voluntad de placer, sino a otros fines.
No cabe duda de
que vivimos en sociedades fragmentadas e individualistas, donde el
individuo experimenta una profunda soledad y un desarraigo respecto a
las colectividades. El colectivismo ha dado paso a un individualismo
exagerado, donde cada sujeto se convierte en una individualidad que
tiene como fin esencial realizar sus horizontes vitales.
Se detecta una
grave crisis del sentido de pertenencia y se constata, de modo
creciente, una fragmentación de orden social que afecta a todas las
esferas: la educativa, la laboral, pero también la religiosa.
Conciencia del yo, cuidado del yo, preocupación por lo propio:
he aquí los rasgos de este individualismo que no significa negación del
otro o indiferencia respecto a sus problemas, pero en él el otro ocupa
un lugar secundario, no sólo él, sino cualquier colectividad.
Olvido del otro,
del otro-hombre, como diría Emmanuel Levitas. En este sentido, vivimos
en una cultura autocéntrica, donde el autos, el yo-mismo
se convierte en el objeto central de reflexión y de ocupación.
Pensar en el yo, vivir conforme al yo, desarrollar los planes del yo.
Esta cerrazón en
el propio yo, esta tendencia a la opacidad plantea un desafío de primer
orden a la ética que, por definición, es un movimiento de salida hacia
al otro, de don, de movimiento heterocéntrico. La experiencia ética es,
por definición, una experiencia de apertura al otro, de recepción de su
sufrimiento, de respuesta a sus necesidades. En esencia, es
responsabilidad. El sentido del nosotros palidece y la lógica del yo se
impone.
En contextos
universitarios es fácil constatar esta tendencia. Los educandos se
conciben como individuos aislados que deben superar unas pruebas para
acceder a la vida laboral. El sentido de colectividad, el valor del
compromiso histórico de clase pierde su razón de ser y cada cual
trata de resolver sus múltiples dificultades para alcanzar sus
horizontes personales.
No hay,
pues, una utopía compartida y, en el caso que la haya, tendría
un carácter muy vago e impreciso y no se traduce en una praxis
transformadora que implique a todos los agentes.