ABC
Agustín Domingo Moratalla(*)
26-06-2006
En un reciente estudio sobre la familia española financiado por la Obra
Social de una importante entidad financiera, el profesor Meil afirma que
las investigaciones realizadas no se han centrado en las familias en
crisis sino en las familias corrientes. Resulta que ahora, además de
familias monoparentales, adoptivas, acogedoras, canguro, desfavorecidas
o en situación de riesgo, descubrimos que existe la familia corriente.
Ya iba siendo hora de que alguien concediera carta de naturaleza
científica a la forma de convivencia más elemental y valiosa.
A partir de ahora, cuando los políticos se refieran a la familia ya no
tendrán que tener reparos para hablar de las familias normales. Les
bastará utilizar la expresión «familia corriente» y no tendrán que pedir
perdón al auditorio porque no se están refiriendo a la
«familia-como-Dios-manda», la «familia-de-toda-la-vida», la familia
burguesa o simplemente la familia convencional. Ya no tenemos excusas
para hablar de una manera políticamente correcta de la familia, incluso
le podemos decir al Papa cuando nos visite que los legisladores de un
estado aconfesional deben preocuparse por la familia corriente y no por
la familia católica. Sin necesidad de precisar las formas de entender
esta última, sería interesante aprovechar la visita de Benedicto XVI
para pedir a nuestros políticos que se pongan las pilas en el tema de la
familia corriente. Hasta ahora, las políticas familiares han sido
subsidiarias de las políticas sociales, como si las políticas familiares
fueran una parte de los servicios sociales generales. Así están
organizadas las políticas de familia en todas las administraciones
públicas, desde la central a la local, pasando por la autonómica. Los
presupuestos para atender a las familias se aprueban dentro de los
presupuestos de los llamados «asuntos sociales», «bienestar social» o
«solidaridad social». Como además se trata de un servicio segregado y
derivado de los antiguos servicios de beneficencia, entonces resulta que
está a merced del presupuesto que haya para mayores, dependientes,
jóvenes, voluntarios, transeúntes o discapacitados.
Uno de los resultados más evidentes de este planteamiento es la
inexistencia de una política familiar que beneficie explícitamente a la
familia corriente. Se trata de una forma de convivencia que, por muy
protegida que esté en el artículo 39 de la CE, es casi irrelevante desde
el punto de vista fiscal, urbanístico, económico, bancario, laboral y no
digamos educativo. Resulta ridículo, por no decir esperpéntico, que en
los sistemas de puntuación y baremación en los procesos de
escolarización no se incluya la estabilidad familiar, la capacidad de un
cónyuge para sacrificar su carrera profesional por los hijos o
simplemente la capacidad de cuidar a personas dependientes del núcleo
familiar.
La famosa paga de los cien euros a las madres trabajadoras o las
iniciativas que se han tomado para facilitar la conciliación de la vida
familiar y la laboral siguen respondiendo a una mentalidad
individualista, consumista y laboralista donde lo importante no es el
valor social de la familia corriente sino su capacidad adquisitiva,
productiva y reproductiva. Es la mentalidad propia de los nuevos ricos,
de los nuevos señoritos que han organizado su vida en términos de
bienestar y consumo, creyéndose que todo tiene un precio, que todo se
compra y se vende. Como si la familia corriente fuera simplemente un
centro de servicios, un lugar donde sus miembros consumen seguridad,
educación, sanidad o atención social porque han pagado el canon
correspondiente.
Sin que nadie lo haya planificado, la familia corriente se ha convertido
en la columna vertebral de la economía del conocimiento. A diferencia de
las economías del bienestar organizadas en términos crematísticos y
financieros, las economías del conocimiento están abiertas a las
tendencias culturales y los sentimientos morales, por eso están llamadas
a tomarse en serio los valores que representa la familia corriente. Y el
valor central es una confianza que camina ayudada por el cuidado y la
responsabilidad. Las políticas familiares están llamadas a dar un giro
radical. No hay que tener miedo a sacar los servicios de familia de los
servicios sociales. No hay que tener miedo a proponer la creación de un
Ministerio de la Familia, una Consellería de la Familia o una Concejalía
de la Familia. Y hay que hacerlo sin necesidad de pedir permiso a los
«servicios sociales» o a los expertos en «bienestar social», porque son
éstos los que de verdad dependen de la familia, y no al revés. Si han
aumentado las necesidades en los «servicios sociales» es porque no se ha
invertido lo suficiente en las familias corrientes, y no al revés.
No estaría de más que la nueva política familiar se organizara en
términos de capacidades y se entendiera la familia corriente como el
espacio privilegiado para la capacitación emocional, cognitiva y social
de las personas. Esa sí sería una política preventiva ante las nuevas
pobrezas que son el resultado del bienestar consumista, del dinero
fácil, de la soledad, y -sobre todo- del descuido de la sensibilidad y
el buen gusto. Para ello nuestros políticos deberían tener una
concepción menos abstraída de la profesión política y pensar un poco más
en las familias corrientes. Si las familias corrientes fueran el centro
de atención en la política social, entonces aumentaría lo que en las
ciencias sociales llamamos el capital social, es decir, la capacidad de
establecer relaciones de confianza, de reciprocidad y de apoyo mutuo en
una determinada comunidad. Con ello no estamos diciendo que la familia
corriente sea la familia perfecta o la familia ideal, estamos llamando
la atención para que a nuestros políticos no les suceda lo que le pasaba
al maestro del cuento con su discípulo, que, mientras aquél le enseñaba
a contemplar las estrellas para guiarse en la oscuridad de la noche,
éste sólo se fijaba en el dedo del maestro.
(*) Profesor de Filosofía del Derecho, Moral y
Política. Universidad de Valencia