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Lo que muere en la Cruz
 
 
Hay una frase de Thomas Mann en 'La muerte en Venecia' que me ha dado la clave para responder a una de las cuestiones que más han intrigado, inquietado y desasosegado a todo el que se aproxima al fenómeno del cristianismo: ¿Por qué es la muerte en la cruz el símbolo central de los cristianos? A lo largo de los siglos cada cual ha ido encontrando su respuesta y ya era hora de que yo encontrara la mía.

Ahora caigo en cuenta que si se me negaba una y otra vez la respuesta es porque la buscaba en el puro acontecimiento: la crucifixión de un hombre justo; incluso la de un Dios hecho hombre. Con perdón del soneto («No me mueve mi Dios para quererte...»), la compasión que inspira el ajusticiamiento de un hombre bueno no me parecía un sentimiento con la fuerza inspiradora suficiente para convertirse en ese símbolo que transforma y orienta toda una vida, que no solo inspiró a los más próximos al hecho sino a millones y millones de individuos durante dos mil años ¿Y sigue haciéndolo!

Tampoco me resultaron decisivos los argumentos de los teólogos que he leído, algunos muy sofisticados, si bien debo confesar que no he procedido a una lectura exhaustiva. Tengo un prejuicio y es que, por mucha potencia intelectual que tengan los argumentos, creo que los símbolos universales funcionan sobre todo a nivel psicológico, pre-racional, responden a mecanismos mucho más elementales que forman parte de lo que solíamos llamar naturaleza humana y hoy decimos que están inscritos en el ADN. Lo que se me estaba escapando era la psicología de la fuerza inspiradora de la Pasión y Mann, cuando menos lo esperaba, me ha ayudado a dar con una respuesta.

No es la crucifixión, sino lo que muere en la Cruz. Y no es la muerte de un Dios en la cruz, sino lo que simbólicamente muere de cada creyente en la Cruz... ¿y la promesa de su resurrección! Eso sí tiene la fuerza suficiente para inspirar, transformar y orientar la vida de millones de personas durante varios milenios.

Los evangelios relatan la vida de un hombre que, por instinto y educación, todos los creyentes se sienten inclinados a emular: un hombre siempre dispuesto a hacer el bien, que no teme a nada ni a nadie, que llega a lo sobrenatural para ayudar a los más necesitados, que se compadece de los más indefensos, que se enfrenta a los más poderosos y fustiga a los más hipócritas y avarientos, que cuando aconseja, juzga y establece principios morales lo hace con tal sencillez, sensatez, sabiduría, altruismo, y utiliza imágenes tan potentes, que hasta el más ignorante lo puede entender y concita de inmediato el acuerdo de todos los hombres de buena voluntad.

El más común de los mortales ha experimentado la contradicción entre la vida y el espíritu (los sueños, los ideales, las utopías...), lucha que de forma indefectible 'termina' con el triunfo de la vida y la crucifixión del espíritu. Y pongo 'termina' entrecomillado porque en realidad no termina sino que se renueva eternamente: el espíritu resucita una y otra vez, bajo diferentes especies, para ser clavado en la cruz otras tantas veces. Los creyentes, mueren con la esperanza de que su alma resucite definitivamente.

Ésta es la frase de 'La muerte en Venecia' que ha llamado mi atención: «La fealdad amarillenta, que logra convertir en puro resplandor el rescoldo apagado que en su interior alienta y que llega a las cumbres más excelsas del reino de la belleza, es igual a la pálida impotencia, que del fondo ardiente del alma saca las fuerzas suficientes para obligar a un pueblo descreído a arrojarse a los pies de la cruz, a sus pies».

La Cruz representaría la capacidad de convertir la resignación ante la desgracia y el sufrimiento en un triunfo, transformar la resignación en estoicismo. El estoico no se resigna pasivamente sino que acepta su destino de forma proactiva. Al asumirlo, demuestra un profundo dominio de sí mismo y de la situación, oculta con dignidad los estragos que le ha causado la vida, confronta la adversidad con buena cara. El creyente, ante la cruz, conoce como por inspiración divina de qué madera están hechos los verdaderos héroes, muy diferentes de los aventureros y falsarios que pasan por tales. Un heroísmo, por lo demás, al alcance de sus posibilidades; el heroísmo «de todos aquellos que trabajan hasta el límite del agotamiento, de los abrumados, de los que se sienten caídos aunque se mantienen erguidos, de todos esos moralistas de la acción que, pobres de aliento y con escasos medios, a fuerza de exigir a la voluntad y de administrarse sabiamente, logran producir, al menos por un momento, la impresión de lo grandioso».

Mensaje antiguo, que a muchos sonará arcaico, el de la cruz. Mensaje, en todo caso, anacrónico; casi, casi, incomprensible en los tiempos que corren. Y sin embargo... el mejor cristianismo siempre ha mirado al sufrimiento de frente y ha asumido el sacrificio, sobre todo si es por el bien del prójimo, como el principal significado de la Cruz. A ello habría que añadir la puesta en valor del ascetismo y el valor purificador del dolor. Mensaje escandaloso (el escándalo de la Cruz del que hablan los teólogos) para una sociedad donde la fobia al sufrimiento y el rechazo del dolor condicionan cada vez más los proyectos sociales y nos encaminan sin remedio hacia una grave crisis.

Ya he mencionado con anterioridad que el modelo de sociedad que nos empeñamos en sostener no es extensivo a los seis mil millones de individuos que aspiran a emularnos. Tengo para mí que los valores ascéticos, la dignificación del dolor, la reivindicación del sacrificio por un bien superior, les van a resultar muy valiosos a nuestras futuras generaciones.