Signos de la fe (VII): mi lugar favorito de Madrid

Permalink 14.08.07 @ 15:03:23. Archivado en Signos de fe

Supongo que todo el mundo tiene algún lugar favorito en su ciudad o pueblo, un sitio donde le gusta ir de vez en cuando, simplemente para estar allí, porque se siente a gusto. También supongo que, probablemente, la mayoría de los lectores tengan lugares más interesantes, pintorescos o piadosos que el mío. Lo reconozco, mi lugar favorito de Madrid no es artístico, pintoresco, religioso ni tampoco histórico. El lugar en el que más me gusta estar de mi ciudad son los puentes peatonales sobre la M-30, la autopista que rodea Madrid.

Estos puentes son uno de los pocos lugares en Madrid en los que se puede ver a una gran distancia, sin edificios que interrumpan la mirada, y, a la vez, estar prácticamente solo. Cruzan a bastante altura la autopista de circunvalación y, al ser peatonales, generalmente están muy poco concurridos. Los motores de los coches se mezclan unos con otros y pasan de ser ruidos a un rumor de fondo que no resulta molesto. Paradójicamente, en medio del tráfico, se forma una isla de paz. Muchas veces he subido a esos puentes sin tener que ir realmente a ningún sitio, simplemente de paseo. Algunas veces, incluso, he pasado un buen rato sentado en ellos, estudiando, leyendo o, simplemente, disfrutando de la tranquilidad.

Una cosa que me fascina es ver pasar los coches por debajo: a cientos, a miles si uno se queda unos minutos allí. De todo tipo. Por supuesto, es imposible recordar el número, la marca o el color de esos coches que uno ha visto pasar en un rato.

Cuando los miro, no puedo evitar pensar en que cada uno de esos miles coches lleva dentro a una o varias personas. Cada conductor, cada pasajero tiene una vida diferente, con sueños y esperanzas propios. Sus destinos serán sin duda distintos: unos irán al trabajo, otros a una boda, a ver a su novia o de vacaciones, algunos quizá no sepan a dónde van. Cada uno tendrá su historia, sus seres queridos, sus convicciones y sus opiniones sobre mil y un temas. Cuántas lágrimas habrán derramado y derramarán en el futuro, a cuántas angustias y soledades habrán tenido que enfrentarse.

…y yo los veo pasar y ni siquiera soy capaz de recordar el coche de cada uno de ellos o de distinguirlo de los demás. No conozco sus nombres, no sé de dónde vienen ni a dónde van, su vida me es ajena. Aunque, de algún modo, pudiera ponerme en contacto con ellos, mi vida entera no bastaría para conocer personalmente y entablar una verdadera amistad con una mínima parte de esas personas.

Como cristiano, sin embargo, sé que todos ellos están en manos de Dios. Mejor dicho, sé que cada uno de ellos está en manos de Dios, pues él los llama a cada uno por su nombre. No sólo Dios conoce personalmente a cada una de esas innumerables personas, sino que, además, le importan. Le importan todos y cada uno de sus sueños, sufrimientos, esperanzas, angustias y lágrimas.

No sé que pensarán ustedes, pero a mí me resulta evidente que esto es algo inimaginable. Si, como dicen tantos ateos, fuéramos los hombres los que hemos imaginado a Dios, nunca lo habríamos imaginado así. Nos habríamos fabricado, como hicieron los pensadores de la Ilustración, un Dios a nuestra imagen, que mirase a los hombres desde lo alto como hormigas, desentendiéndose de sus vidas como de algo infinitamente por debajo de su dignidad. Como mucho, al estilo de la mitología griega, habríamos imaginado dioses que se preocuparan solamente de los mejores de entre los hombres, de los héroes, los poetas, los grandes deportistas o de los reyes.

En cambio, los cristianos hemos sido sorprendidos por un acontecimiento inimaginable que ha irrumpido en nuestra vida, rompiendo todos nuestros esquemas. Dios, el Dios verdadero y no uno fabricado por nosotros, ha salido a nuestro encuentro para demostrarnos que, contra toda probabilidad, somos importantes para él. No todos en general, sino cada uno en particular. Y, no sólo eso, ha querido dejarnos claro que nos ama más allá de lo que nunca hubiéramos podido soñar, entregando a su Hijo a la muerte por nosotros.

Este descubrimiento sorprendente, esta buena noticia, superan con mucho nuestra imaginación y nuestra razón, que, sobrecogidas ante el Misterio que los ángeles ansían comprender, apenas alcanzan a responder con una alabanza gozosa y balbuciente: ¡Qué grandes son tus obras, Señor!