El universo de las drogas es un fenómeno de una complejidad
extraordinaria en el que entran en juego aspectos tan variados
como relevantes: la cultura dominante respecto al consumo de
algunas de ellas; las políticas preventivas; la disponibilidad de
las sustancias; los modelos de aprendizaje familiar y social; los
nuevos modelos de familia y las expectativas hacia los hijos; los
procesos de individualización de los jóvenes y su posterior
capacidad para la desvinculación; el tiempo de trabajo en relación
con el tiempo de ocio; los efectos de las sustancias en juego; los
aspectos emocionales de la colectividad, así como los elementos
emocionales de las personas; el grado de alienamiento y
sufrimiento emocional de las personas en su gestión del malestar,
las limitaciones en la capacidad de comunicación entre las
personas; la repercusión que tiene el consumo sobre las personas
con enfermedades psiquiátricas; las leyes; las medidas de control;
los currículo educativos, etc., etc. Y con esta larga lista, no
enumero, quizás, más que una mínima parte.
Lo cierto es que el fenómeno de las drogas ha cambiado
drásticamente en los últimos 15 años. La imagen del toxicómano
señalado como individuo marginal se ha diluido en la memoria
colectiva. Como también se ha disuelto en el caldo de nuestra
historia sociológica reciente, la ausencia, hace 20 años, de
cualquier medida preventiva sistematizada que pudiera haber parado
la embestida dramática del VIH SIDA sobre poblaciones vulnerables
y que devastó a parte de una generación, la mía.
La cocaína es hoy la droga estrella y lo será en los próximos
años. Es un poderoso estimulante, en una sociedad que requiere
personas estimuladas, competentes, competitivas. Una droga que
acompaña, que establece el delirio de las fantasías sexuales, de
la liberación de la rutina, del vuelo mágico sobre el
aburrimiento, acercándonos a un teatro dantesco, sórdido, pero
haciéndolo poco a poco. Pues una de las perversiones de esta
sustancia normalizada en su consumo, extendida entre todas las
capas sociales, es que invita a la idea de control durante mucho
tiempo. De forma descarnada, se presenta con el aura de divinidad
ante los ojos de los jóvenes y de los no tan jóvenes, invitándoles
a viajes de corta distancia, a infidelidades con su propio
proyecto de vida, sin la aparente necesidad de elegir entre ella y
el resto de su vida. Y progresivamente se difunde entre las
emociones, los sentimientos, las expectativas de la vida de las
personas hasta aniquilar su capacidad de decisión, lo cual es, en
sí mismo, eje de un proceso adictivo.
La cocaína tiene, además, un amante secreto. Elegante por lo
distante y respetado. Animado, a veces intelectual, balsámico,
amable Es el alcohol. El maridaje de ambas sustancias es uno de
los activadores del viaje adictivo.
Las soluciones no son fáciles, requieren de la reflexión política,
que favorezca foros de debate sobre los modelos de sociedad, los
de ocio, sobre las necesidades de las personas, sobre los miedos
de los padres y las dificultades de los hijos. Los escenarios de
ocio adulto siguen focalizando su atención en el ocio nocturno,
mediado, tradicionalmente por el consumo de drogas legales.
A algunos políticos se les llena la boca diciendo que el beber
responsable y la educación son las bases de una disminución de la
incidencia de problemas. Pero los jóvenes, siguiendo los
principios del Modelo de Aprendizaje de manera selectiva,
movilizan su ocio de la misma manera que lo gestionan sus adultos.
El botellón, marginalizado en las playas, donde los jóvenes se
reúnen excluidos de los escenarios de poder adultos, no son más
que una réplica amplificada de los "botellones VIP" que se dan en
algunas ciudades de España y, más concretamente, en Santander. La
educación no es una entelequia, no es una realidad lineal. Es un
juego de crecimiento, una exploración de oportunidades, de
capacitaciones, de reflexión, de autocrítica. Demonizamos
conductas que promovemos desde una posición adulta rígida, sin
espacios alternativos de ocio, sin ayudar a los padres a atenuar
sus miedos, valorando sus propios valores, aquellos que consideran
adecuados para el buen crecimiento de los hijos. Los políticos y
los técnicos tienen que abrir escenarios reflexivos en los que la
voz de los padres y la de los jóvenes tengan presencia, escuchando
deseos, anhelos y frustraciones que favorezcan movimientos de
apertura hacia el ocio, la cultura y el placer, entendidos como
formas de vivir más felices en nuestro teatro vital, sin miedo a
escribir y reescribir nuestras vidas en la corta distancia, en
nuestra cotidianidad.
Si juntos no reflexionamos y comenzamos a actuar de manera
coherente, sin alarmismo, con imaginación, con las evidencias
científicas como elemento corrector, dentro de menos de 5 años,
podemos encontrarnos con una legión de personas que demandan una
ayuda que será difícil de dar, al entremezclarse patologías
psiquiátricas severas con pérdidas de identidad, de pertenencia,
con sentimientos de profunda soledad ante un mundo que se les
antojará imposible de vivir.
Y sin ánimo de ser especialmente rancio, me permito, desde esta
tribuna, invitar a la corporación municipal a concienciar, cuando
es posible, y controlar, cuando no queda más remedio, ese
escaparate tedioso, pseudo turístico que es la Plaza de Cañadío,
donde los adultos, de forma explícita, indican a los jóvenes cuál
es el ocio que se estila todavía en nuestro país. Un país reactivo
a las prohibiciones, pero también a las limitaciones en beneficio
del interés general. Sólo cabe recordar el patetismo ilustrado con
que nos iluminó la anterior ministra de Sanidad cuando tuvo que
retirar en 24 horas una Ley sobre alcohol, con contenidos
eminentemente preventivos. Pero esa es otra historia.