23.04.08

Miércoles de ceniza

Dicen que decía Chesterton «que el vulgar es el que pasa junto a lo sublime y no se da cuenta» (no he encontrado la cita, pero no me extraña la autoría; agradecería que si alguien la encuentra me la haga llegar). Encontré esta nota en un cuaderno antiguo cuando estaba preparando otro artículo sobre el laicismo que viene en su forma más chusca pero eficaz: erradicar los símbolos religiosos (ya se sabe que cuando se habla de símbolos religiosos se quiere decir el crucifijo).

De repente me sentí vulgar cayendo en la cuenta de que sólo apreciamos las cosas cuando están en peligro. Como ese juguete en mitad del pasillo, que como nadie recoja a la primera, se mimetiza con el parqué, aunque sea fucsia.

Hay muchos actos cotidianos que hacemos con demasiada rutina, como tantos crucifijos que están ahí y no vemos: despedirnos con un adiós, llevar una medalla o un escapulario, dar gracias a Dios, hacer o hacerse la señal de la cruz… Quiero detenerme es este último, me trae recuerdos de infancia. Recuerdos de los primeros ejercicios de memoria: ¿os acordáis? ¿Cuál es la señal del cristiano?, ¿qué es santiguarse? (por favor decidme que os acordáis, si no me voy a sentir demasiado mayor). Recuerdos de mis primeros ejercicios de coordinación: de derecha a izquierda, de paciencia de mis padres por la noche.

Un acto sencillo y entrañable, pero profundamente teológico. Está de más decir que no es un conjuro, ni un rito mágico, es un sacramental, por sí mismo no hace nada, pero prepara para recibir la gracia y a cooperar con ella.

Un acto sencillo y entrañable, pero muy arraigado en la historia de la Iglesia y también muy litúrgico. Quizá el primer testimonio lo encontremos en Tertuliano († ca. 250) que nos relata lo cotidiano que era su uso: «En todos nuestros viajes y trayectos, en todas nuestras salidas y venidas, al ponerse las sandalias, en el baño, en la mesa, al encender las velas, al acostarse, al sentarse, sea lo que sea que estemos haciendo, marquemos nuestra frente con la señal de la cruz». (De Corona, III; perdonad que la traducción sea mía). A que es fácil imaginarnos a nosotros mismos haciendo lo mismo que el romanito medio; esto también es comunión de los santos. O cuando entraban los cristianos en el Coliseo, aunque con total seguridad ese simple gesto es muy distinto del que ejecutan los futbolistas entrando en su «coliseo».

También hay testimonios muy antiguos de cómo se incorpora a la liturgia y de ella vuelve a gestos corporales en todas las variantes que hoy conocemos: como una gran cruz de la frente al pecho y de un hombro a otro tocando con los dedos de la palma abierta; en los gestos del sacerdote al comienzo y al final de la Santa Misa; en las bendiciones de las personas —bautismo, confirmación, Miércoles de Ceniza— y las cosas, en especial los Evangelios ya no como una gran cruz si no una pequeñita con el pulgar. Por cierto, de estos actos viene, en el siglo XIII, la costumbre de besarse el pulgar propia de España y extendida a otros lugares, y que se solía corregir como espurio (ahora dudo si enmendárselo a uno de mis pequeños). Parece ser que tras hacer la señal de la cruz con el pulgar sobre el altar antes del Introito se besaba justo donde se había marcado. El pueblo, sabio pueblo, lo trasladó a su modo de santiguarse.

¿Cómo hay que hacerlo?, pues depende. Donde estuvieres haz lo que vieres. Cada modo de hacerlo tiene su historia y su justificación.

Si nos fijamos en el orden el trazo vertical es universal, de arriba abajo. El horizontal nuestros hermanos ortodoxos y orientales lo hacen de derecha a izquierda. Los latinos al revés. Probablemente en origen fuese de izquierda a derecha, pero el pueblo repetía el gesto del clérigo o monje cuando les bendecía (santiguar viene de santificare), y claro quedaba como en un espejo. Conozco a varias madres que con gran naturalidad se santiguan al derecha-izquierda sólo delante de sus hijos para que al imitarla lo hagan «bien»; yo terminaría disléxico, debe formar parte de mis limitaciones.

Ya en el siglo XIII el papa Inocencio III evidenciaba la coexistencia de los dos modos, indicaba que la alternativa en el rito latino era «de arriba abajo, y de izquierda a derecha, porque Cristo descendió de los cielos a la tierra, y de los judíos (derecha) Él pasó a los gentiles (izquierda)» y en cambio «[…] otros, hacen la cruz del hombro derecho al izquierdo, porque debemos cruzar de la miseria (izquierda) a la gloria (derecha), como Cristo cruzó de la muerte a la vida, de los Infiernos al Paraíso».

¿Pulgar, mano abierta o dedos? De las tres formas. Las dos primeras parecen más naturales, la tercera tiene algo de historia detrás: dedos índice y medio desplegados y los otros tres recogidos en la palma (como suelen bendecir los obispos y sacerdotes). Procede de la reacción a la herejía monofisita, que negaba las dos naturalezas de Cristo. Los tres dedos recogidos simbolizan la Santísima Trinidad —en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo—, los dos dedos rectos la doble naturaleza en una persona de Jesús. Por lo visto, casi nada de lo que hacemos es porque sí.

Reconozco que este artículo no levantará las pasiones de los anteriores, pocos irán más allá del segundo párrafo. Pero quería sentirme un poquito menos vulgar, al menos hasta mañana cuando ya no lo recuerde, y vuelva a convertirse en un gesto rutinario. Me gustaría apreciar este «sencillo gesto» desde ahora y no cuando me vayan a prohibir hacerlo públicamente.