14.08.09
Coronada de gloria y esplendor
En el misterio de su Asunción contemplamos a María “coronada de gloria y esplendor”. Ella es la mujer vestida de sol con la luna bajo sus pies, rodeada de doce estrellas, de la que habla el Apocalipsis (11-12). La gloria y el esplendor, la majestad y brillo que la envuelven totalmente, es la gloria y el esplendor de Dios. María, circundada por la comunión de los santos y vencedora de la mortalidad y de la muerte, “vive totalmente en Dios, rodeada y penetrada por la luz de Dios” (Benedicto XVI).
La gloria de Dios es nuestro origen y nuestra meta. Para comunicar su gloria, Dios ha creado todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, las visibles y las invisibles. En todo el universo, decía Santo Tomás de Aquino, está reflejada, por cierta imitación, la bondad divina. Particularmente en el hombre, creado “a imagen de Dios”. La belleza de la creación resplandece en Cristo, el Verbo encarnado, porque “todo fue creado por él y para él” y “todo tiene en él su consistencia” (cf Col 1,16-17).
El Evangelio, el mensaje cristiano, es “el Evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios” (2 Cor 4,4). Transformados por el Espíritu Santo a imagen de Cristo, somos hechos hijos de Dios, partícipes de su gloria ya aquí en la tierra y, después de la muerte, en el cielo.
En la Santísima Virgen María esta transformación se ha dado desde el primer instante de su Concepción Inmaculada. Ella es, desde el principio, toda de Dios. Al recibir al Verbo en su carne, al contemplar a su Hijo, pudo “ver” la gloria de Dios (cf Jn 1,14.18). Asociada de modo singular a la Encarnación, María participa también de un modo singular en la Resurrección de su Hijo y, por eso, su cuerpo inmaculado - como el cuerpo inmaculado de Cristo - no conoció la corrupción del sepulcro, sino que recibió de Dios la vida incorruptible.
María coronada por la gloria es la anticipación de lo que toda la Iglesia espera: la transformación última de la humanidad y de la creación entera en la ciudad de los santos, en la nueva Jerusalén, en la creación nueva, inaugurada por su Hijo, el Nuevo Adán, donde Dios lo será “todo en todas las cosas” (1 Co 15,28).
El futuro no es una incógnita sin despejar. No es la nada, la indeterminación, la incerteza. El futuro es Dios, la gloria de Dios, la participación plena y definitiva en su bondad, en su grandeza, en su belleza. El futuro es la culminación, que Cristo ha hecho posible, de lo que ya somos: criaturas de Dios, hijos suyos, llamados a vivir con Él y en Él.
Guillermo Juan Morado.