18.08.09

No deja de sorprenderme la preocupación de tantos por la seguridad y la asepsia de las iglesias de cara a evitar la propagación de la “gripe A”. Leyendo ciertas cosas, uno podría pensar que un humilde templo parroquial es algo parecido al metro de Tokio en hora punta; es decir, una especie de lata de sardinas de última generación donde los viajeros apenas pueden respirar de tan pegados que están los unos a los otros. Basta una visita a la parroquia más próxima para comprobar que, en la mayoría de los casos, no es así.
La densidad de feligreses por metro cuadrado de templo es de las más bajas del planeta, sin mucho que envidiar a Nueva Zelanda. Salvo que el virus en cuestión sea experto en realizar grandes saltos, capaces de cruzar el espacio que separa a un católico practicante de otro, resulta poco menos que imposible que, por mucho que se estornude, una sola gotita de saliva o un microscópico fragmento de secreción nasal aterrice en las manos o en los pulmones del vecino. Según estadísticas muy de fiar, es mucho más probable morir por insolación durante un eclipse que de contagio por proximidad en una parroquia.
Sin duda, de entre la población expuesta a la pandemia, los jóvenes estarán plenamente a salvo de contaminaciones gripales en las iglesias. No se pueden infectar bajo ningún concepto. Y no hace falta que lo asegure la OMS, o el Ministerio de Sanidad y Consumo con esos comunicados que parecen esquelas. No. Lo puede certificar cualquiera. La población joven está completamente protegida de la peste porque, por una inclinación exagerada a la profilaxis vírica, y después de practicar cuarentenas más largas que sus vidas, no se acercan a la iglesia ni por una apuesta.
Los intercambios de fluidos, de secreciones y humores se producirán en las piscinas, en los botellones o en las discotecas pero jamás en un templo católico. Lo cual no deja de ser un consuelo para un celoso pastor. Podrá pensar, con la mano en el corazón, que ateos serán, pero sanos, más que las manzanas. Y si acaso se diese un repunte de fervor adolescente, bastaría con llamar a un Vicario y celebrar una confirmación. Nada ahuyenta más a los virus y a los eventuales portadores de los mismos.
La sufrida feligresía que todavía puebla las naves de nuestras higiénicas parroquias está inmunizada contra toda suerte de virus, esas antipáticas criaturas compuestas de proteínas y ácidos nucleicos. Si nuestros devotos y devotas han llegado a donde han llegado – y han sobrepasado con creces los ochenta – no se van a dejar intimidar por cuatro microorganismos de nada. Y, por supuesto, el agua bendita se consume aún menos que el agua mineral.
No obstante, si la autoridad competente lo ordena, seré el primero en ponerme la mascarilla. Que el César también tiene sus derechos. Y más si se trata de proteger la salud pública.
Guillermo Juan Morado.