10.11.09

Creer, ¿a pesar de la Iglesia?

Permalink 23:24:11, por Guillermo Juan Morado, 774 palabras
Categorías : General
 

Creer, creer, lo que se dice “creer”, se cree en Dios, Padre, Hijo, y Espíritu Santo. “Credo in Deum”. No creemos “en” la Iglesia (“in Ecclesiam”; aunque sí “in Ecclesia”), creemos sólo “la Iglesia”, sin la preposición de acusativo.

Pero nuestra fe en la Iglesia deriva de nuestra fe en Dios. Y no sólo eso, sino que la misma Iglesia es un motivo que ayuda a creer. No es “el” motivo de la fe – éste es únicamente la autoridad de Dios que se revela; es decir, la Verdad, la Bondad y la Belleza que es Dios en sí mismo - , pero sí es “un” motivo de la fe; una razón más, aunque subsidiaria, que ayuda a ver la racionabilidad de creer “en” Dios y de creer “a” Dios.

Para creer responsablemente necesitamos razones que muestren que ese asentimiento a lo que Dios nos dice no es un salto en el vacío ni un movimiento ciego del alma. Dios nos ha creado inteligentes y libres y nuestra respuesta a la revelación divina ha de ser, en consecuencia, inteligente y libre.

Para muchas personas, la Iglesia parece ser un obstáculo para la fe. Lo oímos cada día: “Sí, Jesús es admirable, pero la Iglesia…”. Y este argumento, en su versión concreta, suele formularse como sigue: “Ya, Jesús, bien, pero los curas…”. Como si los curas fuésemos – algunos, en efecto, creen que sí lo somos – el exponente más claro de todos los vicios, defectos e hipocresías que caracterizan el lado oscuro de la condición humana.

Los primeros cristianos no sentían la necesidad de justificar la existencia de la Iglesia. Lo importante para ellos era que Cristo estaba vivo; es decir, que había resucitado. Y sabían de sobra que ellos, los primeros cristianos, eran la Iglesia precisamente “porque” Cristo había resucitado.

Cuando la Iglesia se extiende por el mundo surgen los primeros intentos de justificación, los primeros esfuerzos por “dar razón de” la existencia de ese ente singular llamado “Iglesia”. San Juan Crisóstomo lo tenía muy claro. Se preguntaba cómo era posible, cómo era explicable, que la Iglesia fuese un mero “invento” humano: “¿Cómo se les habría podido ocurrir a doce pobres hombres, para postre ignorantes, que habían pasado su vida en los lagos y en los ríos, emprender una obra semejante?”. “Es evidente – añadía – que si no lo hubieran visto resucitado y si no hubieran tenido una prueba irrefutable de su poder, no se habrían expuesto a un riesgo tan grave”.

En el Concilio Vaticano I, la Iglesia fue considerada como signo y motivo de credibilidad. Y se enumeraban cinco razones: la difusión de la Iglesia, su santidad, su fecundidad, su unidad y su estabilidad. ¿Cómo una obra meramente humana podría haber logrado algo semejante? Inexplicable, es la respuesta, si Dios no anda por medio.

El Vaticano II, con gran profundidad, considera a la Iglesia dentro del plan de salvación. Es una “realidad compleja” (LG 8) al servicio de la realización de la gracia de Dios y de su revelación plena. Es como un “sacramento”, un signo visible que remite a lo invisible, una realidad histórica que es instrumento de la salvación. En su aspecto humano, la Iglesia es débil, necesitada de purificación, pero, a la vez, está plenamente dedicada a su Señor. Es, en Cristo – ¡nunca sin Él! - , signo e instrumento de la unión de los hombres con Dios y de la unidad del género humano.

La Iglesia - humana y divina - manifiesta y oculta, desvela y vela, hace resplandecer y esconde la grandeza de Dios. De un modo más imperfecto, pero análogo, a la misma purísima y perfectísima humanidad de Nuestro Señor.

La categoría de “testimonio”, la alusión a la vida concreta de los cristianos que han hecho vida el Evangelio, alude a la necesidad de que la mediación eclesial transparente a Cristo. Ése es el reto. Ser, cada uno de nosotros, Iglesia. Gracias a Ella, hemos oído hablar del Señor, hemos sido iniciados en sus misterios, hemos podido confirmar que Dios nos ama y nos quiere suyos. Tenía razón Pablo VI al definir a la Iglesia como “el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad”. Yo estoy encantado con la Iglesia. Y, como decía Newman, al final sólo cabe una alternativa: Ser ateo o católico.

Guillermo Juan Morado.