11.11.09

La Luna y la Iglesia

Permalink 16:22:42, por Guillermo Juan Morado, 525 palabras
Categorías : General
 

En un bello texto, titulado “¿Por qué permanezco en la Iglesia”, cuya lectura recomiendo, Joseph Ratzinger evoca el tema tan querido por la tradición patrística de la analogía de la Iglesia con la Luna o, como decía, Dídimo el Ciego, de la “constitución lunar de la Iglesia”.

También Juan Pablo II habló de la Iglesia como “mysterium lunae” en la “Novo millennio ineunte”: “Un nuevo siglo y un nuevo milenio se abren a la luz de Cristo. Pero no todos ven esta luz. Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su «reflejo». Es el ‘mysterium lunae’ tan querido por la contemplación de los Padres, los cuales indicaron con esta imagen que la Iglesia dependía de Cristo, Sol del cual ella refleja la luz. Era un modo de expresar lo que Cristo mismo dice, al presentarse como «luz del mundo» (Jn 8,12) y al pedir a la vez a sus discípulos que fueran «la luz del mundo» (cf Mt 5,14). Ésta es una tarea que nos hace temblar si nos fijamos en la debilidad que tan a menudo nos vuelve opacos y llenos de sombras. Pero es una tarea posible si, expuestos a la luz de Cristo, sabemos abrirnos a su gracia que nos hace hombres nuevos” (n. 54).

La luz que Cristo presta a su Iglesia es semejante a la luz que el Sol presta a la Luna. Su calidad pálida, cual “reflejo semioscuro”, que decía San Buenaventura, expresa una verdad que los ojos mortales no pueden contemplar directamente. Y Santo Tomás añadía, refiriéndose a las diversas fases de la Luna-Iglesia: “Ya sea bella como la Luna que con paz y seguridad crece, ya sea decreciendo oscurecida por las adversidades”.

Orígenes veía en la Iglesia la Luna nueva, que desaparece para acercarse al Sol, a Cristo, y así decir: “Ya no vivo yo, sino Cristo en mí”. Y San Agustín deseaba que la Luna fuese absorbida en el Sol: “En sus días florecerá la justicia y una paz abundante, hasta que no haya luna”. La tez curtida de la Iglesia sería el resultado de la abrasión de la luz del Sol: “No te preocupes por mi tez curtida, ya que es el sol que me ha quemado” (San Buenaventura).

Aunque nuestros pecados oculten la gloria de la Iglesia, nada puede impedir que en su rostro, oscuro pero hermoso, resplandezca el Sol. Quien no lo crea, que visite, por ejemplo, la Capilla Sixtina. Tanta belleza no nace por casualidad. Allí, y en tantos otros lugares santos - y, sobre todo, en las personas santas - , brilla la majestad de Dios: “Quien afronta este riesgo del amor descubre que la iglesia ha proyectado en la historia un haz de luz tal que no puede ser apagado. También la belleza surgida bajo el impulso de su mensaje, y que vemos plasmada aún hoy en incomparables obras de arte, se convierte para él en un testimonio de verdad: lo que se traduce en expresiones tan nobles no puede ser solamente tinieblas” (J. Ratzinger).

Guillermo Juan Morado.