18.11.09

De la Cruz a tu cruz tras dejarlo todo en manos de Dios

Permalink 00:00:32, por Luis Fernando, 1021 palabras
Categorías : Actualidad, Espiritualidad cristiana

Hace un rato he visto el vídeo que abre este post. Es ciertamente impresionante. Nick, un minusválido sin manos y sin piernas, explica a un grupo de jóvenes que lo peor cuando uno se encuentra en una situación desesperada no es la situación en sí, sino el rendirse y no luchar por salir de ella. Ciertamente hay muchas personas que tienen una especie de capacidad natural o adquirida para salir con la cabeza bien alta de casi todo tipo de problemas y desgracias. Ahora bien, ni todo el mundo puede hacer tal cosa ni el mero esfuerzo humano vale para saltar el abismo que separa la felicidad de la vida desdichada.

La tentación pelagiana es muy fuerte, no sólo para el incrédulo, que a falta de Dios queda a merced de sí mismo, sino también para muchos que se dicen cristianos. Cuando Abraham quiso “ayudar” a Dios a cumplir su promesa de tener un hijo a una edad muy avanzada y con una esposa ya estéril, el resultado no pudo ser más desastroso. Cuando Pedro quiso ayudar a Cristo a no sufrir, se encontró con una respuesta dura de su Señor y luego pudo comprobar su propia incapacidad para ser fiel a quien tanto quería. En definitiva, cuando el hombre quiere ocupar el lugar que sólo corresponde a Dios, acaba fracasando.

Hay situaciones en la vida en las que sólo Dios puede dar la salida, la respuesta adecuada, las fuerzas para salir adelante. Tan cierto como que el hombre no puede por sí solo salir de sus abismos es que no hay abismo lo suficientemente profundo del que Dios no pueda sacarnos. La gracia es mucho más que un concepto teológico que aparece en la Biblia y sobre el que han escrito santos y doctores de la Iglesia. Es, ni más ni menos, que el motor que da vida al que cree. Es Dios mismo actuando en nuestras vidas para llevarnos a Él, aunque para ello haya que pasar por mil y uno peligros. Tanto si nos encontramos debajo de una losa que amenaza con acabar con todo aquello a lo que amamos como si se nos pone delante una tarea para la que sabemos que no tenemos fuerza para afrontarla, Dios viene en ayuda nuestra. Es más, quiere que pongamos en sus manos todo, porque no es él quien necesita de nosotros sino nosotros de Él. Y todo tiene además sentido, pues cuando eres consciente de que Dios te ha levantado del fango, te resulta más fácil amarle y darle las gracias. Ay de aquellos que no se dejan ayudar por Dios y que confían sólo en sus propias fuerzas para salir adelante. Difícilmente podrán alcanzar un buen grado de comunión con el Señor.

El dejarlo todo en manos de Dios no supone el quedarse de brazos cruzados a esperar que Él haga un milagro o envíe a sus ángeles para sacarnos del atolladero. Puede que alguna ocasión ocurra así, pero por lo general Dios quiere que seamos protagonistas de su acción en nuestras vidas. Como dijo San Agustín, el Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti. Basta con que entiendas que es Él quien salva, que fuera de Él no hay nada que puedas hacer para abandonar el precipicio de la perdición. Y no hablo sólo de salvación y perdición eternas, aunque también. Hay muchos que al final llegan a ser salvos pero han vivido una vida entera de errores, tropiezos, dramas, rupturas familiares, etc, que podrían haberse evitado si hubiera dejado al Señor tomar por completo el control.

Por último, cuando nos encontremos en situaciones donde sólo queremos entrar en una especie de sueño eterno en el que no haya una consciencia que nos ahoga, preguntémonos siempre la razón por la que Dios ha permitido que lleguemos hasta ese punto. Puede ser porque hemos estado alejados de Él, hemos llevado una vida de pecado y se cumple en nosotros la parábola del hijo pródigo que se ve comiendo arrobas con los cerdos antes de volver su corazón hacia su padre. Cuando así ocurre, no sintamos el juicio de Dios como un dedo acusador que quiere condenarnos, sino más bien como el último grito de amor del Padre que no quiere la perdición de su hijo. Aunque ese grito venga acompañado de dolor y de castigo, no busca nuestra perdición sino la restauración al lugar que teníamos antes de abandonarle. Entonces debes ponerte en pie y regresar a tu hogar.

Pero a veces llegamos a sufrir sin que, como le ocurrió a Job, sepamos bien qué hemos hecho mal para “merecer” tal “castigo". Es el momento de la cruz, de ofrecer todo tu sufrimiento y toda tu angustia al Señor para el bien de otros. Como dijo san Pablo “ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). Creo que hay un martirio que no consiste sólo en sufrir por profesar la fe sino que supone ofrecer por fe el sufrimiento que padeces, a favor de aquellos a los que amas o de todo el mundo. No es que Dios necesite de tu sufrimiento para salvar a nadie, sino que más bien te da la oportunidad de ofrecer tu propia cruz por los demás, en lejana pero segura semejanza a como Cristo se sacrificó por todos. En las llagas de Cristo va la salvación de todos. En las llagas de tu alma cansada y dolorida puedes participar de ese poder salvífico del amor que se entrega vicariamente. Y es quizás entonces cuando aprendes de verdad qué significa ser cristiano, qué significa ser uno con Cristo.

Pax et bonum,
Luis Fernando Pérez