4.06.10

La solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús: La grandeza del amor de Dios

A las 10:56 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

En Junio de 2006 publiqué en la revista Liturgia y Espiritualidad XXXVII/6, 287-299, un artículo titulado: “La solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús: La grandeza del amor de Dios". Ofrezco ahora un epígrafe de ese artículo.

Un Dios que ama a su Pueblo

El Leccionario propone, para cada ciclo, sendas lecturas del Antiguo Testamento para la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús: Deuteronomio 7, 6-11, para el ciclo A; Oseas 11, 1b.3-4.8c-9, para el ciclo B; y Ezequiel 34, 11-16, para el ciclo C.

La consideración conjunta de estas tres lecturas proporciona una bella caracterización del amor de Dios por su Pueblo: Un amor gratuito y fiel, paternal y misericordioso, que se describe recurriendo a la imagen del pastor que apacienta y hace sestear a sus ovejas.

El pueblo santo tiene su origen en el enamoramiento, en la elección y en la fidelidad de Dios. Un amor que comporta la liberación de la esclavitud y que pide, como respuesta, el cumplimiento de los mandamientos (cf Deuteronomio 7, 6-11).

La elección de Israel como pueblo de Dios preparó de modo inmediato el nacimiento de la Iglesia . No es extraño, pues, que la imagen del “Pueblo de Dios” constituya la idea de fondo que subyace en las demás imágenes con las que la Escritura se refiere al misterio de la Iglesia. El Concilio Vaticano II ve el origen de este pueblo santo es un designio de amor nacido en el corazón del Padre ; un designio de salvación. Al caos y a la dispersión provocados por el pecado, que es lo contrario al amor, Dios reacciona reuniendo a los hombres en su Iglesia .

Nada hay en el pueblo de Israel – un pueblo “más pequeño” que los demás – que le haga merecedor de la elección divina. Nada hay en la humanidad que exija a Dios comprometerse con ella en una relación de amor. O, lo que es lo mismo, por pura gracia estamos salvados (cf Efesios 2, 4-10), sin que quepa alegar mérito alguno de nuestra parte. Dios, que es plenitud de vida, por una decisión enteramente libre quiso salir al encuentro del hombre, revelarse a él; entablar con él un vínculo de amistad y comunión .

El amor de Dios por su Pueblo – por ese pueblo que es una preparación de la Iglesia – es un amor paternal y misericordioso. Israel es visto por Dios como un hijo, a quien se le llama, a quien se le enseña a andar, alzándolo en brazos, atrayéndole con “correas de amor” (cf Oseas, 11, 1-9). Un Dios a quien se le “revuelve el corazón” y se le “conmueven las entrañas”. La paternidad de Dios en relación con su Pueblo pone de relieve que Él es el origen primero de todo: su palabra llama a la existencia a lo que no era y forma un pueblo de lo que era un no pueblo.

El misterio fontal, originario, de la paternidad de Dios despeja la incógnita de nuestra procedencia y, a la postre, de nuestro destino. Nuestro camino no es un itinerario inútil que conduce del azar a la nada; venimos de Dios y volvemos a Él. Y ese origen de todo es bondad y solicitud amorosa para con sus hijos ; es ternura y clemencia, misericordia que sabe inclinarse sobre nuestra propia miseria para alzarnos sobre el barro de nuestra limitación y de nuestra indigencia. La Iglesia se perfila desde estos textos como nacida de la compasión de Dios, de la capacidad divina de hacerse cargo del sufrimiento, del dolor, del padecimiento de los hombres.

La imagen del pastor que apacienta a sus ovejas se aplica, en la profecía de Ezequiel, a Dios mismo. El amor de Dios es un amor activo, dinámico, que busca, libera, congrega y apacienta a su rebaño . Nuevamente, encontramos en este texto un símbolo de la Iglesia, “el rebaño cuyo pastor será el mismo Dios” .

Guillermo Juan Morado.