28.09.10

El escándalo de una indulgencia mal predicada

A las 12:00 AM, por Alberto Royo
Categorías : General

JUAN TETZEL Y LA INDULGENCIA PARA LA NUEVA BASÍLICA DE SAN PEDRO

En 1506, Julio II había ordenado demoler la vieja basílica de San Pedro en Roma, venerada durante tantos años por la piedad cristiana, pero en estado ruinoso desde el tiempo de Nicolas V. Quería el Papa que en su lugar el genio arquitectónico de Bramante levantara un monumento grandioso parecido al Panteón, designio que hubo de tropezar con fuerte resistencia, pues se interpretó como un culto profano por el arte, que, en vez de bendiciones, atraería sobre la Iglesia castigos de Dios. Con el fin de reunir fondos para tan costosa obra, Julio II había promulgado una indulgencia que su sucesor el papa Médici, León X, aficionado al arte como ninguno, no sólo no revocó al subir al trono, sino que dos años después decididamente confirmó. Además, nombró al arzobispo Alberto de Maguncia primer comisario para Alemania del norte.

Este príncipe, sin duda poco ejemplar por su conocida vanidad, y hermano del marqués de Brandeburgo Joaquín I, aspiraba ser el Médici de Alemania y soñaba convertir su palacio en una colmena de poetas y artistas. Músicos de todas partes, llamados por él a solemnizar sus fiestas, miniaturistas, pintores, escultores y orfebres recibieron encargos y agasajos de Alberto y enriquecieron su catedral y su casa con espléndidos tesoros de arte; mientras que los nobles mancebos del país eran iniciados, en su corte y bajo sus auspicios, en la educación caballeresca de entonces. Una tropa de lacayos vestidos de librea formaba la servidumbre de aquel príncipe de la Iglesia y del Imperio, que, cuando aparecía en público desplegaba un fausto deslumbrador en medio de su cuerpo de guardia, que se componía de ciento cincuenta jinetes armados.

Las convicciones religiosas de Alberto no eran muy profundas, ni era intachable como debía serlo su conducta moral. Nunca se había dedicado al estudio serio de los problemas teológicos ni se preocupó mucho, tampoco, del gobierno espiritual de su diócesis, por el contrario, el tren magnífico de vida de aquella corte y el mecenazgo del joven arzobispo llenaron de esperanza a los aduladores y crearon en torno al prelado un ambiente poco edificante.

A favor de Alberto, y a pesar de sus defectos y de su espíritu poco eclesiástico, hay. que apuntar su fidelidad a la fe de sus mayores, a la sede apostólica y a su celibato sacerdotal. Numerosas y fuertes habían de ser las invitaciones, amenazas, burlas e insultos de Lutero para que se adhiriera a las nuevas doctrinas, se apartase de Roma y se case, pero Alberto nunca le presta atención, aunque siguió excesivamente tolerante hasta su cambio definitivo, muchos años después, bajo el influjo benéfico del Jesuíta Pedro Fabro, cuando en 1541 éste vino a Maguncia para dirigir los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola.

Hacia el fin de agosto de 1513, cuando aquel príncipe contaba solamente veintitrés años de edad, era ya arzobispo de Magdeburgo; días después recibió la administración de la diócesis de Halberstadt; al año siguiente, murió Uriel de Gemmingen, arzobispo de Maguncia, y Alberto fue designado para sucederle en tan apetecida prebenda, y que llevaba anejos el primado de Alemania y la dignidad de elector imperial. Un consistorio que se celebró el 18 de agosto de 1514 lo confirmó en el cargo. Pero lo que extraña sobremanera es que las autoridades eclesiásticas le permitiese retener las otras dos prelaturas y acumular así tan pingües beneficios. Si los motivos políticos obligaban a inclinarse ante las instancias de la casa de Brandeburgo, Roma no lo hizo sin exigir antes una “componenda” de diez mil ducados, aparte de los derechos de palio, que para Maguncia subían a otros catorce mil.

Alberto acudió a la banca Fugger, de Augsburgo, que anticipó la cantidad necesaria; mientras la Dataría romana (oficina vaticana creada en el siglo XIV para regular, entre otras cosas, los beneficios eclesiásticos), deseosa de tener siempre contento al Príncipe alemán, le propuso la predicación de una indulgencia que le ayudase a enjugar tan onerosa deuda. Surgieron protestas contra este modo tan extraño y antieclesiástico de recaudar moneda; pero el Papa se dejó otra vez llevar de malos consejeros, tan influyentes en él como el cardenal Pucci, viejo y fiel servidor de la casa Médici, que manchó su grandeza de ánimo y otras bellas cualidades que poseía, con una vergonzosa codicia de dinero, que no se detuvo ni ante las mismas indulgencias. Y León X, el 31 de marzo de 1515, extendió una bula que permitía la predicación de aquélla durante ocho años en las tres diócesis de Magdeburgo, Halberstadt y Maguncia y en los dominios de los marqueses de Brandeburgo. Sus ingresos se destinaban a. la fábrica de la basílica de San Pedro.

El emperador Maximiliano, por cuyas manos habían de pasar los documentos pontificios, permitió en sus posesiones la predicación de dicha indulgencia durante un trienio; pero exigió mil ducados anuales para la construcción de la iglesia de Santiago en Innsbruck. Alberto, a su vez, quiso asegurar, previa y oficialmente, su derecho a retener la mitad de los beneficios, a pesar del tenor de la bula, que nada decía de eso; y un breve del 14 de febrero de 1516 le concedió lo que pedía. Y como aquel año ya estaba comenzado, la promulgación de la indulgencia se deja para el siguiente.

Aquí entró en escena el fraile dominico Juan Tetzel, cuyo nombre, hasta entonces ignorado, iba a hacerse célebre en la historia. Nacido el año 1465 en Pirna, ingresó en el convento de Leipzig a los veintidós años de edad. Orador hecho para las masas, era alto y robusto, de aspecto imponente, con palabra fácil y audaz entre afirmaciones seguras y tajantes. Sus conocimientos teológicos, aunque suficientes para percatarse de la gravedad del momento en que se iba a encontrar, no pasaron de mediocres, y los puso al servicio de una actividad infatigable y de su larga y ex¬perimentada práctica, que lo convirtieron en un óptimo promotor de indulgencias, que ya había predicado en 1505 por encargo de los caballeros teutónicos. Ahora se movía bajo 1a jurisdicción del comisario Juan Angel Arcimboldi, pero al principio de 1517 pasa a las órdenes del arzobispo de Maguncia, en calidad de subcomisario general.

Tetzel ha sido víctima de calumniosas acusaciones que invaden hasta su vida privada. Los protestantes señalan en él la personificación de todos los abusos introducidos en la Iglesia durante el curso de los siglos. Lutero, por el año 1541, colma de reproches a este fraile dominico, hasta decir que fue condenado a muerte como adúltero, e indultado por la bondad del duque Federico de Sajonia. Estas y otras historietas escandalosas fueron repetidas después maquinalmente por muchos biógrafos del Reformador. Pero el modo que entonces tenía éste de hablar y su odio a la Iglesia y a las personas que la representaban quita toda autoridad a tales afirmaciones, que, de ser verdaderas, no las hubiera callado Lutero en 1517; y entonces nada dijo contra Tetzel; más aún, cuando éste enfermó de muerte dos años después, fray Martín lo tranquilizó diciéndole que la querella no comenzó por su culpa y que la criatura tenía muchos padres.

Juan Tetzel, según las instrucciones recibidas, había de predicar al pueblo la remisión plenaria de la pena temporal debida por los pecados. Para conseguirla era necesario arrepentirse y confesarse, visitar siete iglesias señaladas con las armas del Papa, decir en cada una cinco veces el Padrenuestro y el Avemaría en honor de las cinco llagas del Señor y, por fin, dar una limosna, que variaba con la calidad de las personas. Los reyes, arzobispos, obispos y magnates ofrecerían veinticinco mil florines de oro; los abades y prelados de catedrales, condes, barones y otros nobles principales, diez florines. Los ciudadanos que tenían doscientos florines de renta habían de dar tres; los mercaderes y obreros con alguna renta, un florín; otros fieles menos afortunados, medio florín. Los obreros que vivían de su trabajo, los pobres de todo género, las mujeres dedicadas a las tareas domésticas podían ga¬nar la indulgencia sin dar ninguna limosna.

Acerca del criterio de la santa Sede en la promulgación y ejecución de estos jubileos, son dignas de leerse las instrucciones que para el de 1500 llevaba a Alemania el legado Raimundo de Gurck y que insisten en el desinterés con que deben proceder los predicadores “en favor de los pobres y de los otros fieles cristianos que deseen ganar el muy santo jubileo“: que no obliguen al que no quiera dar y dispensen al que no pueda, “porque no digan que buscamos nuestro provecho en las declaraciones y mandatos apostólicos, sino el bien de las almas…, ni es nuestra voluntad que contribuyan sino con lo que espontáneamente ofrezcan“. Tales consejos se repetían, una y otra vez, en dichas instrucciones, que prohibían rigurosamente a los predicadores de indulgencias excluir a ninguno de estas gracias concedidas por la Iglesia, “porque no menos hay que atender a la salud de los fieles que a la fábrica de San Pedro… Los que no puedan dar dinero, suplan, por medio de la oración y del ayuno, las condiciones impuestas; pues el reino de los cielos es tanto para los pobres como para los ricos“: son palabras de
las instrucciones. A los predicadores se les invitaba, además, a portarse con costumbres austeras, a evitar hosterías y amistades sospechosas, lo mismo que tratos y gastos superfluos.

Entre otras gracias vinculadas a las indulgencias venía la plenaria, aplicable a los difuntos. El arancel era el mismo que para la otra entre vivos. Sobre la eficacia y aplicación de estas indulgencias por los difuntos todavía los teólogos no se han puesto de acuerdo. Si nadie sabe qué almas están en el purgatorio, mucho menos sabremos cuándo cada una va a salir de allí ni la indulgencia que necesita, ni siquiera si el Señor acepta por ella precisamente los sufragios que se le ofrecen. Pero nuestro Tetzel se acogió a la opinión más favorable entonces para él; y con su audacia simplista viene a decir que es lo mismo introducir la limosna en la caja de las ofrendas que volar el alma al cielo. Transformaba así en tesis cierta una opinión discutida aún por los teólogos y, sobre todo, y esto era lo más grave, ponía en primer piano y de un modo sentimental e impresionante, la cuestión secundaria del dinero.

Espíritus de inequívoca ortodoxia, obedientes a la Iglesia y que después se han de oponer al protestantismo, como Juan Eck, Jerónimo Emser, Juan Cochleo. Jorge de Sajonia…, mostrarán su escándalo ante esta manera de hablar. Y justamente, pues como se explicaba que las indulgencias por los difuntos no requerían la confesión ni la comunión, ya que las almas del purgatorio están en gracia, todo el efecto de la indulgencia dependía enton¬ces del dinero; y sus predicadores se asemejaban así a mercaderes ambulantes más que a predicadores de la conversión y el amor de Dios. Por otro lado, la presencia de los agentes de la banca Fugger subrayaba alarmantemente el carácter demasiado pecuniario de la operación.

El 24 de enero de 1517, año de triste recuerdo en la historia de la Iglesia, hallamos a Tetzel predicando en Eisleben, que entonces pertenecía al obispado de Halberstadt; pasó en marzo a Halle (diócesis de Magdeburgo) y a las ciudades de Jüterbog (10 de abril) y Zerbst. El 16 de septiembre de 1517, el príncipe elector de Brandeburgo, Joaquín I, ordenó a todos los prelados, condes, caballeros y ciudades que, “en obediencia a Su Santidad el papa y para salud y consuelo de nuestros súbditos”, nadie pusiese estorbos a que el subcomisario Tetzel o cualquiera de sus subalternos predicase la indulgencia. Tetzel predicaba en Berlín a principios de octubre y la tormenta luterana estaba próxima a estallar…