Misionero entre musulmanes

 

Si bien toda vida de misión en tierras extrañas no es fácil, muchas veces heroica, en este caso la lejanía y lo reducido de la feligresía, además del ambiente musulmán -que siempre es un polvorín- la hace todavía más complicada, sin duda más arriesgada, y quizás por eso más hermosa.

15/10/10 8:31 AM


 

Hace unas semanas, en Roma, tuve ocasión de volver a ver después de un año a un buen amigo, Diego, religioso de los oblatos de María Inmaculada, madrileño por el mundo, como el título del programa de televisión, pero en este caso incluso más, un madrileño en el fin del mundo. La última vez que le vi estaba destinado en Ucrania, cosa que ya me parecía remota, pero en este encuentro me ha contado que se va de misionero a tierras todavía más lejanas, concretamente a la república ex-soviética de Turkmenistán, a orillas del Báltico.

He tenido ocasión de conocer a algún sacerdote que está en Kazajistán, concretamente un Jesuita ruso compañero de estudios romanos y después provincial de la Compañía de Jesús en aquellas tierras; también a algún sacerdote español que ha estado en otras zonas de Rusia, pero lo de Turkmenistán es todavía más difícil ya que en dicho país no hay más que dos sacerdotes católicos -uno polaco y Diego, el madrileño- para un territorio mayor que el de Italia.

Sin embargo, la proporción entre católicos y sacerdotes no es mala, supera la media mundial, pues el número de fieles no llega a los 130. En una población de alrededor de 5 millones de habitantes, de los cuales casi todos musulmanes, tal cantidad de católicos es exigua, podría parecer una gota en un océano o un grano de arena en un desierto. En realidad son algo muy distinto, son un poco de levadura que hace fermentar la masa.

El origen de la presencia de sacerdotes en aquellas tierras es el siguiente: Una vez caído el telón de acero, los católicos de origen alemán oriental que los rusos habían llevado a Turkmenistán según la costumbre que tenían de “recolocar” a poblaciones enteras, pidieron a Roma la posibilidad de tener sacerdotes que les asistiesen. En el Vaticano pidieron el favor a los Oblatos de María Inmaculada, que generosamente enviaron misioneros, los cuales se llevaron el chasco al llegar y comprobar que dichos alemanes orientales se habían vuelto a su tierra. A partir de entonces, con un número de fieles que prácticamente se podían contar con los dedos de las manos, los Oblatos empezaron a trabajar pastoralmente, crearon un catecumenado de adultos y los frutos han sido muy buenos.

Para poder enviar misioneros a dicho país, el Vaticano ha tenido que nombrar a ambos sacerdotes “diplomáticos”, sin haber pasado por la Academia diplomática de la Santa Sede ni nada parecido, pero es el único modo de asegurar que puedan tener un poco de libertad para actuar libremente en aquella sociedad. No se trata de musulmanes radicales los de aquel país, -aunque al hacer frontera con Irán y Afganistán, el peligro del extremismo está siempre a la puerta- pero sin duda no hay libertad religiosa, por lo que el Vaticano ha tenido que jugar la baza diplomática.

Vida en un país con sólo un puñado de católicos, convertidos del Islam y por tanto mal vistos por los que les rodean. Tierra fría, no sólo por la temperatura sino por el ambiente poco propicio al cristianismo. La tarea de estos dos misioneros es ejemplar por las circunstancias en las que se encuentran. No tienen otros misioneros que visitar, ni reuniones de formación a las que asistir, todo les pilla lejos, solo reciben de vez en cuando la visita del nuncio al que corresponde aquel territorio, que vive en otra de las repúblicas ex-soviéticas.

Si bien toda vida de misión en tierras extrañas no es fácil, muchas veces heroica, en este caso la lejanía y lo reducido de la feligresía, además del ambiente musulmán -que siempre es un polvorín- la hace todavía más complicada, sin duda más arriesgada, y quizás por eso más hermosa. El testimonio de Diego me hace recordar que no son pocos los misioneros que viven en parecidas condiciones, en el mundo de mayoría musulmana. A veces con más riesgo, a veces con menos, pero casi siempre en un ambiente de animadversión (para comprenderlo, sólo hace falta ver las estadísticas de misioneros martirizados cada año), todos estos religiosos, religiosas y sacerdotes necesitan nuestro apoyo espiritual -cuando no material- para que no caigan en el desánimo que puede venir de considerar las dificultades de la tarea emprendida.

En el contexto del sínodo de los obispos del medio oriente y la cercanía al domingo mundial de las misiones, no está de más una oración por todos estos hijos de la Iglesia que han elegido la vía estrecha y tortuosa de anunciar a Jesucristo en el mundo del Islam.

 

P. Alberto Royo Mejía, sacerdote