La moral de virtud complaciente

 

Se me podrá objetar que en muchos casos este desorden de la conducta se debe a la falta de doctrina, e incluso a la intoxicación doctrinal a la que han sido sometidos no pocos católicos. Acepto la objeción, porque por inspiración diabólica los modernistas se han dado maña de hacer decir a los documentos papales lo contrario de lo que expresan

17/10/10 7:25 PM


 

Me ha pasado lo contrario que al escritor aquel, cuyo nombre no recuerdo –no digas mentirijillas Javier, que sí que te acuerdas-… De aquel escritor –decía- del que me niego a decir el nombre para no dejarle mal. Aquel pensador cada artículo que escribía se lo daba a leer a su asistenta, con la que mantenía el siguiente diálogo:

    - ¿Lo ha entendido usted, está claro, Purita?
    - ¡Clarísimo, don Conegundo!
    - Pues démelo usted, que lo voy a oscurecer un poco, para que parezca intelectual.

Pues resulta que tras publicar el artículo anterior -¿Paternidad responsable o paternidad confortable?- me han llamado algunas personas para decirme si en el próximo escrito podía aclarar y concretar un poco más. Y me lo me pensado dos veces, porque aunque la casi totalidad de las peticiones se han hecho con buena voluntad, hay alguna que lo que quiere es que me coma el tigre. Pero como yo no soy de los que piensan –como decía el aldeano- que Dios nos haya dado la palabra para ocultar el pensamiento, y este periódico es una de las raras excepciones, donde se puede escribir sin rendirse uno ante el sistema, vamos a intentar aclarar y ampliar lo dicho anteriormente.

Vivimos una crisis muy grave en la Iglesia y por lo tanto en la sociedad civil y política. Dije entonces, y me reafirmo ahora, que es la crisis más grave de toda la Historia, y sospecho que es la última. Sé que va a acabar bien, pero no sé cuando. Por no irme muy lejos en el tiempo, diré que todo empezó hace unos quinientos años, cuando algunos se empeñaron en proclamar la autonomía del hombre frente a Dios. Al fin y al cabo este el resumen de la doctrina del libre examen de Lutero (1483-1546).

Al oír los campesinos alemanes esta propuesta de autonomía radical, les faltó tiempo para hacer el siguiente razonamiento: si no hay nadie que me pueda decir lo que yo debo hacer en el orden religioso, mucho menos me podrá dictar ninguna autoridad terrenal  mis deberes sociales y políticos. Y ese fue el principio de la revolución campesina de los años 1524 a 1525. Pero al necesitar Lutero el apoyo de los príncipes alemanes para separarse de Roma, concretó su proclama, al afirmar que el libre examen sólo era patrimonio del príncipe. En cuanto a los campesinos, Lutero fue expeditivo y se dirigió a los príncipes alemanes en estos términos: “exterminarles como a perros”. Y en medio de ese bañó de sangre nacía el Estado confesional. Los príncipes católicos hicieron lo propio, aunque sin separarse religiosamente de Roma. Bajo el conocido lema del cuius regio, eius religio, -según sea la religión del rey, así será la religión del reino- la libertad de elección de religión era  una decisión del príncipe, que se convertía en ley para todos los súbditos. A los disidentes sólo les quedaba la posibilidad de emigrar.

Y por acabar con los precedentes, resumiré diciendo que los siglos XIX y XX son el intento de democratizar ese principio de autonomía, que ya se había reconocido a los príncipes siglos antes. De manera que la Ilustración y la Revolución Francesa –otra vez con baño de sangre- proclaman que el hombre es un ser autónomo que se puede dar a sí mismo sus propias leyes, sin referencia alguna a un Creador. Para eso el deísmo, sin negar su existencia, había rebajado a Dios de categoría, de Creador del universo a encargado de mantenimiento del mundo, otorgándole unos títulos tan pomposos como los de gran albañil del mundo o el de relojero, que ajusta las agujas para que den la hora exacta. Y fue así como se universalizó en la cultura occidental el concepto de autonomía del hombre, si bien es cierto que esta propuesta por entonces sólo se dirigía a la cabeza del hombre. Y esta fría y cerebral propuesta, unida a la tradición de tantos siglos de Cristianismo hizo que aquello no tuviera una general aceptación. Lo que vendría a dar la razón a aquel gran sicólogo, que conocí en  la Ribera de Navarra, filosofando entre los surcos de la labranza mientras descansaba junto a su azada:

-¡Mira, Javierico, que condenarse por discutir si en Dios hay tres o cuatro personas…! ¡Todavía si fuera por irse de mujeres de virtud complaciente!

Pero sigamos con la historia. Durante el pontificado de San Pío X (1903-1914) surgió el modernismo, un movimiento en principio circunscrito a unos cuantos clérigos, que en resumen es el intento de edificar la Iglesia sobre el cimiento del principio de autonomía del hombre, por lo que el modernismo, en justicia, fue calificado por San Pío X como el conjunto de todas las herejías. Y en esta ocasión los herejes, formados en el pensamiento dialéctico, se consideraron a sí mismos, como un  elemento de progreso: los modernistas, como tesis, se oponían a la antítesis, la Iglesia tradicional y jerárquica, y en esta lucha dialéctica se progresaba hacia la síntesis. Esto les obligaba a camuflarse, para quedarse dentro de la Iglesia, hasta que llegase el momento de presentar la batalla abierta.

Y eso fue lo que sucedió en 1968, pero no en el mayo francés como se podría pensar, sino en el ferragosto romano de ese mismo año, tras la publicación de la Humanae vitae, en el sexto año del pontificado de Pablo VI, el 25 de julio de 1968. Y sospecho que alguno de los que sigan leyendo a partir de este párrafo y nos les halague el oído, dejarán de mirarme  con buenos ojos… Pero, como dije al principio, uno es de los que piensa que el don de la palabra no se nos ha concedido para ocultar el pensamiento. Además por mi trayectoria, estoy más acostumbrado a recibir al toro a puerta gayola que a dar la vuelta al ruedo.

En el verano de 1968, se levantaron en guerra abierta contra la Iglesia un buen número de católicos, dirigidos por los clérigos modernistas, que desde el pontificado de San Pío X habían crecido, y por entonces ya eran legión, como los endemoniados de Gerasa. Esta vez el diablo proponía localizar el disfrute de la autonomía del hombre un poco más debajo de su cabeza. Y así no fue difícil convencer a todas estas huestes para que levantaran la bandera de la virtud de moral complaciente. Ahora sí, en este momento salieron de la clandestinidad y formaron en orden de batalla, para combatir al siguiente párrafo de la Humanae vitae: “En la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan, por tanto, libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben formar su conducta a la intención creadora de Dios manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por la Iglesia”.

Lo cierto es que, desde 1968 hasta el día de hoy, el número de los católicos en rebelión contra esta doctrina de la Iglesia no ha dejado de crecer. Y, a mi juicio, ese es el principio de la crisis actual que sacude la Iglesia con la intención diabólica de derribarla. De manera, que los intentos de corromper a la familia y a la Iglesia son simultáneos, sus autores son los mismos y están dentro de la Iglesia. Cada uno sabrá cómo actúa en el lecho matrimonial, pero por sus frutos los conoceréis: la moral de virtud complaciente no conduce a santidad alguna, aunque uno participe en todas las actividades parroquiales y lee la epístola en las misas de los domingos.

Y adelantándose a los acontecimientos, Pablo VI, al escribir sobre las vías ilícitas para la regulación de los nacimientos, condena el “mal menor” tan invocado por tantos católicos españoles en la actualidad. Esto es lo que dice la Humanae vitae al respecto: “Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor”. En consecuencia, son contrarios a la moral de la Iglesia la utilización de los anticonceptivos y demás artilugios, más propios de un sex shop que de una farmacia.

Sí, soy consciente de que ni el sexto ni el noveno mandamiento son de los primeros, como también sé muy bien que el freno de mano no es la principal pieza de un coche. Pero la realidad es tozuda y nos dice que si no quitamos el freno de mano después de arrancar, el motor se para, el vehículo se cala y no anda. Y eso es lo que pasa, que desde julio de 1968 muchos católicos no quieren hacer caso de estas enseñanzas y se han rebelado contra el magisterio y la autoridad de la Iglesia, proclamando su autonomía y así nos luce el pelo: ni hijos en las familias, ni vocaciones sacerdotales. Porque como ya dijimos en el artículo anterior, una de dos: o los esposos se ayudan en su lucha por la santidad, o se convierten en cómplices del pecado. Y de esa complicidad pecaminosa no puede surgir una familia católica, semillero de los esposos cristianos y de las vocaciones sacerdotales y religiosas del futuro.

No, los que hacen trampas en el lecho matrimonial, los partidarios de esa moral de virtud complaciente no se sitúan en una posición neutra respecto a la santidad, sino que se convierten en agentes del mal. En este sentido, las palabras de Pablo VI en la Humanae vitae fueron proféticas, al referirse a las graves consecuencias de los métodos de regulación artificial de la natalidad: infidelidad conyugal, degradación general de la moralidad, consideración de la mujer como simple objeto de placer…

Y se me podrá objetar que en muchos casos este desorden de la conducta se debe a la falta de doctrina, e incluso a la intoxicación doctrinal a la que han sido sometidos no pocos católicos. Acepto la objeción, porque por inspiración diabólica los modernistas se han dado maña de hacer decir a los  documentos papales lo contrario de lo que expresan. Así por ejemplo, si preguntáramos a muchos católicos por el sentido de “paternidad responsabilidad”, nos dirían que eso se traduce en tener una parejita, nene y nena.

Sabía muy bien el diablo que la mejor manera de atrapar de los hombres es engancharles, no por la cabeza, sino por debajo de la cintura. Por eso los voceros del infierno critican y ridiculizan la tradicional predicación de la Iglesia sobre la castidad, virtud de la que apenas se oye hablar, no se vayan a molestar los partidarios de esa moral de virtud complaciente. En contraste con este silencio, cuando Pablo VI se dirige a los sacerdotes en la Humanae vitae, les dice: “Vuestra primera incumbencia –en especial la de aquellos que enseñan la teología moral- es exponer sin ambigüedades la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio”.

Sabía muy bien Satanás, que ya había reivindicado frente a San Miguel su propia autonomía respecto a Dios mucho antes de 1968, que si conseguía que un nutrido número de fieles proclamasen su autonomía en la moral matrimonial, los demás aspectos del dogma y de la moral también serían rechazados frontalmente con el tiempo. Y en engatusar a los católicos se dedican las huestes de Lucifer, ocultando su diabólico rostro con la máscara atractiva de la moral de virtud complaciente.

 

Javier Paredes, catedrático de Historia

Publicado originalmente en el Diario Ya