17.11.10

Hablemos de la Inquisición

A las 3:34 AM, por José Miguel Arráiz
Categorías : La Inquisición
 

Hablar de la inquisición no es simple, así como tampoco estudiar el tema con seriedad, objetividad y libre de los prejuicios que la leyenda negra ha ido sembrando a lo largo de la historia.

Hace ya bastante tiempo leía el artículo donde un sacerdote católico contaba como salía enojado de una conferencia porque hasta ese entonces había pensado que a Galileo Galilei lo había matado la inquisición.

Así como él, muchos de nosotros pudimos haber creído que realmente en la inquisición se condenaron a muerte 50 millones de personas, que Torquemada fue un asesino despiadado, y que poblaciones enteras vivieron aterrorizadas con solo pensar en la presencia del “inquisidor”.

 

Sobre las culpas del pasado

Pero así como es cierto que no fueron 50 millones, ni Torquemada un sanguinario, e incluso se puede afirmar sin temor a equivocarse, que la inquisición fue un avance para la época que en muchos casos permitió salvar muchas vidas y almas, también es cierto que se cometieron errores de exceso que no se pueden dejar de lamentar. El magisterio vivo (pontificio y no pontificio) de la Iglesia enseña que está mal aplicar la pena de muerte a un hereje por el simple hecho de ser hereje, aplicar métodos de tortura o cualquier medio de coacción externa sobre ellos o sus consciencias en materia religiosa. Ésa es una enseñanza moral que los fieles católicos debemos aceptar con espíritu religioso.

A este respecto comenta Juan Pablo II en su carta apostólica Tertio Millennio Adveniente:

“Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por la aquiescencia manifestada, especialmente en algunos siglos, con métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad.

Es cierto que un correcto juicio histórico no puede prescindir de un atento estudio de los condicionamientos culturales del momento, bajo cuyo influjo muchos pudieron creer de buena fe que un auténtico testimonio de la verdad comportaba la extinción de otras opiniones o al menos su marginación. Muchos motivos convergen con frecuencia en la creación de premisas de intolerancia, alimentando una atmósfera pasional a la que sólo los grandes espíritus verdaderamente libres y llenos de Dios lograban de algún modo substraerse. Pero la consideración de las circunstancias atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar plenamente la imagen de su Señor crucificado testigo insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre. De estos trazos dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe llevar a todo cristiano a tener buena cuenta del principio de oro dictado por el Concilio: « La verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas »”
.

Más adelante continua el Papa:

“Así es justo que, mientras el segundo Milenio del cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo.

La Iglesia, aun siendo santa por su incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos pecadores. Afirma al respecto la Lumen gentium: « La Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesita de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación »”

En la carta dirigida por el Papa Juan Pablo II al cardenal Roger Etchegaray con motivo de la publicación de las «Actas del Simposio Internacional “La Inquisición” recordaba lo escrito en la anterior carta apostólica:

”El 12 de marzo de 2000, con motivo de la celebración litúrgica que caracterizó la Jornada del Perdón, se pidió perdón por los errores cometidos en el servicio a la verdad recurriendo a métodos no evangélicos. La Iglesia debe realizar este servicio imitando a su Señor, manso y humilde de corazón. La oración que dirigí entonces a Dios contiene los motivos de una petición de perdón, que es válida tanto para los dramas ligados a la Inquisición como para las heridas en la memoria que han provocado: «Señor, Dios de todos los hombres, en algunas épocas de la historia los cristianos a veces han transigido con métodos de intolerancia y no han seguido el gran mandamiento del amor, desfigurando así el rostro de la Iglesia, tu Esposa. Ten misericordia de tus hijos pecadores y acepta nuestro propósito de buscar y promover la verdad en la dulzura de la caridad, conscientes de que la verdad sólo se impone con la fuerza de la verdad misma. Por Cristo nuestro Señor».”

Reconocer las culpas del pasado no afecta la indefectibilidad de la Iglesia

En ocasiones he escuchado que reconocer las culpas del pasado “pone en cuestionamiento la indefectibilidad de la Iglesia” , que “desautoriza la misma Revelación divina, expresada tanto en el A.T. como en el Nuevo, y constantemente enseñada en la teoría y en la práctica por la Iglesia” .

La indefectibilidad de la Iglesia garantiza que la doctrina cristiana no puede retroceder ni degenerar ni corromperse en su camino (guiado por el Espíritu Santo) hacia la verdad completa. Ni la Iglesia, ni el Papa ni un Concilio aprobado por el Papa, pueden enseñar herejías, pero esto no incluye una garantía de que los fieles cristianos (incluyendo la jerarquía eclesiástica) no pecará ni cometerá errores.

Si bien en el Antiguo Testamento se aplicaba la pena de muerte a quienes cometiesen pecados de idolatría[1] , blasfemia[2], a los falsos profetas y a los apóstatas[3] , en el Nuevo Testamento la su aplicación desaparece completamente. Con el que estaba equivocado se imponía la predicación y exhortación y contra los herejes contumaces la excomunión. Himeneo, Alejandro y Fileto, a quienes Pablo identifica como blasfemos y herejes [4], son expulsados de la Iglesia. En los siguientes siglos los primeros cristianos rechazaban rotundamente la violencia especialmente porque las persecuciones de las que eran objeto les hacían reclamar con vehemencia la libertad de conciencia que el Estado les negaba.

Inclusive ya en un contexto histórico diferente, en donde la Iglesia goza del favor de los emperadores, San Agustín primero niega a hacer uso del brazo secular para combatir la herejía [5]pero finalmente acaba recurriendo a él contra los donatistas ante sus graves excesos. Aun así no solo lamenta la dureza de los castigos infringidos a los herejes, sino que defiende que en cualquier caso debe excluirse la pena de muerte[6]. La repugnancia que siempre tuvo la Iglesia por la penalización física y corporal de los delitos religiosos está atestiguada por las duras protestas del Papa Siricio, de San Ambrosio[7], San Martín de Tours[8]

De la misma manera cuando en el año 385 el emperador Máximo condena a muerta a Prisciliano, bajo presunta acusación de maniqueísmo por otros obispos, escribe Lactancio “si quieres defender la religión mediante el derramamiento de sangre, los tormentos o el mal, no la defiendes, sino que la mancillas o violas” [9].

Es mucho después que el recurso al brazo secular comienza a aparecer como natural para reprimir el cisma y la herejía, y ya lo demás es historia.

La libertad religiosa, el patrimonio profundo de la Iglesia según el Papa

Es por esto que el Papa Benedicto XVI en su discurso a la curia romana se nos recuerda como “el concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo, así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos” .

El Papa continúa recordando como “la Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por los responsables políticos, considerando esto como un deber suyo; pero, en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se negaba a adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia” .

Es así como El concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera identidad. La Iglesia, tanto antes como después del Concilio, es la misma Iglesia una, santa, católica y apostólica en camino a través de los tiempos; prosigue “su peregrinación entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios", anunciando la muerte del Señor hasta que vuelva” .

Si desea más información respecto a la inquisición sugiero consultar:

Vittorio Messori , Leyendas negras de la Iglesia, Editorial Planeta, Barcelona, 2001

Joaquin Perez Villanueva y Bartolomé Escandell Bonet, Historia de la inquisición en España y América, Tomos I y II, BAC-CEL, Madrid, 1984

Puede consultar también la sección de artículos referentes a la inquisición en:

Conoze.com - La Inquisición

ApologeticaCatolica.org - Leyendas Negras de la Iglesia

NOTAS

[1] Núm 25,5; Deut 13,6-11; 12-6

[2] Lev 24,16

[3] Zac 13,3, Deut 13,2-8; 1 Re 18,21-40; 2 Re 1,10-18

[4] 1 Ti 1,20; 2 Ti 2,17

[5] San Agustín, Epístola 23,7

La obra completa en español o latín puede ser consultada en Obras completas de San Agustín, Tomo VIII, BAC 609, Madrid, 1986, pág. 106

[6] San Agustín, Epístola 105, Ad donatistas 1:ML 33,400.
La obra completa en español o latín puede ser consultada en Obras completas de San Agustín, Tomo VIII, BAC 609, Madrid, 1986, pág. 767

[7] San Ambrosio, Epístola XXIV, 12: PL XVI, 1029

[8] Según Sulpicio Severo, Diálogos, III,11-13P

[9] Lactancio, Div. Inst. 5,20: ML 6,613; Epitome div. Inst. 54. Cita en Martín Hernández , art. Cit., pág. 12