¿Tan anticuada se ha quedado la Iglesia?

 

Está claro que, por muchos argumentos que podamos esgrimir, los anticlericales rabiosos no se convencerán nunca, ni tampoco se convencerán ciertos millitantes de la geriatría teológica hispana y de otros países (los Masiá, Gonzalez Faus, Küng y otros similares) que miran a la Iglesia con pena pues no se han cumplido sus expectativas, fueran las que fueran.

23/11/10 9:39 AM


 

Famosa es la expresión de la presidenta de Argentina que hace unos meses vino a decir que la Iglesia se había quedado en los tiempos de las Cruzadas y de la Inquisición, mezclando así de paso ambas instituciones del pasado. Claro que no lo debió hacer hecho -pienso yo- como una afirmación de tipo histórico (imagino que doña Cristina Fernández Kirchner sabe que inquisición y cruzadas son realidades no exactamente contemporáneas) ni teológico (también imagino que esta buena señora sabe que ya no hay que reconquistar los santos lugares ni existe ya la Inquisición), sino como un arrebato de tipo político-populista-visceral al enterarse de las iniciativas de la Iglesia de Argentina contra su entonces querido proyecto de ley de matrimonios del mismo sexo, que al final consiguió sacar adelante.

El arrebato no es nuevo, pues ya cuando su marido -que en paz descanse- era presidente, montó un follón considerable en contra del Cardenal Bergoglio, que tardó años en resolverse y requirió esfuerzos especiales de la diplomacia vaticana. Parece ser que doña Cristina no ha sido tan descarada en su lucha con la Iglesia, pero al ser ella una admiradora declarada de las políticas sociales o antisociales de Zapatero (no sé si también de su persona, creo más bien que si es lista se habrá cuidado mucho de alabar la inteligencia de nuestro presidente), necesariamente ha tenido que chocar en más de una ocasión con la Iglesia.

La ocasión del exabrupto de la sra. Presidenta ya lo hace sospechoso, pues se refiere a algo que poco o nada tiene que ver ni con las Cruzadas ni con la Inquisición: El matrimonio de las personas del mismo sexo. Si el problema es ese, entonces nos habríamos quedado mucho más atrás, en tiempos de los primeros cristianos, de San Pablo y después de los Padres de la Iglesia, que no hablaron de dichos proyectos de ley (el Señor les ahorró tales disgustos en aquella época), pero sí hablaron claramente sobre la sexualidad cristiana, condenando fuertemente la sodomía. Y si a esa reacción pasional de doña Cristina ha contribuido la lucha que también la Iglesia de aquel país tiene contra las leyes abortistas, pues lo mismo, estamos en línea con el pensamiento multisecular de la Iglesia.

Personalmente, lo que piense la señora Kirchner sobre la modernidad de la Iglesia me trae al fresco, aunque no así por lo que ella significa, más que nada por el daño que puede hacer a los católicos argentinos si se enfada demasiado (algunos ejemplos de sus enfados ya han hecho historia). Por otro lado, el conocimiento que tenga de la historia eclesiástica no creo que sea como para dar especial crédito a su afirmación, concretamente ninguno. Pero sí que nos da la oportunidad de reflexionar si es verdad que la Iglesia se ha quedado tan anticuada como algunos afirman.

Más recientemente, alguien más cercano a nosotros, el ex-franciscano José Arregui, ávido de aparecer en los medios de comunicación con críticas altisonantes a la Iglesia, ha dicho nada menos que “la institución eclesial está caminando en dirección contraria a la Iglesia”. No es que su opinión siente cátedra, aunque quizás lo pretenda, y sin duda no sirve como “auctoritas” en un tratado de sociología religiosa, pero nos puede ayudar a reflexionar sobre una acusación que repiten muchos.

Por eso, dejando aparte al fraile secularizado y a la Kichner -sin olvidar a la querida tierra de Argentina- nos podemos preguntar: ¿Tan atrás nos hemos quedado? Lo simplón sería decir “por supuesto que no” y con eso se acabaría el artículo, pero mejor intentar no ser simplones. Veo que el tema interesa, pues en muchas páginas web se habla él. En algunas (así lo hace la web de una diócesis isleña española) lo arreglan de modo igualmente simplón, invitando al lector a pensar si no será él el que tiene que cambiar o es el mundo el que debe hacerlo. En mera lógica, ese argumento “ad hominem” no parece bueno para responder a la pregunta.

Está claro que, por muchos argumentos que podamos esgrimir, los anticlericales rabiosos no se convencerán nunca, ni tampoco se convencerán ciertos millitantes de la geriatría teológica hispana y de otros países (los Masiá, Gonzalez Faus, Küng y otros similares) que miran a la Iglesia con pena pues no se han cumplido sus expectativas, fueran las que fueran. Pero aquí no se trata de convencer a nadie, sino de una reflexión sin grandes pretensiones teológicas que me ha servido y ofrezco por si a alguien le sirve.

Tomaré como punto de partida un texto nada sospechoso de carca, sino todo lo contrario: Se trata de un “proyecto” presentado en el aula conciliar por el Cardenal Suenens -y que fue mirado con buen ojo, entre otros por Rahner, Häring y Congar- con vistas a un futuro texto conciliar que definiese las relaciones entre la Iglesia y el mundo contemporáneo. El purpurado belga se expresaba en dicho escrito de este modo:

Porque el mundo espera que la Iglesia ayude a resolver las grandes cuestiones de este tiempo:

1º Es preciso tener en cuenta todos los problemas que tienen que ver con la dignidad de la persona humana y con su vida misma. Se entiende también el problema de la expansión demográfica.

2º Es preciso que la Iglesia hable de la justicia social. Se ha escrito mucho sobre el sexto mandamiento, pero se habla poco del deber social de la propiedad privada, y de qué manera definir lo superfluo que se les debe a los pobres.

3º La Iglesia tendrá que hablar de la evangelización de los pobres, tanto aquí como en las misiones extranjeras.

4º La Iglesia tendrá que hablar de la paz internacional y de los peligros de la guerra.

 

No es un texto de profundidad teológica, y sin duda muy discutible, pero significativo de lo que en aquella época los más modernos pensaban que tenía que hacer la Iglesia para modernizarse. Si el enfoque de Suenens es acertado o no, no soy yo quien lo debe juzgar, pero el texto provoca una cierta sospecha que lleva a una pregunta: ¿Estos puntos de los que él habla no se trataban antes del Concilio? Sin duda se trataron, aunque quizás no en el modo en que algunos como él, hubiesen querido y esperaban que el Vaticano II lo hiciese. De todas formas, el texto interesa por sintomático.

Ahora habría que preguntarse, ¿Desde entonces, concilio incluido, ha afrontado la Iglesia dichos temas? Ciertamente, con creces ¿Los ha hecho  puntos preferenciales de su pastoral? Sin duda. Aunque no como querrían los que no tienen fe, porque aquí no se trata de participar en una ONG sino de vivir en plenitud la revelación de Cristo. ¿Es conocido en el mundo el empeño de la Iglesia por la resolución de los problemas que estos puntos implican? Pues también, aunque no todos comparten sus soluciones. Por tanto, ¿Ha cumplido la Iglesia las expectativas legítimas apuntadas en el escrito del Cerdnal de acentuar algunos puntos con vistas al mundo contemporáneo? Abundantemente. Pero no las de los que esperaban una revolución que no tenía porqué venir.

Si a esto le añadimos el impulso que la Iglesia le ha dado en su seno a los medios de comunicación, Internet incluido (las estadísticas hablan del uso masivo que los sacerdotes hacemos de él), redes sociales, el diálogo continuo del mismo Papa y muchos otros expertos católicos con los mejores intelectuales y científicos de nuestro tiempo, la participación de la Santa Sede y de innumerables instituciones eclesiales en foros, convenios y otros organismos de diálogo internacional, la colaboración de las universidades católicas -muchas de ellas punteras por su calidad de enseñanza- con otras instituciones académicas de primera fila y de las bibliotecas eclesiásticas con las mejores del mundo, y un largísimo etcétera de otros elementos, se puede concluir que la Iglesia tiene poco de anticuada. Lo cual no excluye que algunos de sus miembros lo sean, pero una acusación tal, aplicada en general a la gran familia que es la Iglesia, no creo que se sostenga. No cambiará el depósito de la fe ni de la moral, eso sí que no, pero de anticuado tiene poco… Vamos, me parece a mí, aunque me puedo equivocar.

 

P. Alberto Royo Mejía, sacerdote