3.12.10

Las reformas buenas y necesarias, cuanto antes mejor

A las 11:52 AM, por Luis Fernando
Categorías : Actualidad, Espiritualidad cristiana, Secularización interna de la Iglesia
 

El Secretario del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, Mons. Juan Ignacio Arrieta, Obispo titular de Civitate, nos cuenta en un artículo que allá por el año 1988, el por entonces Cardenal Prefecto de la Congregación para la Fe y hoy Papa, solicitó un endurecimiento de las penas canónicas para los clérigos que cometían delitos de suma gravedad, como es el caso de los que cometen abusos sexuales. Además pidió que se aceleraran los procesos.

En septiembre de 2007, el Papa mandó que se acelerara ese estudio. Y en las próximas semanas el Pontificio Consejo mecionado entregará a sus miembros un borrador de reforma del Libro VI del Código canónico, base del sistema penal de la Iglesia. En esta grave cuestión, como en varias otras, Benedicto XVI ha acelerado grandemente el enfrentamiento de problemas graves de la Iglesia estancados hacía décadas. Bendito sea Dios.

En todo caso, eso me lleva a hacerme algunas preguntas: ¿Por qué han tenido que pasar 22 años entre una propuesta tan sensata y extremadamente urgente y su puesta en marcha? ¿Cuántos cuántos problemas no se habría evitado la Iglesia de haberse hecho esa reforma a tiempo? ¿Por qué Juan Pablo II no tomó en cuenta la opinión de su mano derecha doctrinal? ¿Por qué la Iglesia es tan lenta en hacer algo que evidentemente redunda en el bien común de los fieles?

Creo que Mons. Arrieta no ha hecho otra cosa que señalar cuál es uno de los principales problemas a los que se enfrenta la Iglesia en las últimas décadas. A saber, su exasperante lentitud a la hora de atajar el mal en su seno. Porque una cosa es que se respete la presunción de inocencia, que se den todas las garantías procesales necesarias y que incluso se tenga siempre la puerta abierta a la conversión del pecador, y otra muy distinta que se dejen pudrir situaciones que obviamente no tienen apenas solución.

En otras palabras, no me imagino a San Pablo pidiendo a los corintios que abrieran un proceso canónico de varios años para decidir qué hacer con el tipo que se acostaba con la mujer de su padre. Y más grave que eso me parece que un cura se acueste con los hijos de sus parroquianos. Como dice el proverbio “a grandes males, grandes remedios". No se puede curar con tiritas y mecromina un órgano gangrenado. Ni se trata el cáncer con aspirinas. Ni tiene sentido dejar que un tumor crezca durante años sin aplicarle la quimioterapia o cirujía necesarias para evitar que se convierta en mortal.

Y si digo esto de los delitos contra la moral, digo lo mismo de los delitos contra la sana doctrina. Eso de dejar pasar años, incluso décadas, sin juzgar las herejías que determinados teólogos expanden cual chapapote inmundo por las costas de la Iglesia, es ocasión de enormes males para la Iglesia. Muchos católicos se desvían de la fe y de la moral verdaderas, perdidos en la confusión, engañados por aquellos lobos que, dejados sueltos, hacen estrago en el rebaño.

Pondré un ejemplo. Las obras del P. Anthony De Mello, S. J. (+1987), fueron durante decenios de las más difundidas, en varias lenguas, entre el pueblo católico. En 1998, once años después de muerto, fueron objeto de una larga y muy dura Notificación reprobatoria. Para entonces cientos de miles de católicos, sacerdotes, religiosos, laicos, estaban profundamente infectados por sus errores. ¿Puede hallarse alguna justificación para una lentitud semejante en el combate contra las herejías dentro de la Iglesia? San Agustín y Pelagio fueron exactamente contemporáneos. Y San Agustín combatió con todas sus fuerzas la herejía pelagiana que causaba estragos “en su tiempo". Hizo todo lo posible por apagar un fuego antes de que se convirtiera en un gran incendio.

La Iglesia debe combatir con toda fuerza y urgencia todos los males que surjan en su interior, lo mismo sea, por ejemplo, la pederastia en algunos sacerdotes, como la herejía en tantos profesores de Teología, que durante decenios enseñan en Seminarios y Facultades católicas.

Para que la Iglesia sea verdadera luz el mundo, debe librar primeramente la batalla por la santidad en su seno. El pecado va a estar siempre presente porque forma parte de la condición humana desde que Adán y Eva lo introdujeron en el mundo. Pero lo que puede y debe cambiar es la manera en que la Iglesia de Cristo lo combate. Ni puede ser una madrastra que deje la gracia y la misericordia a un lado, ni puede ser una mala madre consentidora que deje el castigo corrector y purificador en la alacena de su despensa. Y es que, como estamos viendo, si no lo hace ella, lo acaba haciendo su Señor, para vergüenza de todos los fieles. Ya lo dijo San Pablo de los judíos que pedían cumplir la ley y ellos mismos no la cumplían: “Pues escrito está: Por causa vuestra es blasfemado entre los gentiles el nombre de Dios” (Rom 2,24). Que nunca se pueda volver a decir lo mismo de nosotros.

Luis Fernando Pérez Bustamante