5.12.10

Esperanza y conversión

A las 10:01 AM, por Luis Fernando
Categorías : Actualidad, Espiritualidad cristiana, Evangelio, Liturgia
 

Estamos en pleno Adviento, tiempo de esperanza, de anhelo de la llegada de Cristo, Rey y Señor de nuestras vidas. Los “maranatas” se suceden en nuestras iglesias, donde la liturgia misma se muestra como el prefacio glorioso al culto eterno que daremos a Dios en el cielo.

Todos estos días atrás hemos oído en misa la voz del profeta Isaías, verdadero precursor de los evangelios en el Antiguo Testamento. En él encontramos el anuncio de la llegada del Salvador. Una llegada de la que hemos contemplado, permítaseme decirlo así, una primera fase, en la que Cristo ha hecho todo lo necesario para salvarnos. Pero aún queda su regreso en gloria y poder para poner a sus enemigos bajo sus pies y reinar por siempre junto a su Iglesia.

Jesucristo, como escuchamos hoy en el evangelio del día, fue precedido del más grande de los profetas nacido de mujer. San Juan Bautista preparó la senda por la que iba a transitar el Redentor. Y lo hizo con un mensaje claro, nítido y revolucionario: conversión, conversión y conversión. Ciertamente no hay mayor revolución que la de un corazón convertido al Señor para cumplir sus mandamientos. No hay fuerza en el mundo capaz de ahogar el bien que nace de las almas que, en el Espíritu Santo, se entregan a Cristo para vivir cumpliendo la voluntad del Padre.

Si San Juan predicó la conversión antes de que Cristo empezara su ministerio haciendo exactamente lo mismo, la Iglesia tiene hoy el deber de seguir los pasos del profeta y de su Señor y anunciar la necesidad del cambio de vida que la gracia y la misericordia divinas ponen a nuestro alcance. Si para recibir al Señor como Salvador es necesario convertirse, ¿qué no será necesario para poder recibirle como siervos del Rey de reyes y Señor de señores?

Los católicos no podemos pensar que la conversión es sólo para los incrédulos. A quien más se le da, más se le reclama y nosotros hemos recibido la gracia de Dios para llegar a ser verdaderamente santos. Dejemos pues que Dios tome posesión de nuestra alma, de nuestro intelecto, de nuestro corazón y de nuestra voluntad. Quien se considere ya lo suficientemente santo a sí mismo puede tener por seguro que es un necio, pues el proceso de santificación jamás cesa mientras vivimos esta vida. Dios siempre tiene algo que mejorar en nosotros. Siempre hay una habitación por limpiar de la inmundicia del pecado. Aunque hay grados en la misma, la santidad no está sólo al alcance de los místicos y los grandes doctores de la Iglesia. Es para todos.

Cristo, ven pronto.

Luis Fernando Pérez Bustamante