18.12.10

La Virgen está encinta

A las 9:59 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

Homilía para el IV Domingo de Adviento. Ciclo A

Una bella antífona invoca a María como Alma Redemptoris Mater, Santa Madre del Redentor, y dirigiéndose a Nuestra Señora dice: “Tú, que ante el asombro de la naturaleza, engendraste a tu Santo Creador, virgen antes y después de haber recibido de la boca de Gabriel aquel ‘Ave’, ten piedad de los pecadores”.

María es la mujer elegida por Dios para realizar el misterio de la Encarnación. En Ella se cumple el vaticinio de Isaías: “Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel” (cf Is 7,14). “En efecto, aquél que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad” (Catecismo 495).

San Cirilo de Alejandría compara la Encarnación del Hijo de Dios con nuestro propio nacimiento. Cada uno de nosotros ha nacido de una mujer, en cuyo seno se ha ido formando nuestro cuerpo, al que Dios infundió un alma racional. Pero no decimos que nuestra madre sea la madre de nuestro cuerpo, sino que decimos que es nuestra madre en sentido pleno; madre de todo lo que somos.

De modo semejante, María es Madre de Dios, porque en su seno virginal el Hijo de Dios, sin dejar de ser Dios, asumió la naturaleza humana, uniéndose a un cuerpo animado por un alma racional: “El Verbo de Dios nace en la eternidad de la sustancia del Padre; mas, porque tomó carne y la hizo propia, es preciso confesar que nació de una mujer según la carne. Y como a la vez es verdadero Dios, ¿quién tendrá reparo en llamar a la Santa Virgen “Madre de Dios"?”, concluye San Cirilo.

El vínculo que une a un hijo con su madre unió, de un modo peculiar, a Jesús con María. En su seno, el Corazón de Jesús comenzó a latir, haciendo humano su amor divino por nosotros. María fue el sagrario que custodió ese amor para que, incluso antes del nacimiento, inundase a toda la humanidad. En su seno Jesús es ya el Emmanuel, el “Dios con nosotros”.

Su maternidad no distrajo en absoluto su total consagración a Dios. Su virginidad se hizo fecunda por el poder creador del Espíritu Santo, Señor y Dador de vida. Su Hijo era el Hijo de Dios. Dedicándose por entero a Él, se convierte también en Madre nuestra en el orden de la gracia, ya que “viviendo su singularísima relación materna con el Hijo, compartió su misión por nosotros y por la salvación de todos los hombres” (Benedicto XVI).

De María debemos aprender a tratar a Jesús, recibiéndolo en nuestra vida por la fe, contemplándolo con delicadeza y con respeto, identificándonos con su Pasión y con su Cruz y alegrándonos con la gloria de su Resurrección. El mismo Espíritu, que cubrió con su sombra las entrañas de la Virgen Madre, convierte el pan y el vino en el Cuerpo y en la Sangre del Señor. Adorar a Cristo en la Eucaristía es, siempre, hacer memoria de su Encarnación redentora: “Ave verum Corpus natum de Maria Virgine”; “Salve, verdadero Cuerpo nacido de María Virgen”.

En la Eucaristía encontraremos inspiración y alimento, consuelo e impulso para testimoniar con nuestras vidas el realismo de la salvación.

Guillermo Juan Morado.