12.01.11

Mi felicidad y la infelicidad ajena

A las 12:15 PM, por Daniel Iglesias
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Leyendo una entrevista –realizada en 1987– del periodista César di Candia a Luis Pérez Aguirre (sacerdote jesuita uruguayo ya fallecido, conocido sobre todo por su actividad en pro de los derechos humanos), me encontré con la siguiente frase de Pérez Aguirre, que me hizo pensar bastante: “no puedo ser feliz, cuando a mi lado hay alguien que no lo es” (César di Candia, Confesiones y arrepentimientos, Tomo II, El País, Montevideo, 2007, p. 56). Con todo respeto, opino que ésta es una de esas frases que a primera vista impresionan muy bien pero que, miradas más de cerca, revelan ser altamente problemáticas. Supongo que la frase citada sólo pretendió expresar un fuerte sentimiento de solidaridad y un ardiente deseo de justicia. Por lo tanto, las consideraciones siguientes de ningún modo constituyen una crítica al P. Pérez Aguirre. Sin embargo, creo que nos conviene concentrarnos en la frase en sí misma y preguntarnos si y en qué sentido podemos o debemos dejar de ser felices en presencia de la infelicidad ajena.

Así planteada la cuestión, parece que nuestra frase supone que la felicidad se comporta como si fuera un mero bienestar físico o material. Como enseña la economía, los bienes materiales siempre son “escasos” (o finitos), por lo cual, para remediar una injusta distribución de la riqueza, a menudo es moralmente obligatorio que alguien renuncie a una parte excedente de sus bienes para darla a otro, que carece de lo mínimo necesario. Pero en realidad la felicidad no depende de los bienes materiales, como surge de las siguientes dos objeciones obvias.

Por una parte, la riqueza no hace la felicidad. Esta verdad era ya bien conocida en el tiempo de la Antigua Alianza: “Hablé en mi corazón: ¡Adelante! ¡Voy a probarte en el placer; disfruta del bienestar! Pero vi que también esto es vanidad.” (Eclesiastés 2,1).

Por otra parte, Jesús nos enseña que la pobreza material no implica de por sí la infelicidad: “Bienaventurados los pobres” (Lucas 6,20). Las bienaventuranzas evangélicas no son un elogio de la miseria, sino (entre otras muchas cosas) un canto a la libertad del espíritu humano, que no está absolutamente condicionado por las circunstancias materiales. También los pobres pueden ser felices, si viven de acuerdo con el Evangelio de Cristo.

La felicidad no es un bienestar material ni “funciona” como los bienes materiales. Trascendiendo pues el orden material, la frase en cuestión parece indicar que la misericordia debe hacernos infelices con el infeliz. Aquí cabría distinguir dos niveles.

En un nivel más superficial, que podríamos llamar “bienestar psicológico”, es claro que la felicidad humana no es completa en esta vida precisamente porque coexiste con la infelicidad. La compasión nos mueve a compartir el sufrimiento ajeno. Por eso el Hijo de Dios hecho hombre, a pesar de mantener siempre la felicidad de su perfecta comunión con el Padre, lloró ante la tumba de su amigo Lázaro y ante la ciudad de Jerusalén, donde habría de morir.

La falta de “bienestar psicológico”, aunque puede llegar a ser muy grande, no impide la verdadera alegría. Pensemos, por ejemplo, en las personas que sufren depresión, enfermedades mentales o discapacidades intelectuales. La compasión por estas personas no anula la verdadera alegría. ¿De qué les valdría a los que sufren o están tristes que los demás les transmitamos tristeza en vez de alegría? En presencia de alguien infeliz, no puedo ni debo renunciar a mi felicidad, ni a una parte de ella. El cristiano debe irradiar la alegría de la salvación, sin perderla: “Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres.” (Mateo 5,13).

En un nivel más profundo, propiamente espiritual, la verdadera felicidad puede coexistir con el sufrimiento, porque lo supera. Esta felicidad, que comienza en la tierra, alcanza su plenitud en el cielo. La infelicidad más profunda, la única verdadera infelicidad, es el fruto de la culpa grave, el pecado mortal. Pues bien, la misericordia por los pecadores ni nos vuelve pecadores ni puede quitarnos la alegría de la salvación. Si no fuera así, un solo ángel caído podría impedir la felicidad del Cielo; y estaríamos indefensos ante el chantaje espiritual de los pecadores, que podrían manipularnos con base en nuestra torcida misericordia.

El estado espiritual que lleva a la felicidad es en cierto sentido incomunicable. Esto es representado plásticamente en la parábola de las vírgenes prudentes y las vírgenes necias (cf. Mateo 25,1-12). No es en absoluto el egoísmo lo que mueve a las cinco vírgenes prudentes a no compartir el aceite de sus lámparas con las cinco vírgenes necias. En la realidad espiritual representada mediante la parábola, se trata de una imposibilidad ontológica. Cada persona humana será juzgada individualmente y deberá responder de sus actos ante Dios. Podemos influir en los demás, pero nadie puede tomar decisiones de orden moral en lugar del otro, anulando su libertad.

La felicidad es una realidad espiritual que brota de la caridad o amor, como una consecuencia o subproducto de éste: “Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará.” (Mateo 16,25). No obtiene la felicidad el que se obsesiona por su propia felicidad y se olvida de los demás, sino el que en cierto modo se olvida de sí y se entrega a sí mismo, tratando de hacer felices a los otros.

El amor, que sí hace la felicidad, no es, como los bienes materiales, un bien escaso, sino un reflejo del don sobreabundante del amor divino. En el milagro de la multiplicación de los panes, Jesús nos muestra que, en el orden espiritual, a diferencia del orden material, cuanto más se da, se tiene cada vez más, no menos. El amor no resta, sino que multiplica. Esta verdad se manifiesta con máximo esplendor en la Eucaristía, el gran sacramento del amor. El que da felicidad no la pierde, sino que recibe aún más felicidad.

Daniel Iglesias Grèzes