13.01.11

Dos antropologías en conflicto (6)

A las 11:25 AM, por Daniel Iglesias
Categorías : Doctrina Social y Política, Moral
 

6. Dos espíritus contrapuestos

A lo largo de esta serie de artículos he descrito el conflicto entre las dos antropologías principales de nuestro tiempo: la antropología cristiana y la antropología individualista. En este artículo final procuraré mostrar que esas dos antropologías provienen de dos espíritus contrapuestos y tienden a producir frutos contrarios entre sí.

Dos amores construyeron dos ciudades: el amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo, la ciudad de Dios; el amor de uno mismo hasta el desprecio de Dios, la ciudad terrena” (San Agustín, La Ciudad de Dios, 14,28).

El amor de Dios aquí referido es la caridad, virtud teologal que proviene de un don del Espíritu Santo. El “desprecio de uno mismo” implicado por la caridad no debe ser entendido literalmente, como una especie de “auto-odio”, lo que sería enfermizo y maligno, sino como abnegación y sacrificio por amor, en el sentido de la Cruz de Cristo. El Evangelio no prohíbe el amor bien entendido a uno mismo (cosa que sería absurda, porque no somos libres de no desear nuestra propia felicidad), sino que lo ubica en su verdadero contexto: el amor a Dios sobre todas las cosas y el amor al prójimo como a uno mismo, con el mismo amor de Cristo. La caridad une a Dios y al prójimo, formando una comunión divino-humana, que es la Iglesia, Cuerpo de Cristo.

En cambio, el amor de uno mismo hasta el desprecio de Dios es el pecado capital de la soberbia, que llevó a Lucifer a su orgullosa y trágica decisión de no servir a Dios. Por las insidias del demonio el pecado entró en el mundo y se difundió luego en la humanidad caída. El pecado divide y desune: separa al hombre de Dios y a los hombres entre sí, sumiéndolos en la espantosa confusión de un conflicto de todos contra todos. Por el pecado, el hombre se encuentra dividido incluso en sí mismo, alienado, separado de la verdad más íntima de su mismo ser y de su verdadera vocación.

A nivel personal y a nivel social, debemos pues elegir entre Babel y Pentecostés, entre el espíritu del mal y el Espíritu de Dios. Los frutos de esas dos posibles elecciones son dramáticamente opuestos entre sí.

Por mi parte os digo: Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como que son entre sí antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisierais. Pero, si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley. Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios. En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley. Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu.” (Gálatas 5,16-25).

En la parábola del trigo y la cizaña (Mateo 13,24-30.36-43) Jesucristo nos enseña que el Reino de Dios y el reino del diablo coexistirán y se enfrentarán entre sí hasta el fin del mundo, cuando Dios manifestará su juicio definitivo sobre cada ser humano, retribuyendo a cada uno según sus obras. Notemos que la pugna entre ambos reinos se produce no sólo en el nivel individual, sino también en el nivel social, tendiendo a constituir por una parte una civilización o cultura del amor y por otra parte una “anti-civilización” o “cultura de la muerte” (cf. Juan Pablo II, Gratissimam sane, Carta a las familias, 2/02/1994, n. 13).

Si bien es cierto que esta pugna se ha dado siempre en toda sociedad humana desde el pecado original de nuestros primeros padres, cabe afirmar que ella ha adquirido una especial intensidad en nuestros días y en particular en nuestra civilización occidental. Para entender esto, quizás nos ayude esta reflexión: desde el primer pecado, siempre ha habido egoísmo en el mundo; pero es propio de nuestra época el haber “racionalizado” el egoísmo, convirtiéndolo en una ideología: el individualismo.

Es por esto, sobre todo, que Occidente aparece hoy como una civilización dividida en dos: la cultura cristiana y la cultura individualista y secularista. Tanto en nuestra América como en la vieja Europa se enfrentan hoy claramente esas dos concepciones principales del hombre y del mundo, profundamente antagónicas entre sí. Dado que la familia es la célula básica y fundamental de la sociedad humana, no es extraño que ella esté en el centro de la lucha entre las dos culturas mencionadas.

Más allá de los males comunes a todas las épocas (guerras, hambrunas, epidemias), el mundo actual sufre de algunos males muy característicos de nuestra época, y que son consecuencias directas de la amplia difusión de la mentalidad individualista. Haciendo un paralelismo con las diez plagas de Egipto, podemos enumerar a modo de ejemplo diez plagas características del mundo actual: el aumento y la trivialización del divorcio; el surgimiento y auge de la eugenesia; la eutanasia, que retoma, en nuestra civilización técnica, las antiguas prácticas paganas de eliminación de los “indeseables”; la búsqueda de un “paraíso artificial” a través de la drogadicción; la anticoncepción, fruto envenenado de la “liberación sexual”; la legalización del aborto, la mayor lacra moral de nuestra época; la multiplicación de las “uniones de hecho”, efecto del individualismo aplicado a las relaciones entre el hombre y la mujer; la promoción de la homosexualidad a través de la “ideología de género”; la reproducción humana artificial, que trata al hombre como un mero producto de la técnica; y, finalmente, el aumento de los suicidios, claro síntoma de la desesperación que inunda a una sociedad que parece olvidar cada vez más el sentido trascendente de la vida, del amor, del trabajo y del sufrimiento del hombre.

Quiera Dios que, bajo el impulso de su gracia, podamos resistir la embestida de la cultura individualista, mantenernos firmes en la fe católica y apostólica, y dar muchos frutos de alegría y paz (¡la alegría y la paz de Cristo!) en un mundo que tanto los necesita. (Fin).

Daniel Iglesias Grèzes