Sudán del Sur: el fracaso del expansionismo musulmán

Pedro Fernández Barbadillo

 

El fracaso de este modelo de construcción nacional, basado en la asimilación forzada sobre la base de la raza y la religión, es absoluto, ya que los regímenes que la han practicado han conducido sus países no sólo a la inestabilidad y la dictadura, también a la pobreza: son inviables para los no musulmanes… y para los musulmanes

14/01/11 5:28 PM


 

El día 9 comenzó en Sudán del Sur, un territorio del tamaño de la Península Ibérica y con menos de 100 kilómetros de carreteras asfaltadas, un referéndum de autodeterminación. Si la población se pronuncia mayoritariamente (tiene que votar al menos el 50% del censo y, de éste, escoger la opción independentista el 60%) por la independencia, nacerá un nuevo Estado en África. Sería el fracaso no sólo del Sudán impuesto por las dictaduras de Jartum, sino del expansionismo árabe-musulmán en África.

A este referéndum se ha llegado después de décadas de guerra, crímenes y dictaduras. Sudán es el país más grande de África, con 2,5 millones de kilómetros cuadrados, y antes de su independencia (1956) fue controlado por Egipto e Inglaterra. Gamal Abdel Nasser (1956-1970), que quería expulsar a Inglaterra y Francia de Egipto y nacionalizar el canal de Suez, deseaba mantener un condominio sobre Sudán. Londres, a fin de fastidiarle, concedió la independencia al vastísimo territorio, vertebrado por el Nilo y nada homogéneo, en términos raciales, económicos o religiosos.

Sudán es una de las líneas de fractura civilizacionales: por un lado, el norte desértico, poblado por árabes o pueblos arabizados y musulmanes; por el otro, el sur, con bosques y pastos, poblado por negros de religión cristiana o animista. Desde la independencia, el poder es cosa de los árabe-musulmanes, que han tratado de unificar el país por medio de la lengua árabe y la religión mahometana, lo que ha causado varias rebeliones. La última guerra entre el norte y el sur se prolongó entre 1983 y 2005. En los acuerdos de paz firmados por el Gobierno del general Omar Hasan al Bashir y el Movimiento de Liberación Popular de Sudán se establecía un Gobierno de coalición en Jartum, un régimen autonómico en el sur y, transcurridos seis años, un referéndum para que la población de este último territorio decidiese su estatus.

La victoria de la independencia se da como segura (hay un plazo de varias semanas para el recuento de los votos), debido al trato inhumano que han padecido los sureños. Los árabes han cometido todo tipo de atrocidades: los soldados raptaban a mujeres y niños y los convertían en esclavos; a los cristianos los crucificaban... Según Andrea Minalla, periodista y teólogo de Sudán del Sur (v. Mundo Negro), la sociedad construida por los dictadores de Jartum está conformada por cinco tipos de persona: el varón árabe, la mujer árabe, el varón no árabe pero musulmán, la mujer musulmana no árabe y, en último lugar, el resto, esto es, los no árabes y no musulmanes de ambos sexos.            

China, el mejor aliado de Jartum

El único producto de exportación de Sudán es el petróleo, descubierto a finales de los años 90, ya iniciada la última guerra. En la actualidad, Jartum exporta más de 400.000 barriles diarios; su primer comprador es China (el 65% de la producción), su principal aliado fuera del mundo árabe. El 80% de los yacimientos se encuentra en el Sur: si los sureños se decantan por la independencia, ¿aceptará el régimen un resultado que reducirá el tamaño y la riqueza del país?

El general Bashir, que tiene sobre sí dos órdenes de arresto emitidas por el Tribunal Penal Internacional, se ha comprometido a respetar la decisión del Sur, pero lo cierto es que tampoco le quedan otras opciones. Y es que su régimen se enfrenta a tres conflictos internos: el ya citado del sur, el de Darfur, en el oeste, y el que tiene por escenario el este. Le es imposible luchar en todos a la vez. Por otro lado, la ONU, la Unión Africana y, sobre todo, Estados Unidos quieren que el referéndum se respete.

El fracaso de un modelo expansionista

La división de Sudán muestra el fracaso de los proyectos imperialistas (¿por qué no llamarlos así?) de las elites islámicas y árabes o arabizadas en numerosos países asiáticos y africanos, emprendidos después de la Segunda Guerra Mundial. Desde Marruecos hasta Siria y desde Argelia hasta Pakistán, los sucesivos gobernantes han querido encajar en el molde musulmán y –en menor medida– árabe a todos los grupos raciales y religiosos, ya se trate de bereberes, negros, tuaregs, caldeos, coptos, católicos, anglicanos, judíos o bahaíes. Desde los años 50, millones de personas han tenido que exiliarse (judíos magrebíes a Israel, cristianos libaneses y sirios a Francia, cristianos iraquíes a Estados Unidos), y otros millones más malviven sometidas a la discriminación y la violencia. Hubo un tiempo en que el porcentaje de cristianos en Túnez rondó el 50%; hoy, debido a las persecuciones, ha caído por debajo del 5%. En estas persecuciones coinciden tanto los aliados de Occidente (Marruecos o Egipto) como los hostiles (Libia o Irán).

El fracaso de este modelo de construcción nacional, basado en la asimilación forzada sobre la base de la raza y la religión, es absoluto, ya que los regímenes que la han practicado han conducido sus países no sólo a la inestabilidad y la dictadura, también a la pobreza: son inviables para los no musulmanes... y para los musulmanes. La prueba, a la vista de cualquier europeo, son los emigrantes procedentes del Magreb y de Pakistán.

Lo malo para todos nosotros es que esas elites no son capaces de admitir sus errores, ni de rectificar, como se ha vuelto a demostrar en el caso de Sudán. Irán y Pakistán desarrollan sus programas nucleares, que quitan fondos a la economía; Marruecos se niega a retirarse del Sáhara; en Egipto y Túnez, los presidentes gobiernan mediante el fraude electoral y la policía secreta... El auge de los islamistas comenzó en la década de los 70, precisamente, por la decepción que causó en muchos árabes el incumplimiento, por parte de Nasser y sus imitadores, de la promesa de derrotar a Israel y distribuir el bienestar.

Las fronteras de África

A medida que las colonias africanas alcanzaban la independencia se planteó a sus gobernantes el problema de las fronteras, que se habían fijado en los despachos europeos. El principio que triunfó fue el del respeto a las demarcaciones heredadas, pese a su injusticia o su absurdidad. Mientras en Europa y en Asia el derrumbe del bloque socialista provocó la implosión de varios Estados artificiales (Unión Soviética, Yugoslavia y Checoslovaquia), así como la reunificación de otros (Alemania y Yemen), en África la redefinición de las fronteras se ha retrasado unas décadas.

Hasta 1993, todo intento de escisión fue abortado por los propios dirigentes africanos, como ilustran los casos de Katanga, en el Congo, y Biafra, en Nigeria. En el norte de Somalia se constituyó en 1991 un Estado separado del resto del país, que se había formado por la unión de las colonias italiana y británica; su denominación es Somaliland, aunque ningún otro Estado lo ha reconocido. El caso del Sáhara Occidental es un proceso de autodeterminación inconcluso debido a una invasión. La Unión Africana, donde tiene asiento desde 1984 la República Árabe Saharaui Democrática, apoya la independencia de ésta, motivo por el cual Marruecos se marchó de la organización.

La única escisión dentro de un Estado africano independiente admitida hasta ahora ha sido la de Eritrea, una estrecha franja de tierra que los británicos concedieron a su aliado el emperador etíope Haile Selassie al final de la Segunda Guerra Mundial. Eritrea obtuvo la independencia en 1993, después de 30 años de guerra y de un referéndum, dos coincidencias con el caso sudanés.

La probable independencia de Sudán del Sur afectará sin duda a Marruecos. El argumento más empleado últimamente por la dictadura marroquí, sobre todo ante los europeos y los americanos, es que un Sáhara Occidental independiente se convertiría en un Estado fallido, en el que operarían terroristas islámicos, mentira que ha sido refutada por el Gobierno de Estados Unidos. Pero el argumento marroquí más difundido entre los africanos es que la independencia de la antigua provincia española desencadenaría un proceso de balcanización en el Magreb, incluso en todo el continente. Por el contrario, el triunfo del movimiento independentista en Sudán del Sur, impuesto a fin de cuentas por la comunidad internacional –como el de Timor Oriental (2002)–, significaría la reparación de una injusticia –reconocida como tal por la ONU– y la instauración, por fin, de la paz y el orden en un territorio devastado. Si la ONU ha obligado a Jartum a realizar un referéndum de independencia, ¿por qué no puede obligar a Rabat?

 

Pedro Fernández  Barbadillo

Publicado originalmente en Libertad Digital