17.01.11

Camino Neocatecumenal: así en Japón como en el cielo.

A las 12:44 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Defender la fe
 

En 2007 subió a la Casa del Padre Félix Cordero.

Para quien no sepa quién es esta persona les tengo que decir que era un misionero perteneciente al Camino Neocatecumenal que misionaba, por eso mismo, en Japón (16 años llevaba, hasta el momento de su partida), donde tanta controversia han producido las ideas de algunos obispos nipones acerca de la labor que lleva a cabo el Camino en aquellas tierras y que han sido, finalmente, resueltas con la intervención del Santo Padre a favor de la permanencia del Camino en Japón.

Como ejemplo de lo que supone el amor a Dios, también o sobre todo, dentro del Camino Neocatecumenal, importa mucho que se sepa que se puede llegar a dar la vida por Dios y, así, por los dema, con alegra y gozo, de muchas espirituales formas. Es, digamos, un “eco” del Evangelio o, lo que es lo mismo, cómo la Palabra de Dios se hace realidad en una forma de ser y de comportarse.

Pero es mejor que hable el amor porque todo lo que yo diga, al respecto, está de más.

El título del testimonio es Un copo de nieve en una noche de agosto. El milagro de una vida entregada por el Evangelio y lo hizo llegar Antonello Lapicca, Presbítero itinerante en Japón, a camineo.info/I Segni dei Tempi donde fue publicado el 15 de mayo de 2008. Aunque hayan pasado casi tres años de la misma, vale la pena saber qué es, de verdad, el Camino Neocatecumenal.

Les dejo, ya, con el testimonio.

Buscad cada día los rostros de los santos, para hallar descanso en sus palabras, Didajé, IV, 2.

Los copos caían sorprendidos ellos mismos de precipitar sobre la tierra en un día que nunca habría visto la nieve. Era de hecho 5 de agosto y caía la nieve sobre el Esquilino. Pero escondida tras aquellos copos en silencio estaba la Virgen María; había decidido que era aquella la colina sobre la cual quería que le fuese dedicado un santuario. Y lo comunicaba con lo que más se le asemeja, la nieve cándida. De este modo desde aquel día, el 5 de agoto se convirtió en un memoria de la Virgen muy querida en la Iglesia, Nuestra Señora de las nieves. Y sobre aquella colina aparece ahora una de las basílicas más hermosas de Roma. Muchos siglos después, hace un año, poco después de la media noche del 5 de agosto, ella misma, la Niña de Nazareth, descendió a la tierra, como un copo de nieve, para venir a llevarse a su queridísimo hijo Félix Cordero. Se lo había prometido hacía muchos años, así simplemente, en medio de una espontánea oración mientras conducía. Y ella ha sido fiel.

Félix estaba en misión con Maite su esposa y sus diez hijos en Japón desde hace dieciséis años, que no son pocos. Los había enviado el gran Papa, Juan Pablo II, desde una tienda que yace sobre una colina que mira al mar Adriático, casi a la sombra de la Santa Casa de Loreto, humilde morada de Jesús, José y María. Fue en la Fiesta de la Sagrada Familia de 1998. En aquella tienda, tras haber recibido el crucifijo de manos del Papa, Félix y su familia se convirtieron en “familia en misión”, imagen de la “Trinidad en misión”, como la había llamado el mismo Juan Pablo II.

Así, a la sombra de la Sagrada Familia, Félix partió con su familia hacia una nación desconocida, sin saber la lengua, sin un duro en el bolsillo, apretando entre las manos la Cruz del Señor y llevando en el corazón la bendición indeleble del Papa misionero. Algo grande les esperaba en Japón, una aventura que no bastaría el tiempo para contarla. Sí, porque cada día, es más, cada instante de cada día ha sido un milagro, como un copo de nieve que cae en plena noche de agosto.

El Señor lo había preparado durante largo tiempo. Se le había dado a conocer por medio de Camino Neocatecumenal, y junto con Maite habían experimentado muchas veces la presencia de Dios y su misericordia. La Palabra celebrada con los hermanos, la Eucaristía celebrada cada semana con su comunidad en Madrid… los había nutrido de ese pan que no se corrompe, que es la única verdad por la cual vale la pena perder la vida. La experiencia consolidada de un amor infinito que se puede dar cada día en el matrimonio, en el trabajo, en la comunidad hecha de hermanos concretos con los que te encuentras semana tras semana: ésta ha sido la seria formación que ambos recibieron. Y la llamada la sintió dentro, en el profundo del corazón, viviendo en el corazón de la Iglesia. Un agradecimiento que surgía espontáneo ante los milagros de amor tocados, gustados y experimentados. Un agradecimiento que se había encarnado para ellos en una llamada excepcional y maravillosa: la de anunciar, con su familia, por medio de la vida cotidiana vivida en una total precariedad, el amor infinito que había salvado, regenerado y hecho fructífera su propia vida.

Félix partió en misión por agradecimiento. Al igual que tantísimas familias del Camino Neocatecumenal partieron hacia las zonas más descristianizadas del planeta, a los barrios de chabolas de Sudamérica, a la periferia de las grandes metrópolis, o a las ciudades de Oriente que no han todavía conocido al Señor.

Japón es otro mundo. Para todos sí, pero no para un cristiano, y Félix fue un cristiano. En el corazón de Cristo no hay barreras ni división. Todo hombre es su “hermano”, pero en su caso no se trata de un eslogan sentimental. Para Cristo cada tierra es su tierra, cada Nación es su Nación. Dondequiera que haya un hombre allí está Cristo. Le necesita, y Él está allí desde siempre, y se manifiesta en el tiempo oportuno en quien lleva dentro de sí Su corazón lleno de compasión. Éste es el corazón de la Iglesia que ha mandado a sus hijos hasta los extremos confines de la tierra, desde aquel día que las palabras del Señor sobre el Monte hicieron del mundo entero su misión. Éste es el corazón que el Señor había dado a Félix. Por esto Japón se había convertido en su Nación. Así, naturalmente, por amor. La imposible lengua había aprendido a chapurrearla trabajando como peón de obra, siendo el último, doblando la espalda para construir una línea de tren en Hiroshima, la primera ciudad a la que fue enviado.

La casa se hizo habitable de acuerdo con la Providencia que lo acompañaba a menudo, entre lo que los japoneses vecinos suyos dejaban de usar, ya fueran muebles o electrodomésticos, en condiciones aún buenas para los que tenían como Jefe a aquel que de rico se hizo pobre. Junto con Él se había aventurado en las oficinas del Ayuntamiento, tapizadas de signos oscuros, los ideogramas que, para quien no es japonés, parecen puestos a propósito para impedirte entender dónde estás, qué debes hacer, o a quién tienes que preguntar. La matrículas de la escuela de los niños, la luz, el teléfono, el gas, las carreras al hospital porque cuando se tienen tantos hijos es más el tiempo que se pasa en el coche para solucionar los problemas de uno o de otro que el que puedes dedicarte a descansar. La comida japonesa, sabores, gustos y olores a años luz de los que le eran familiares en su “pisito” de Madrid.

Y las “conversaciones” con los médicos como las haría un sordomudo, porque es ésta la imagen que han dado Félix y las demás familias en misión en Japón durante mucho tiempo. Como un niño aprendió a depender totalmente de Dios, que como norma no acostumbra a quitar las dificultades, sino que, misteriosamente, está siempre allí dispuesto a tomarte de la mano y a introducirte dentro en ellas para que experimentes que Él existe, que Su Hijo ha vencido a la muerte, que su amor ha traspasado todos los muros, y que, en todo hay esperanza, porque todo sucede por el bien de los que son amados por Él. Y es así como cualquier dificultad se convierte en una ocasión para acercarse a algún japonés, como un pequeño, un apóstol sin seguridades y sin embargo feliz, sereno, que precisamente en la precariedad daba testimonio de la presencia cierta y providente de Dios. Igual en todo a los Japoneses, Félix, recorriendo caminos y humillaciones que sólo lo más secreto de su corazón ha conocido, vivió en Hiroshima años fecundísimos aparentando una vida muy común y sin embargo extraordinaria.

El diseño divino lo condujo después junto con toda su familia al norte de Japón, Kofu para ser exactos, justo a los pies del monte Fuji, clásico icono de la nación, y allí como las abejas a un panal, enjambres de inmigrantes sudamericanos se acercaron a su casa. Marginados de esta nación, muchos sin ni siquiera visado, familias destrozadas, parentelas entrelazadas como laberintos, horarios de trabajo inhumanos, el corazón apegado al dinero para acumularlo rápido y poder escapar hacia una ilusión, tantos inmigrantes encontraron en Félix y en su familia un puerto de arribo, el único.

Todo aquello que hasta el momento el Señor le había manifestado, el amor vivido y experimentado durante una vida, la precariedad extrema de sus días que fue sin embargo desbordada por la Providencia que nunca abandona a sus hijos, todo esto encarnado en Félix se había convertido en un ancla de rescate para tantísimos desesperados a los que ninguno tenía intención de ayudar. Su casa, su familia se habían convertido en su Iglesia, en el útero capaz de acogerles en su debilidad, con sus pecados, ofreciéndoles una posibilidad, la única verdadera y cierta, el poder de Jesucristo y de su amor.

Pero precisamente allí donde su apostolado parecía empezar a dar sus frutos más visibles, el Señor tenía pensado unirlo más firmemente a sí, darle un giro a su vida y hacer que se asemejara aún más a Él. Kofu tenía que ser para Félix como un Getsemaní lleno de sangre y de traición.

Nuestros ojos han visto el dolor de los suyos al entender que allí para él y para su familia ya no había sitio. Los hombres, ya sabemos, pueden comprender o no y, cuando el párroco que los había llamado allí fue sucedido por otro párroco, bien, Félix y su familia dejaron de ser comprendidos. En un momento vieron desmoronarse todo lo que habían hecho. Llegaba el tiempo del fracaso, de la incomprensión y del rechazo. Fue el momento oscuro en el cual Félix, sin embargo, apareció luminoso, el rostro del Siervo de Yahveh. Había callado muchas otras, en otros momentos, en otros lugares, tesoros celosos que se ha llevado al cielo. Pero esta vez era todo público, tenía que hacer las maletas, abandonar aquel pequeño germen de comunidad que había visto nacer entre los últimos de esta Nación, dejar aquellas casas, aquellas historias, aquellas personas.

Kofu fue como el Moria, y Félix cogió a su familia y el equipaje, arrancando a los hijos de sus amigos y del colegio, de sus proyectos de estudio y trabajo, algo que remueve las entrañas, con una herida en el pecho pero también, y sobre todo, con la certeza en el corazón de que Dios no les habría abandonado, y partió hacia una nueva etapa, la última de su peregrinación misionera en Japón.

Esta vez lo esperaba Takamatsu y una nueva misión. La más dolorosa, la más fecunda. Tras un tiempo para ambientarse, ayudó con celo en la evangelización de la Parroquia de la Catedral, y un dolor agudo en el pecho le recordó que aquel día era Lunes santo. Fue hace dos años, corriendo fueron al médico temiendo que fuera un infarto. El descubrimiento fue sin embargo un cáncer, maligno y agresivo que se lo estaba llevando poco a poco. De su cuerpo se había quejado poco, estaba anidado por todas partes, pero no en su alma, estaba límpida, más que nunca. Al igual que su corazón, que los sufrimientos en Kofu habían preparado, se dilató. Aquel lunes había abierto el fruto más bello, el milagro más fecundo. Una mirada a Maite, una vida entera entendida, y dijo «nos quedamos en Japón, yo muero aquí, por esta tierra ofrezco todos mis sufrimientos, por el seminario que está en esta Diócesis, por el Obispo, por los sacerdotes, por cada japonés, por nuestros enemigos, también por todos aquellos que no entienden lo que estamos haciendo, nuestra experiencia de fe. Mi sufrimiento es por ellos, y que mi cuerpo sea sepultado aquí, que es donde el Señor me ha traído, que es la tierra que tanto he amado».

Y así también Maite, tomó en su corazón la decisión de seguir en la misión aun cuando Félix se hubiera ido. Y después, con gran ternura, las decisiones fueron comunicadas a los hijos, y ellos se unieron espontáneamente a la decisión de Papá y Mamá. Una familia en misión, tantas vidas, una sola vida dada por esta Nación.

Félix había de este modo tomado el arduo camino de su misión, una “misión dentro de la misión”. Sí, por que en el fondo, es una cosa que nos espera a todos, todo lo que había sucedido hasta ahora era un simple entrenamiento, un concentración antes de un campeonato, en que hay que meter en la reserva aliento para la temporada agonizante. Ahora Félix estaba en el estadio, en el último round del combate: el de conservar la fe para entrar en el Reino prometido. Su Patria eran ahora los pasillos del hospital, la consulta del médico, la sala de la quimio, y sus hermanos los médicos, las enfermeras, cualquiera que se le acercara, cristiano o no, español o japonés o lo que fuera. Amigos, conocidos, y desconocidos, muchos, muchísimos han peregrinado a su lecho. Una enfermedad para la vida, para la Gloria de Dios, el Evangelio en vivo, ante nuestros ojos.

Un lecho de dolor trasfigurado en un santuario donde era palpable la presencia de Dios. Verdaderamente una vida que se había ido trasfigurando y asemejándose siempre más al Señor. Esta era la vida de Félix, y ahora, en estas sus últimas horas, todo se estaba cumpliendo de veras. En torno a él había ciertamente sufrimiento, pero atrapado en una paz que no podía ser de este mundo, nada que ver con la resignación. El sufrimiento de Félix, de Maite, y de sus hijos estaba allí para gritar dulcemente que la muerte ha sido vencida, el sufrimiento, el dolor, estos monstruos que nos llenan de terror estaban allí delante de los ojos de todos, como perlas que brillaban en el candor de una paz celestial.

Ahora Félix abrazaba con una fuerza nueva e indestructible a sus hijos, sus diez hijos que entorno a su lecho lo embellecían como una corona de diamantes. Como un rey con su Rey en el trono de la Cruz. Todos hemos visto al Señor vivo en un cuerpo que se deshacía hacia la muerte. La lucha estuvo presente, no estamos aquí escribiendo un epitafio endulzado con miel. Sufrimiento y combate duro, tentaciones, porque el cáncer, lo sabemos, no es para nada un paseo por el bosque. Félix caminó a menudo sobre el borde del precipicio, nos lo dijo más de una vez. Toda su vida había sido un caminar paso a paso sobre un hilo, a un lado el precipicio, la posibilidad concreta de caer y despedazarse, pero Dios había sido siempre fiel. Mil veces había tenido misericordia. Y Dios era fiel una vez más, fiel y misericordioso, ahora que no podía hablar, y comer mucho menos, el acusador estaba allí para hacerlo desesperar, y para quitarle aquello que más deseaba, la paz y la certeza del amor de Dios.

En los últimos días le rondaban por la cabeza estas palabras de Teresita de Lisieux: que no era la muerte que llegaba la que se llevaba la vida, sino la Vida, la de verdad, la que echaba fuera a la muerte. Y deseaba ardientemente comprender y vivir la experiencia de la pequeña Teresa, la de poder sentarse a la mesa con los pecadores, signo de un amor que anhelaba, lleno de compasión, la salvación de todos los hombres.

Y María estaba ya en viaje mientras iba en la noche cayendo el día, aquel día en que hizo caer cándidos copos de nieve para teñir de blanco una colina de Roma. Félix agonizante buscaba el aire para poner los últimos pasos que lo separaban del Cielo, respiraciones lentas e intensas que parecían descansar sobre palabras en oración. Maite le apretaba la mano, sus hijos como brotes de olivo en torno a él, como para protegerlo y acompañarlo en su último viaje, y los hermanos de la misión a su lado: era toda una liturgia.

Oraciones, un rosario, otro, un Ave María, el último, para recoger el alma de Félix que se iba al Cielo. Apenas pasaba de medianoche del 5 de agosto de 2005. Nuestra Señora de las nieves, La Virgen María, había extendido su manto, había tomado consigo a su copo de nieve, se lo lleva con Su Hijo, el premio prometido. Un milagro, un rostro de paz tras toda la fatiga, y allí, donde Félix había puesto su cuerpo, como la nieve de muchos siglos atrás ha señalado el lugar de una Iglesia. Aquí en Japón nacerá una Iglesia, estamos seguros, una comunidad viva que dará gloria a Dios y que da testimonio a todos, del amor infinito de Dios que hemos visto brillar en el rostro de Félix.

CARITAS CRHISTI URGET NOS"

 

Ahora que cada cual tenga por bueno o malo lo que la evangelización puede hacer con y por el ser humano.

Eleuterio Fernández Guzmán