10.02.11

El calvario de Pío VI (y II)

A las 1:01 AM, por Alberto Royo
Categorías : General

“ALGUIEN TE CEÑIRÁ Y TE LLEVARÁ A DONDE NO QUIERAS”

 

Como recuerda el historiador José Orlandis, es bien sabido aunque suene a paradoja que la Revolución francesa comenzó con una solemne procesión; la presidió el rey Luis XVI, y los representantes de los tres estados, cirio en mano, acompañaron devotamente al Santísimo Sacramento. Esto sucedía el 4 de mayo de 1789, al abrirse los Estados Generales; pero, a las pocas semanas, el decorado había cambiado radicalmente y el proceso revolucionario avanzaba incontenible, tanto en el orden político como en el religioso. El 4 de agosto, en una memorable “sesión patriótica” de la Asamblea Nacional, el clero y la nobleza renunciaron a sus privilegios tradicionales. El 10 de octubre, a propuesta de Talleyrand, entonces obispo de Autun, la Asamblea Constituyente decretaba la secularización de todos los bienes eclesiásticos. Estos bienes acabaron pronto en manos particulares y constituyeron la base económica de la nueva burguesía francesa.

Pero no fueron solamente éstas las medidas contrarias a la Iglesia que emanó la Asamblea Constituyente: El 24 de agosto de 1789 se había aprobado la supresión de los diezmos; el 13 de febrero de 1790 se produjo la abolición de los votos religiosos, lo que significa la supresión de las órdenes regulares; el 18 de agosto de 1791 se suprimieron las congregaciones seculares. Pero de mayor importancia fue la decisión del 2 de julio de 1790 que aprobaba la constitución civil del clero como base angular de la instauración de una nueva iglesia y la destrucción total de la vigente hasta entonces. Esta reordenación consistía en diseñar de nuevo las diócesis que debían coincidir con los límites de los departamentos, lo que suponía la supresión de 53 diócesis. Al mismo tiempo la reordenación parroquial, en realidad consiste en la supresión de cuatro mil parroquias. En cuanto al personal de la nueva iglesia, se impuso la elección de los obispos y párrocos por una asamblea de electores (ciudadanos activos), pero que en realidad se reducía a las clases más acomodadas de la sociedad.

Todo esto supuso el comienzo de un verdadero calvario para la Iglesia francesa. El clero se dividió en una parte constitucional y otra anticonstitucional. En el país, la tercera parte del clero secular, considerada en conjunto, hizo el juramento, y solamente cuatro obispos entre ciento treinta y seis. Pero dado que en la legislativa (1792-1793) llegaron al poder elementos de creciente radicalismo que veían en el clero anticonstitucional un peligro para la unidad del Estado, se produjeron persecuciones en toda regla. En agosto de 1792 se condenó con la deportación a los sacerdotes que se negaron a prestar el juramento de fidelidad. En septiembre de ese mismo año fueron asesinados cruelmente unos 300 sacerdotes. Más de 30000 ministros sagrados huyeron al extranjero. Un año más tarde, muchos fueron obligados a abjurar de su sacerdocio; entre éstos sobresalió el obispo constitucional de París Jean-Baptiste Gobel, que declaró solemnemente su abandono del estado sacerdotal y depositó el documento de su consagración y su cruz pectoral sobre la mesa del presidente de la comuna. Sin duda, la revolución francesa alcanzó su punto culminante en noviembre, cuando se suprimió oficialmente el cristianismo y se introdujo el culto a la razón.

Los años 1793 1794 representaron la fase más trágica del período revolucionario. Bajo el Terror, la persecución anticatólica alcanzó su punto álgido. Muchos miles de víctimas murieron en el patíbulo y se intentó borrar de la vida francesa toda huella cristiana. Hasta el calendario fue sustituido por un calendario “republicano”. La entronización de la “Diosa Razón” en la catedral de Notre Dame, el 10 de noviembre de 1793 y la institución por Robespierre del culto al “Ser Supremo” fueron otros tantos episodios de la obra descristianizadora, que tuvo una de sus expresiones en el furor iconoclasta que dejó una huella en tantas viejas iglesias y catedrales de Francia.

Pío VI tardó en hacer conocer su dictamen sobre todas estas medidas contra la Iglesia francesa, si bien le instaban con urgencia algunos miembros del episcopado francés para evitar el confusionismo que se iba extendiendo por el país a socaire de las semejanzas que presentaba la ley con el ideario y las tradiciones galicanas de épocas precedentes. El Papa, aunque había ya expresado su disentimiento en varias ocasiones, sólo publicó una condena formal el 13 de marzo 1791, cuando hacía tiempo que, ante la resistencia de muchos de sus integrantes, la Asamblea había obligado al estamento clerical al juramento de la Constitución. En dicha condena suspendía a los clérigos que hubiesen jurado y en un plazo de cuarenta días no revocasen el juramento prestado o participasen en alguna consagración episcopal conforme a las nuevas normas de Francia. Como protesta, el nuncio en París abandonó París el 2 de mayo de 1791 y ese mismo día la multitud quemó un muñeco vestido de Papa, con tiara incluida.

Rotas las relaciones con Francia a partir de la anexión de los territorios pontificios de Aviñón y del CondadoVenesino el 14 de septiembre de 1791 como respuesta a la condena del Papa, éste propugnó la alianza entre las monarquías europeas para la lucha contra la Francia revolucionaria. El fracaso de dicha tentativa acrecentó la hostilidad de los gobiernos revolucionarios hacia el Papa y la propagación de las nuevas doctrinas en Italia. A punto varias veces de producirse una declaración de guerra entre la Santa Sede y Francia, la triunfal entrada en el teatro bélico italiano de las tropas del joven general Bonaparte en el transcurso de la guerra de su país contra la II Coalición, pareció precipitar el esperado acontecimiento. Pero la sorprendente actitud de aquél dio un giro imprevisto a los sucesos al firmar con la Santa Sede, a cambio de una fuerte indemnización económica, el armisticio de Bolonia, el 23 de junio de 1796.

Sorprendido y satisfecho el Papa por su conclusión, creyendo haberse librado del peor peligro, dirigió, a los católicos franceses un Breve, Pastoralis Sollicitudo, con el fin de que aceptasen el régimen republicano. El camino de la pacificación, que parecía abierto con tal acto, quedó, sin embargo, cerrado al negarse Pío VI a aceptar las exigencias del Directorio de revocar todas las disposiciones pontificias promulgadas desde 1789, lo que implicaba el reconocimiento de la iglesia francesa constitucional. Las intrigas inglesas y napolitanas exasperaban al Directorio, mientras el Papa, indignado por la pretensiones francesas, deba orden de resistir por la fuerza, pero al reanudarse la guerra, destrozadas las fuerzas pontificias y abierta la ruta de Roma a las napoleónicas se mostró a las claras la debilidad del indefenso papado.

Por el Tratado de Tolentino, del 19 de enero de 1797, los Estados Pontificios conservaban, a costa de algunas amputaciones territoriales y una elevada contribución de guerra, su autonomía e independencia nacionales. Sólo por un año, sin embargo, las relaciones entre Francia y la Santa Sede discurrirían por cauces pacíficos y de relativo entendimiento. A fines del citado año y tras el fracaso de la conspiración de Fructidor, en la que habían participado algunos eclesiásticos, una serie de incidentes ocurridos en Roma entrañaba la reapertura de las hostilidades y la entrada en la ciudad del general Berthier el 10 de febrero de 1798. Días más tarde fue instalado el régimen republicano y se suprimió la soberanía temporal del Papa.

Tales sucesos constituirían el primer precedente de lo que había de llamarse en el s. XIX la cuestión romana, sobre la que ya se ha hablado en otros artículos de este blog. Después de haber cometido los generales franceses algunas violencias contra el Papa, Pío VI fue alejado por la fuerza de la Ciudad Eterna el 20 febrero de 1798, sustituyendo los soldados de Berthier a la guardia suiza, que fue licenciada al día siguiente. El anciano pontífice se preocupó antes de salir de Roma de que el colegio cardenalicio garantizase el gobierno de la Iglesia y, lleno de achaques y prácticamente moribundo, partió para Toscana, permaneciendo cerca de un año en las proximidades de Florencia. El gran Duque de Toscana, nombrado carcelero por el Directorio, obedeció por mera formalidad, pero intentó tratar a su huésped con la mayor deferencia posible.

Como la salud del Pontífice mejoró en Toscana, desde Francia llegaron órdenes de llevarlo a Cerdeña, pero una contraorden final, motivada por el temor a la escuadra inglesa , hizo que fuera llevado, a través de un largo rosario de viajes y penalidades que soportó con admirable fortaleza cristiana y apoyado por el cariño de la gente de los lugares por donde pasaba, a Valence-sur-Rhóne. Y habría sido llevado todavía más lejos, a Dijon si no lo hubiese impedido su precaria salud. En Valence moriría el 29 de agosto de1799, siendo unas de sus últimas palabras: “¡Señor, perdónalos!”. Dejó este mundo rodeado de la veneración de los fieles y de la admiración de sus guardianes, a los que perdonó en los últimos momentos de su existencia.

Durante su cautiverio, y mediante el valioso concurso de los españoles Despuig y Azara, tomó las medidas oportunas para que a su fallecimiento pudiera celebrarse el cónclave “en cualquier territorio de un príncipe católico”. Fue, pues, en el plano de la acción temporal, por obra de la diplomacia española, por lo que no llegó a cumplirse la profecía lanzada por el alcalde de Valence, tras haber comprobado la defunción “del llamado Juan Ángel Braschi, que ejercía la profesión de Pontífice”, de que P. VI sería el último de los Papas.