19.02.11

 

Vuestra gran tarea evangelizadora es, por tanto, la de proponer una relación personal con Cristo como llave para alcanzar la plenitud“. Así de claro ha sido Benedicto XVI al dirigirse a los obispos filipinos que están en visita ad limina en Roma. No es la primera vez que el Santo Padre habla de la necesidad de que el cristiano alcance una relación personal con su Salvador. De hecho, cabe preguntarse hasta qué punto se puede ser cristiano, o al menos vivir como tal, sin que dicha relación esté presente en algún grado.

Me viene a la memoria algo que escribió el Beato Newman en su Apologia pro vita sua:

“No haré consideraciones sobre mis sentimientos; ahora sé con toda claridad algo que entonces no sabía: que la Iglesia Católica no permite que ninguna imagen material o inmaterial, ningún credo o formulación dogmática, ningún rito, sacramento o santo, ni siquiera la Santísima Virgen, se interponga entre el alma y su Creador. Es por eso un cara a cara, ‘solus cum solo’, entre el hombre y su Dios. Sólo Él crea, sólo Él redime, ante su mirada imponente iremos a la muerte, en Presencia Suya discurrirá nuestra eterna felicidad".

No hace falta que diga que el Beato no despreciaba ni consideraba ineficientes e innecesarias las mediaciones -sacramentos, Santísima Virgen, santos- entre Cristo y nosotros, pero efectivamente, el cristianismo es por encima de todo un cara a cara entre Dios y cada uno de sus hijos. De hecho, esa relación es fuente de gracia salvífica. Quien vive consciente de la presencia del Señor en cada momento de su vida, tiene más fácil huir del pecado que le aleja de Dios.

Pero la relación personal con el Creador no es equiparable al resto de relaciones personales que mantenemos con nuestros seres queridos, amigos y conocidos. Dios conoce todo de nosotros, mientras que nosotros apenas podemos conocerle a Él. La grandeza del amor de Dios es tan inmensa, que si en verdad le conociéramos tal cual es, quedaríamos evaporados como un cubito de hielo que fuera arrojado a la superficie del sol.

De hecho, sin Jesucristo sería imposible que el ser humano pudiera tener una verdadera relación personal con Dios. El Salvador vino, entre otra cosas, a salvar el abismo que separa la naturaleza divina de la humana. Como el hombre no podía llegar a Dios, Dios se allegó al hombre en la persona del Hijo unigénito del Padre. Quien llega a Cristo, llega al Dios que previamente se ha acercado a nosotros. “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,9), dijo el Señor a un apóstol que todavía no había captado la grandeza de Aquél al que había acompañado durante 3 años. No se puede conocer a Cristo sin conocer al Padre y no se puede conocer al Padre de otra manera que conociendo al Hijo. Y hablamos de un conocimiento que no puede basarse en una mera comprensión intelectual. Hablamos del conocimiento que se produce no solo en la mente, sino también, incluso principalmente, en el corazón, en el alma del ser humano que, impulsado por la gracia, se siente atraído a la luz del Salvador como la luciérnaga hembra a la luciérnaga macho.

El Credo y el dogma nos habla de Cristo pero no nos introduce en la comunión con Él. De hecho, sólo se puede comprender el Credo y el dogma por obra del Espíritu Santo, el Maestro interior, el que nos comunica el “espíritu de filiación". Por tanto sólo se puede comprender desde la condición de hijo de Dios en comunión con el Hijo. Los sacramentos son la fuente de gracia que nos concede y facilita dicha relación personal con Cristo. El bautismo nos convierte en hijos de Dios. La confesión nos devuelve a su presencia cuando nos hemos alejado de Él. La Eucaristía es Cristo mismo llamando a nuestra puerta y entrando a morar en nosotros. La confirmación perfecciona la gracia bautismal y produce en el creyente, por la acción del Espíritu Santo, un arraigo más profundo en su filiación divina. Por tanto, lo que para el hombre es imposible, Dios lo hace posible mediante su Espíritu y el ministerio sacramental de su Iglesia.

En mi modesto entender, la oración es la sala principal donde se produce el encuentro del cristiano con el Señor. Quien se deja guiar por el Espíritu Santo aprende a encontrase con Cristo. Quien vive en Cristo aprende de Él a dirigirse al Padre. Por tanto, debemos implorar al Espíritu Santo que nos guíe en nuestros momentos de oración. Él es Dios ayudándonos a encontrarnos con el Hijo para que seamos verdaderos hijos amantes del Padre celestial. Mediante la oración entramos en la actividad salvífica del Dios trino, nos hacemos un poco más partícipes de la naturaleza divina que está reservada para los que por gracia dicen sí a la gracia: “Ven Espíritu Santo, ilumina los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor divino trinitario".

Por tanto, la relación personal con Cristo consiste básicamente en dejar que Cristo, por el Espíritu Santo, se haga dueño y señor de nuestras vidas, que se convierten en ofrenda a Dios Padre. Es configurarnos a la imagen del Salvador. Es permitir que la gracia de Dios nos convierta en cristos. Es decir con san Pablo, “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2,20). Eso es sólo posible para los que han recibido el don de la fe y no lo han tirado por el desagüe de una vida de pecado, de herejía y de indiferencia hacia Dios. Con todo, Cristo mismo sigue llamando a la puerta de los que han desechado semejante gracia:

Ap 3,19-20
Yo a los que amo, los reprendo y corrijo. Sé, pues, ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.

Dios quiere tu salvación. Cristo es la puerta hacia la misma. No tardes en responder a su llamado. No importa que nunca le hayas conocido o que te hayas alejado de Él. Mientras estés en esta vida, nunca es tarde para empezar o recomenzar a relacionarte con quien vino a salvarte y se dejó clavar a una cruz por amor a ti. Abre tu corazón a Cristo y Él lo hará rebosar de su amor, de forma que incluso tú mismo puedas ser fuente de agua viva para otros.

Luis Fernando Pérez Bustamante