28.02.11

Entre la luz y la tiniebla - Mirarse en Cristo

A las 1:14 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Entre la luz y la tiniebla
 

El espacio espiritual que existe entre lo que se ve y lo que no se ve, entre la luz que ilumina nuestro paso y aquello que es oscuro y no nos deja ver el fin del camino, existe un espacio que ora nos conduce a la luz ora a la tiniebla. Según, entonces, manifestemos nuestra querencia a la fe o al mundo, tal espacio se ensanchará hacia uno u otro lado de nuestro ordinario devenir. Por eso en tal espacio, entre la luz y la tiniebla, podemos ser de Dios o del mundo.

Mirarse en Cristo

Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 4, 48). Esto lo dice Jesucristo en el contexto del Sermón del Monte. Gran momento para el espíritu saber y reconocer lo que importa para un hijo de Dios y un discípulo del Emmanuel.

Se pregunta S. Agustín, al respecto “¿Qué es lo que se nos ha prometido?”, para responderse que ‘Seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es’. La lengua ha expresado lo que ha podido; lo restante ha de ser meditado en el corazón. En comparación de aquel que es, ¿qué pudo decir el mismo Juan? ¿Y qué podremos decir nosotros, que tan lejos estamos de igualar sus méritos?”.

Pero, al igual que para disfrutar del reino de Dios, que es Cristo, no tenemos que esperar mas que a aceptarlo en nuestra vida, la semejanza que predica san Juan en su Primera Epístola y que hace expresar a S. Agustín (Sermón 305-A), al respecto de quién es a quien seremos semejantes, que “Sin duda alguna, semejantes a aquel de quien somos hijos”, es decir, a Dios, ha de ir referida, también, al mismo Cristo que es, no obstante, el Creador hecho hombre y que no puede, por tanto, ser Otro distinto del Padre.

Debemos, por lo tanto, mirarnos en Cristo y, en definitiva, seguirlo, por ejemplo, llevando la caridad a nuestra vida (“Que os améis unos a otros…”, Jn 13, 34-35) a sabiendas de que quien no ama no conoce a Dios (1 Jn 4, 8).

Además, no debemos cejar en el empeño de confesar a Dios como bien dijo san Pablo quien no se avergonzaba “Del Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rm 1, 16) porque, además, tenemos una grave advertencia de Cristo cuando dijo que “Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32-33). Negar a Cristo es, así, morir a Él y a Dios.

No basta, con ser importante, lo dicho hasta aquí para mirarse en Cristo y seguirlo porque mirar y seguir al Hijo de Dios ha de procurar que crezcamos en santidad, en la santidad de Cristo y hacer efectiva tal mirada al Hijo de Dios. Eso nos recomienda san Pablo al decir que debemos vivir “Según Cristo Jesús, el Señor, tal como le habéis recibido; enraizados y edificados en él; apoyados en la fe, tal como se os enseñó, rebosando en acción de gracias” (Col 2, 6-7) puesSu divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia” (2 Pe 1, 3-4).

La santificación personal, clara huella de Cristo que pasa por nuestras vidas, no la alcanzaremos solos porque no nos hicimos solos (“Dios que te creó sin ti…”, diría S. Agustín) sino que “El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados” (Rm 8, 16.17), aunque tenga que contar con nosotros (“… no te salvará sin ti”, atestiguaría el santo de Hipona).

¿Qué supone, entonces, a contrario, no seguir a Cristo por no mirarse en Él?

El precio, digamos, espiritual y físico, es muy alto. Esto viene especificado con toda claridad en las Sagradas Escrituras cuando, por ejemplo, escribe san Juan (Jn 8, 24) “Ya os he dicho que moriréis en vuestros pecados, porque si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecadoso san Pablo (Ts 1, 2-6) cuando dice que “Porque es propio de la justicia de Dios el pagar con tribulación a los que os atribulan, y a vosotros, los atribulados, con el descanso junto con nosotros, cuando el Señor Jesús se revele desde el cielo con sus poderosos ángeles en medio de una llama de fuego, y tome venganza de los que no conocen a Dios y de los que no obedecen al Evangelio de nuestro Señor Jesús”.

Supone, por lo tanto, no mirarse en Cristo, una carga excesiva para quien se considera hijo de Dios y actúa de una forma tan insensata como quien quiere, por ejemplo, construir la casa espiritual sobre arena (Mt 7, 24-27) y no sobre roca fuerte (“piedra que desecharon los arquitectos”, Sal 117, 22), Jesucristo, piedra angular del reino de Dios.

Por eso, aquel que pasó de ser perseguidor de cristianos a ser perseguido por cristiano dejó escrito “no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Se había mirado en el Maestro y se había visto reflejado en el espejo del bien. Y murió gozoso de haber sido capaz de no rehuir la mirada del Hijo de Elohim.

Eleuterio Fernández Guzmán