11.03.11

Debilidad, lucha y esperanza

A las 10:17 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

Homilía para el I Domingo de Cuaresma (A)

Cada año “la Iglesia, en los textos evangélicos de los domingos de Cuaresma, nos guía a un encuentro especialmente intenso con el Señor, haciéndonos recorrer las etapas del camino de la iniciación cristiana” (Benedicto XVI). Este itinerario comprende el anuncio de la Palabra, la acogida del Evangelio que lleva a la conversión, la profesión de fe, el Bautismo, la efusión del Espíritu Santo y la comunión eucarística. Un trayecto que los catecúmenos han de transitar por primera vez y que los ya cristianos hemos de actualizar.

La escena evangélica en la que contemplamos a Jesús ayunando durante cuarenta días y siendo tentado por el diablo (cf Mt 4,1-11) nos invita a tomar conciencia de nuestra debilidad; a luchar contra el Enemigo, el diablo, que – como nos recuerda el Papa - “actúa y no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Señor”; y, en tercer lugar, a abrirnos a la esperanza, basada en la victoria de Cristo, de vencer a las seducciones del mal.

¿En qué consiste nuestra debilidad? De algún modo, en nuestra propia naturaleza herida, que arrastra – querámoslo o no – las consecuencias temporales del pecado original: la amenaza del sufrimiento, el desafío de la enfermedad, la intimidación de la muerte, el ataque de nuestras fragilidades y el continuo peso de nuestra inclinación al pecado, de nuestra concupiscencia.

¿Cuál es nuestra lucha? Es, ante todo, el combate de la conversión, que tiene como punto de mira la santidad y la vida eterna a la que el Señor nos llama. En este duelo, el diablo no concede tregua. La Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia nos recuerdan la existencia de “una voz seductora, opuesta a Dios, que, por envidia”, nos empuja hacia la muerte (cf Catecismo 391). Es la voz de Satán y de los otros demonios, ángeles caídos cuyo fin es encantar a los hombres para apartarlos de Dios.

El Concilio Vaticano II nos recuerda que “a través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día según dice el Señor” (Gaudium et spes, 37). Paradójicamente, en una época caracterizada por el avance de la ciencia y de la técnica, son muchas las personas que, por una curiosidad malsana, se exponen a la turbia fascinación del demonio dejándose encandilar por el ocultismo, la magia o la hechicería.

¿En qué se apoya nuestra esperanza? Se fundamenta en la victoria de Cristo sobre el Tentador. Jesús, a diferencia de Adán y de Eva (cf Gn 2,7-9; 3,1-7), vence al diablo en el desierto, en el lugar de la prueba (cf Dt 8,2-6), sabiendo que “no sólo de pan vive el hombre”. Vence en el templo, en el centro del mundo – ya que los judíos consideraban el templo el centro del universo - , manteniendo la confianza en la presencia del Padre. Vence también en un monte alto, que simboliza el ámbito del encuentro entre Dios y el hombre, recordando que hay un solo Dios.

San Mateo anota que “lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y le servían”. El verbo que emplea es “servir” – “diakonéo” -, que en la Biblia incluye el servicio cultual a Dios. Jesús es el Siervo de Dios. El culto que ha rechazado dar al demonio es el que ahora le manifiestan los ángeles a Él mismo. Él es, en verdad, no sólo un hombre, sino el Hijo de Dios hecho hombre.

Guillermo Juan Morado.