14.04.11

La grave enfermedad

A las 10:16 PM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

Hablando de la redención Benedicto XVI ha dicho que “si para salvarnos el Hijo de Dios tuvo que sufrir y morir crucificado, no se trata de un designio cruel del Padre celestial. La causa es la gravedad de la enfermedad de la que debía curarnos: una enfermedad tan grave y mortal que exigía toda su sangre” (31.8.2008).

A poco que abramos los ojos podemos percibir que el mal y el pecado constituyen una realidad: en nuestras propias vidas, en la historia de la humanidad e incluso en el conjunto del cosmos. El peso del mal es tan intenso que no puede ser reparado con facilidad. No resulta gratis sembrar amor en medio del odio, justicia donde reina la injusticia, esperanza donde hay desesperación.

No es sencillo curar a quien padece una enfermedad grave, sino que exige un gran esfuerzo por parte de los médicos y del mismo paciente. Cristo es el médico que se hace a la vez paciente. Cristo es el que sana padeciendo; el que padece sanando. Su encarnación es real y no simulada, así como es real su pasión y su cruz: “No podrás salvar esta miseria que es el hombre, si tú mismo no la tomas sobre ti”, decía Orígenes.

El Hijo de Dios tomó nuestra carne, se hizo uno de nosotros, asumió incluso el reverso de la condición humana – cargando con nuestros pecados, con nuestra limitación y con nuestra muerte - . Haciéndose hombre, el Hijo de Dios manifestó, hasta las últimas consecuencias, el amor absoluto e incondicional del Padre: “Sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; por sus llagas habéis sido curados” (1 P 2,24).

El Señor nos ha dado, en la cruz, un arma para seguir venciendo el mal. Nos ha dado su amor, su omnipotente amor que triunfa incluso en medio de la mayor debilidad: “La Cruz constituye el supremo y perfecto acto de amor de Jesús, que da la vida por sus amigos”, recuerda el Papa. Por ella, por la cruz, todo es sanado y llevado a su plenitud.

Cristo es el grano de trigo que muere y da mucho fruto, que hace evidente el triunfo del amor sobre la muerte. El camino de la vida es la entrega, la donación, el “perderse para encontrarse”.

Una redención sin sangre sería, casi, una redención que no toma en cuenta la gravedad de la injusticia: “¿Por qué era necesario sufrir para salvar al mundo? Era necesario porque en el mundo existe un océano de mal, de odio, de violencia, y las numerosas víctimas del odio y de la injusticia tienen derecho a que se haga justicia. Dios no puede ignorar este grito de los que sufren, oprimidos por la injusticia. Perdonar no es ignorar, sino transformar; es decir, Dios debe entrar en este mundo y oponer al océano de la injusticia el océano más vasto del bien y del amor” (Benedicto XVI).

En esta semana de Pasión, siguen golpeando nuestra alma las palabras de San Pablo que recoge la antífona de la comunión de la Misa de hoy: “Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros: con él nos lo ha dado todo” (Rom 8,32).

Guillermo Juan Morado.