30.04.11

Serie José María Iraburu - 5- Evangelio y utopía

A las 1:19 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Serie José María Iraburu
 

“¿Pero Señor, qué acción tendrán sobre la masa
los laicos que no son fermento,
distintos de la masa, sino pura masa?

Evangelio y utopía (E.y-u)
José María Iraburu

Continuemos

Evangelio y utopía

Podemos decir, es más, José María Iraburu dice que Evangelio y utopia “viene a ser una continuación de mi libro De Cristo o del mundo” (1) y es que, por lo importante del tema en cuestión no podía dejar de dedicarle el tiempo necesario a tal estudio. No vaya a pensarse que se trata de un exceso de voluntad pesimista de parte del P. Iraburu sino, mejor, una puntualización muy importante.

¿Qué es una utopía?

Dice el P. Iraburu que “Es, en primer lugar, el título de un libro escrito por el inglés Tomás Moro en 1516. Y en seguida, la utopía vino a ser un género literario bastante abundante, dedicado a criticar la sociedad presente y a diseñar otras ideales, no realizadas” (2).

Por lo tanto, es utópico aquello que, en general, puede ir contra lo establecido porque pretende instaurar una forma de ser y proceder que entiende mejor y más benéfica.

Es posible que más de una persona pueda pensar que una sociedad, digamos, evangélica o basada en principios evangélicos es, simplemente, imposible de hacer efectiva. Sin embargo, “Lo imposible se hace posible en Cristo” (3) porque “cuando entramos en el orden de la gracia, es decir, de la vida nueva en Cristo, el nuevo Adán de la nueva humanidad, ¿dónde podemos situar los límites de lo posible y de lo irrealizable? ¿Qué bien, personal o comunitario, por grande que sea, podrá ser considerado peyorativamente como utópico, en el sentido de irrealizable?” (4).

Por lo tanto, en Cristo es posible la utopía. Es más, “La vida cristiana, también la de los laicos, no ha de ajustarse, pues, al mundo tópico, sino al Evangelio utópico” (5) porque, como en muchas ocasiones dice José María Iraburu no se puede ser de Cristo y del mundo al unísono sino que para un católico sólo cabe ser, en efecto, de su Maestro.

 

La utopía

Como el cristiano tiene mucho que criticar al mundo en el que vive “El impulso utópico nace en buena parte de una crítica profunda del mundo presente” (6). Por eso “La fuerza espiritual del utopismo nace al mismo tiempo del rechazo del mundo presente, considerado inadmisible, y del impulso esperanzado hacia un mundo mejor, que es visto como posible, por la gracia de Cristo. Por eso, concretamente, ninguna renovación cabe esperar de quienes ven como tolerables los males del mundo moderno, o de aquellos que incluso lo ven con relativa aprobación: ‘vamos bien; no todo está bien, por supuesto, pero podremos superar los males avanzando más por el mismo camino que seguimos: vamos bien’ (7).

No es de extrañar, según lo visto hasta ahora que la situación a la que se refiere el P. Iraburu hiciera decir a Unamuno “en la conclusión de Don Quijote en la tragicomedia europea contemporánea: ‘los únicos reaccionarios son los que se encuentran bien en el presente’ (8).

Y, sin embargo, lo utópico, la utopía, tiene cabida en el cristianismo. Y tal realidad muy bien la da a entender aquel “Al vino nuevo, odres nuevos” que recoge el evangelista que fuera recaudador de impuestos en el versículo 17 del capítulo 9 de su evangelio. Por eso “Estas palabras de Cristo son siempre verdaderas, pero se hacen especialmente urgentes cuanto peor está el mundo “(9).

Y refiriéndose a tal cuestión, distingue el P. Iraburu entre el utopismo de religiosos y el de laicos pues ambos tienen características que lo hacen el uno distinto del otro. Así “El utopismo de los religiosos es evidente: ellos, al dejar el mundo, dejan los odres viejos, y echan el vino del Espíritu en los odres nuevos de un nuevo régimen de vida. Es el utopismo evangélico de los laicos el que resulta mucho más problemático” (10) porque es bien cierto, constatable y evidente que mientras que los religiosos pueden vivir, digamos, la utopía en el espacio físico donde llevan a cabo su actividad diaria, el laico se ha de enfrentar, en el mundo, con muchas adversidades, contrariedades y asechanzas que muy bien pueden apreciarse en el “De Cristo o del mundo” de José María Iraburu.

A este respecto, se distingue entre las denominadas “Utopías no cristianas” y las que lo son, propiamente, “cristianas”.

Así, entre las primeras, destaca el autor del libro, el “utopismo antiguo mítico” (11), el caso de “Platón y Plotino” (12) o el de Tomás Moro (13), las utopías del “humanismo renacentista y moderno” (14), el caso de los denominados “socialistas utópicos” (15), los Kibbutzim de Israel (16), el caso especial de Mahatma Gandhi (17), etc.

Siendo las condiciones para que se dé la utopía las que sean (rechazo a lo que existe, persona que se considere jefe inspirado y otras más), las mismas dejan de tener importancia si no concurre un factor que resulta totalmente indispensable: la voluntad. Así, la utopía fracasa “cuando falla un aspecto decisivo de la segunda condición señalada: la voluntad de quienes deben traducir la utopía en vida” (18).

Por lo tanto, lo visto hasta ahora, “Sólo el Espíritu de Jesús hace asequible el horizonte asequible de la utopía” (19) pues, a tenor de lo recogido en los Hechos de los Apóstoles “Jesús es la piedra rechazada por los constructores, que ha venido a ser piedra angular. En ninguno otro hay salud, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, en el que podamos ser salvos” (20).

Sin embargo, es ciertamente lógico pensar que tengan más interés, para un cristiano, las utopías que, dentro de su propia religión, se puedan plantear.

A este respecto, “La vida nueva iniciada por los cristianos en el nuevo Adán es una vida que los renueva interior y exteriormente; es decir, que no sólo da lugar a hombres nuevos, sino a nuevas comunidades, a modos desconocidos de vivir la condición social humana” (21).

Así, entre tales nuevos “modos” destaca el P. Iraburu “La comunidad apostólica de Jerusalén” (22), caracterizada por “la comunión de almas” (23) y la “comunión de bienes” (24), la conocida “De Civitate Dei” (25) de S. Agustín, los “Utopismos comunitarios medievales” (26) como, por ejemplo, los “Umiliati”(27) o “Las Órdenes de Caballería” (28). Tampoco olvida José María Iraburu a las “Sectas cristianas medievales” (29) a la “República de los Guaraníes” (30) para tomar en consideración a las “Sectas cristianas modernas” (31) como con “los hutteritas” (32) o “La Brüderhofe” (33) que es una “derivación del sistema hutteriano” (34)

Pero, como el Espíritu Santo parece que no quiere cejar en su ayuda al ser creyente, van apareciendo comunidades católicas que siguen, por decirlo así, el ideal utópico (entendido como evangélica). Así, tantos los “Foyers (hogares)” (35) surgidos a partir de lo sucedido a Marta Robin (36), como “La Comunidad de las Bienaventuranzas” (37) que “reúne en comunidad convivencial a los diversos estados de vida cristiana: sacerdotes, diáconos, célibes consagrados con votos y familias. Todos renuncian a la propiedad privada y al ahorro, lo tienen todo en común, son especialmente orantes, y viven de sus trabajos y de los donativos que quiera suscitar la Providencia” (38)

Así también en períodos, digamos, temporales, se puede vivir la utopía dentro del ser del Evangelio. Esto puede apreciarse, por ejemplo, en casos como el de los laicos que ocupan su tiempo vacacional en prestar sus manos y el resto de su cuerpo en instituciones como pueden ser las Misioneras de la Caridad o, también en Ayuda a la Iglesia Necesitada o en tantos y tantos lugares en los que la Iglesia católica pone su corazón y su alma. Son, por decirlo así, formas de escapar de la “jaula, que parte él mismo se ha construido al paso de los años, y que en parte le ha venido impuesta por su entorno personal” (39) que es una forma de ser Evangelio y no ser, en exclusiva, mundo.

La realidad contra la utopía

Es bien cierto que, al igual que el P. Iraburu sostenía en su libro “De Cristo o del mundo” el hombre se ha sentir presionado por mundo a alejarse de Cristo. Pues bien, ahora afirma que “Los hombres estamos como encarcelados en el mundo en que vivimos, pues él obliga con rigurosa eficacia nuestros pensamientos, sentimientos y conductas” (40). Esto se opone, como es de suponer, a la utopía evangélica porque tal forma de ser del mundo no puede apoyar, de ninguna de las maneras lo que supone comportarse de una forma ajena al mismo.

Se pregunta, como es lógico, José María Iraburu si le queda al nombre algo de libertad personal.

Esto lo responde con suficiente claridad:

’Casi sin saberlo’… Los hombres no suelen sentirse cautivos del mundo en que viven, aunque realmente lo están. Creen normalmente que sus convicciones y conductas parten de opciones personales, conscientes y libres. Pero están engañados, pues son profundamente ‘hijos de este siglo’ (Lc 16,8). Los invisibles lazos del mundo son fuertísimos, pero muy suaves, y tan sutiles y constantes, que no suelen sentirse como ataduras. Sólo cuando el encarcelado pugna con fuerza por salir de la ortodoxia y ortopraxis del mundo, sólo entonces conoce que lo que estimaba preciosas pulseras, son en realidad férreas argollas, que le mantienen ‘esclavizado a los elementos del mundo», y de las cuales sólamente Cristo le puede redimir.

El que esto escribe le ha parecido, en muchas ocasiones que, en realidad, el mundo atrapa a la persona de tal forma que le es imposible darse cuenta de lo que le pasa. Es, digamos, como estar dentro del estómago de la ballena que se tragó a Jonás estando en la seguridad de vivir en el mejor de los mundos ignorando, sin embargo, dónde se está y lo que supone el lugar donde se está.

Sin embargo, hay una notable diferencia: mientras que Jonás se arrepintió de su actitud consistente en no querer anunciar la Verdad que Dios le había ofrecido anunciar, el hombre actual, a fuerza de acomodarse al mundo no ve necesidad de arrepentirse e, incluso, siente gozo de estar atrapado… sin saberlo.

Por lo tanto, sólo quien quiere, en efecto, salir de la situación de sometimiento al mundo puede intentar abrazar la utopía, teniendo en cuenta que “No puede cambiarse la parte, sino se cambia el todo” (41).

Y, sin embargo, “Muchos sinceros cristianos lamentan vivamente la corrupción del mundo y la degradación del pueblo cristiano; pero no se deciden a unirse con otros para vivir el necesario éxodo comunitario que les permita salir de la vida tópica del mundo, y participando mucho más de lo que ellos piensan de esa corrupción y degradación, se consideran buenos al verse menos malos que la inmensa mayoría. Y así perduran en su crónica mediocridad, que por esa vía resulta muy difícilmente superable.” (42).

Y esta es la pura verdad de lo que pasa.

Ofrece, el P. Iraburu, una, digamos, “solución” a la situación aquí planteada que no es poca cosa porque, para un cristiano estar alejado, en definitiva, de Cristo, es lo peor que puede sucederle. Digo, por lo tanto, que ofrece una salida que consiste en que “Todos, internamente, han de librarse del espíritu del mundo, para pensar y actuar según el Espíritu de Jesús” (43), esto sin olvidar que no se puede apreciar, en todo, el camino que cada cual escoge para escapar del mundo y despreciar el de los demás.

Equivocación antiutópica

Está claro que aquellos que pretenden situarse frente a la utopía para estar a favor del mundo se oponen con las armas que tienen en mente y en su corazón.

Así, proclaman, por ejemplo lo siguiente:

-Es “imposible lograr comunidades perfectas sin hombres perfectos” (44).
-“Lo mejor es enemigo de lo bueno” (45).
-“Hay que encarnarse en las realidades del mundo” (46).
-“Alejarse del mundo, aleja de él y quita las posibilidades de transformación” (47).
-“Hemos de partir de la realidad” (48).
-“Hemos de vivir hondamente la historia de los hombres” (49).
-El “Hodiernismo” (50).

Pues bien, todo lo aquí apenas apuntado no son más que excusas de parte de quien no quiere alejarse del mundo para vivir la utopía evangélica. Esto en el entendido que no se trata de personas, que también, alejadas de la fe cristiana la que sostienen tales posiciones sino, por desgracia, un gran número de discípulos de Cristo que entienden que, haciendo lo contrario de lo que deben, van a sembrar algo del reino de Dios en el siglo. Eso sí, tienen “sólidas” razones para comportarse de tal forma.

Lo laico y lo religioso como conducta a seguir

Como es lógico, en “De Cristo o del mundo” ya sostenía el P. Iraburu que, digamos, el ejemplo para el laico es, sin duda alguna, la persona del religioso. Es decir, de la persona consagrada que vive una vida más cercana a la utopía evangélica.

Pues bien, “las comunidades religiosas son comunidades perfectamente utópicas” (51) y esto porque “En ellas un conjunto de hombres o de mujeres se reúnen para vivir plenamente el Evangelio, en lo interior y en lo exterior. ‘Dejándolo todo’, se sustraen a los condicionamientos negativos del mundo tópico, y ‘siguiendo a Cristo’, realizan un orden de vida muy distinto al del mundo y mucho mejor, con una creatividad libre de toda atadura mundana. Me refiero, claro está, a las comunidades religiosas observantes, fieles a sus carismas fundacionales, como hay y ha habido tantas” (52).

Ahora bien, “Mucho más problemático es el utopismo de los laicos. En los cristianos mundanizados, por supuesto, es inexistente. Pero también suele ser muy escaso en aquellos cristianos seglares que verdaderamente intentan la perfección evangélica” (53).

Así, en la vida de los religiosos el laico puede encontrar el ejemplo a seguir aplicando, en lo que buenamente pueda, a su propia vida, los ideales de la vida de aquellos. Sin embargo, no siempre hay tal voluntad.

Al respecto de lo dicho inmediatamente arriba, José María Iraburu expone, de forma verdaderamente irónica la situación de muchos laicos. Tal exposición define lo que, por desgracia, pasa. Y es lo que sigue:

Por el contrario, los laicos, por fidelidad incluso a su propia vocación secular, es decir, para encarnarse bien como fermento en el interior de las realidades mundanas que han de salvar, han de frecuentar sin mojigaterías los espectáculos seculares, aunque tantas veces sean indecentes; deben asumir el estilo secular de sus conciudadanos en casa y viajes, comida y vestidos, pasatiempos y lujos posibles; sin olvidar, eso sí, la oración y los sacramentos, la penitencia y las buenas obras de misericordia –que según las premisas anteriores, van a resultar, por supuesto, casi impracticables–. Ellos, en cuanto laicos seculares, tienen, por lo visto, una especial gracia de estado que les permite verter habitualmente el vino sagrado del Espíritu en los odres profanos del mundo, y avanzar con rectitud por caminos torcidos, sin gastar fuerzas en tratar de enderezarlos. Y todo ello con excelentes resultados espirituales–que sólo algunos pesimistas ponen en duda–.” (54)

Y, claro, entre los “pesimistas” se encuentran el propio José María Iraburu y todos los que estamos de acuerdo con él y con su explicación sobre este tema.

Y, ante esto, ¿Qué hacer?

También a este respecto tiene el P. Iraburu una proposición que hacer que consiste en que “deben estar abiertos incondicionalmente a la acción del Espíritu Santo, que al producir, conforme a su voluntad, en cada uno de los fieles ciertos modos de vida interior y exterior, no tiene por qué ajustarse a las espiritualidades específicas, tal como nosotros las podamos entender. Puede haber, sin duda, modalidades de la vida espiritual que son inconciliables con una vocación determinada: no puede estar de Dios, por ejemplo, que un padre de familia se retire sin más a orar en el desierto. Pero dentro de las formas generales de la vida secular, los laicos no deben tener ningún miedo a dejarse llevar por Dios en determinadas cuestiones por caminos que se asemejen mucho a los de los religiosos. ¿Por qué no se habrían de asemejar, si unos y otros tienen una misma naturaleza humana, y están tratando de vivir un mismo Evangelio, bajo la acción de un mismo Espíritu divino?” (55).

Sobre los laicos

Tiene mucho interés el P. Iraburu en emplear su tiempo e inteligencia en fijar su mirada en el laico. Esto sólo puede entenderse en el conocimiento, ya planteado aquí, del mayor acercamiento a la utopía de la vida de los religiosos. Los laicos, por lo tanto, necesitan un extra, muy grande, de acercamiento a tal tipo de comportamiento.

A este respecto, “Los cristianos podemos y debemos aspirar a una vida nueva, toda ella buena, en lo interior y en lo exterior, personal y comunitaria” (56). Por eso “Tienen los cristianos laicos derecho a esperar de la gracia de Dios no sólo la renovación de sus vidas personales, sino la formación de ambientes familiares y comunitarios santos y santificantes, libres de las mentiras y maldades del mundo tópico. Tienen derecho a aspirar a una vida comunitaria bien distinta a la del mundo, toda ella continua y totalmente buena, como la que se logra en monasterios y conventos, aunque en formas distintas” (57). Así, dejarán de comportarse como “Pájaros enjaulados” (58) y remontarán un vuelo que el mundo, con su gran peso, nos impide conseguir.

Y, para esto, hace mención el P. Iraburu a una serie de virtudes que convergen para que se haga posible la utopía. Son, por ejemplo, la Oración (59), la Caridad (60), la Pobreza (61) a la que no podemos de añadir lo que supone, para los mismos, “La cruz” (62) que, sin duda alguna, puede conllevar comportarse de forma contraria a como exige el mundo. Tampoco se olvida de la Prudencia (63), la Sabiduría (64), la Fortaleza (65) y algo que, según se dice (y en este caso debería ser así) la Esperanza (66).

Sin embargo, a todo lo aquí dicho se han de añadir dos conocimientos sin los cuales de poco sirve lo brevemente apuntado. Estos dos son, a saber, el “conocimiento del mal del mundo” (67) sin el cual nada se hace porque nada se comprende, y el “conocimiento del ideal evangélico” (68) sin el cual ningún remedio se puede poner a la situación de alejamiento de la utopía por parte del laico.

Parece, sin embargo, que no todo está perdido o que, al menos, determinadas circunstancias actuales pueden favorecer, aunque esto parezca imposible, a la misma utopía.

Así, por una parte, el “desarrollo cultural y económico” (69) que, aunque tampoco puede decirse que sea así exactamente (pues no es poco cierto que Dios, como dijo el mismo Jesucristo, que “Dios da a los pequeños la sabiduría que esconde a los cultos y entendidos (Lc 10, 31” (70)) es probable que un embrutecimiento total de la vida del laico debido al citado excesivo desarrollo mencionado pueda hacer ver al mismo que la utopía es una mejor forma de vivir y existir; por otra parte, “la gran heterogeneidad” (71) social puede permitir, al denominado “utopismo comunitario” (72) la posibilidad de expresar tal vivencia de forma efectiva; por último, el “horror al mundo actual” (73) puede hacer posible que los cristianos se den cuenta de que el mundo ha llegado “a niveles tan inconciliables con el Evangelio, que se hace forzoso elegir entre ser de Cristo o del mundo” (74).

Lo político y la Utopía

Dedica el P. Iraburu un apartado, el 9 de su libro “Evangelio y utopía” a la política. Dice que la misma es una actividad “nobilísima” (75) y, por tanto, de ella no tiene que alejarse el cristiano como si fuera contraria a la misma Utopía.

Sin embargo, resulta interesante que aporte, como aporta José María Iraburu, unos denominados “principios fundamentales de doctrina política cristiana” (76) que son los siguientes:

-“La autoridad política viene de Dios” (77).
-“Las leyes civiles tienen su fundamento en un orden moral objetivo, instaurado por Dios, Creador y Señor de toda la creación, también de la sociedad humana” (78).
-“El principio de la tolerancia” (79).
-“Los gobernantes y sus leyes deben se resistidos cuando actúan contra Dios” (80).
-“La Iglesia es neutral en cuanto a la forma de los regímenes políticos” (81).

Y si esta es la situación que propone el P. Iraburu, ¿Qué pueden hacer los cristianos a este respecto?

Dada la situación por la que pasa la política actual, José María Iraburu dice que “Los cristianos pueden hoy realizar un gran servicio político en pequeños partidos de oposición” (82) porque, aunque pueda considerarse que, a lo mejor, poco pueden hacer los mismos en el ámbito general de la política, hay algo que es mucho más importante que el denominado “voto útil” (muy inútil, muchas veces, para el cristiano y la doctrina que debe seguir) y es que “sirven así honradamente a Cristo Rey, Señor del Universo, del único modo que por el momento le es posible” (83) sin olvidar que, en efecto, “fuera de los partidos políticos, las posibilidades cristianas de trabajar por el bien común son muy grandes” (84)

Al fin y al cabo, la Utopía exige, de quien se quiera acercar a ella para conseguir su puesta en práctica, mucho de comprensión de lo que pasa y, sobre todo, de cómo pasa y de las razones por las que pasa. Y es que “Evangelio y utopía” es algo más que el título de un libro.

NOTAS

(1) Evangelio y utopia (E.y-u), Introducción, p. 3.
(2) Ídem anterior.
(3) E. y-u, Introducción, p. 4.
(4) Ídem anterior.
(5) E. y-u, Introducción, p.6.
(6) Ídem nota anterior.
(7) E. y-u, Introducción, p.7.
(8) Ídem nota anterior.
(9) E. y-u, Introducción, p.8.
(10) Ídem nota anterior.
(11) E. y-u, 1. Utopías no cristianas, p. 10.
(12) Ídem nota anterior.
(13) E. y-u, 1. Utopías no cristianas, p. 11. A este respecto, aunque pueda parecer extraño que se refiera, el P. Iraburu, a un santo como es Tomás Moro, porque, en realidad, “no es sino el ejercicio literario de un humanista”.
(14) E. y-u, 1. Utopías no cristianas, p. 13.
(15) E. y-u, 1. Utopías no cristianas, p. 14.
(16) E. y-u, 1. Utopías no cristianas, p. 16.
(17) E. y-u, 1. Utopías no cristianas, p. 17.
(18) E. y-u, 1. Utopías no cristianas, p. 31-32.
(19) Ídem nota anterior.
(20) E. y-u, 2. Utopías cristianas, p. 33
(21) Ídem nota anterior.
(22) Ídem nota 20.
(23) Ídem nota 20.
(24) E. y-u, 2. Utopías cristianas, p. 34.
(25) E. y-u, 2. Utopías cristianas, p. 38.
(26) E. y-u, 2. Utopías cristianas, p. 39.
(27) Ídem nota anterior.
(28) Ídem nota 26.
(29) E. y-u, 2. Utopías cristianas, p. 40.
(30) Ídem nota anterior.
(31) E. y-u, 2. Utopías cristianas, p. 46.
(32) E. y-u, 2. Utopías cristianas, p. 48.
(33) E. y-u, 2. Utopías cristianas, p. 49.
(34) Ídem nota anterior.
(35) E. y-u, 2. Utopías cristianas, p. 51.
(36) Ídem nota anterior. El caso de Marta Robin es verdaderamente especial y milagroso. Por su especial interés reproduzco algunos pasajes de su vida traídos al libro por el P. Iraburu y que recoge en la misma página 51 de su “Evangelio y utopía”: “Los Foyers (hogares) tienen su origen en Marthe Robin (1902-1981), de la que escribe Jean Guitton: «lo que predominaba en Marta era su don sacrificial, a imitación de Cristo… Y en ella el don era en estado puro, sin descanso, sin discontinuidad» (+Antier 9). Nacida en una granja, en la que vive hasta su muerte, acude a la escuela próxima de Châteauneuf-de-Galaure, en la región francesa del Drome, hasta los catorce años, para permanecer después con los trabajos de la casa. En 1918 sufre una grave enfermedad, en 1926 comienza a guardar cama y unos años más tarde queda paralítica. En octubre de 1930 recibe los estigmas del Crucificado y una profundísima configuración a Él, como ella misma confiesa: «cada semana, a partir de la tarde del jueves, Él continúa por mi miseria y en mi miseria Su Pasión de Amor… para su gloria y para la redención de las almas de todo el mundo». En adelante, hasta el fin de su vida, ya no podrá comer, ni beber, ni dormir: «de lo cual –como diría el beato Raimundo de Capua– puede concluir el hombre de fe que su vida era toda ella un milagro» (Vida de Santa Catalina de Siena 170). En febrero de 1936 visita a Marta el padre Georges Finet (1898-1990), sacerdote de la vecina diócesis de Lyon, y ella, sin haberle conocido de antes, le reconoce al momento. En varias horas de conversación, Marta le manifiesta entonces que Dios quiere que se funden muchos centros, en los que una comunidad estable de fieles, con un Padre, un sacerdote, y una Madre, la Santísima Virgen María, formen verdaderos «Foyers de luz, de caridad, de amor». Y también «de parte de Dios», termina diciéndole al padre Finet: «es usted quien ha de venir a Châteauneuf para fundar el primer Foyer de charité». Es tal la unión que el Señor establece entre Marta y el padre Finet para llevar adelante «la gran Obra de su Amor», que en adelante él no podrá hacer nada sin ella, ni ella sin él.
(37) E. y-u, 2. Utopías cristianas, p. 52.
(38) Ídem nota anterior.
(39) E. y-u, 2. Utopías cristianas, p. 59.
(40) E. y-u, 3. Encarcelados en el mundo, p. 61.
(41) E. y-u, 3. Encarcelados en el mundo, p. 66.
(42) E. y-u, 3. Encarcelados en el mundo, p. 71.
(43) E. y-u, 4 Iglesia y mundo, p. 73.
(44) E. y-u, 5 Errores antiutópicos, p. 82.
(45) E. y-u, 5 Errores antiutópicos, p. 83.
(46) Ídem nota anterior.
(47) E. y-u, 5 Errores antiutópicos, p. 84.
(48) E. y-u, 5 Errores antiutópicos, p. 85.
(49) E. y-u, 5 Errores antiutópicos, p. 86.
(50) E. y-u, 5 Errores antiutópicos, p. 87. Consiste el Hodiernismo en un querer tener un culto al “Hoy” que “estamos viviendo”.
(51) E. y-u, 6. Laicos y religiosos, p. 89.
(52) Ídem anterior.
(53) Ídem nota 51.
(54) E. y-u, 6. Laicos y religiosos, p. 93.
(55) E. y-u, 7. Laicos santos y religiosos santos, p. 99.
(56) E. y-u, 8. Laicos y utopía, p. 110.
(57) E. y-u, 8. Laicos y utopía, p. 111.
(58) Ídem nota anterior.
(59) E. y-u, 8. Laicos y utopía, p. 112.
(60) E. y-u, 7. Laicos y utopía, p. 113.
(61) Ídem nota anterior.
(62) E. y-u, 8. Laicos y utopía, p. 114.
(63) E. y-u, 8. Laicos y utopía, p. 115.
(64) E. y-u, 8. Laicos y utopía, p. 116.
(65) E. y-u, 8. Laicos y utopía, p. 121.
(66) E. y-u, 8. Laicos y utopía, p. 123.
(67) E. y-u, 8. Laicos y utopía, p. 117.
(68) Ídem nota anterior.
(69) E. y-u, 8. Laicos y utopía, p. 124.
(70) Ídem nota anterior.
(71) Ídem nota 69.
(72) Ídem nota 69.
(73) E. y-u, 8. Laicos y utopía, p. 125.
(74) Ídem nota anterior.
(75) E. y-u, 8. Utopía y política, p. 127.
(76) E. y-u, 8. Utopía y política, p. 129.
(77) Ídem anterior.
(78) E. y-u, 8. Utopía y política, p. 130.
(79) Ídem nota anterior.
(80) E. y-u, 8. Utopía y política, p. 131.
(81) Ídem nota anterior.
(82) E. y-u, 8. Utopía y política, p. 134.
(83) Ídem nota anterior.
(84) E. y-u, 8. Utopía y política, p. 135.

Eleuterio Fernández Guzmán