18.05.11

En el Bicentenario de la Batalla de Las Piedras: una reflexión

A las 3:38 PM, por Daniel Iglesias
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Hoy, 18 de mayo de 2011, los uruguayos celebramos el bicentenario de la Batalla de Las Piedras, la primera gran victoria militar del Gral. José Artigas, al comienzo de nuestro proceso de emancipación nacional. La ocasión se presta para una reflexión sobre las luces y las sombras de lo logrado a través de ese arduo proceso. Como punto de partida propongo la siguiente cita de Carlos Maggi, un conocido pensador uruguayo, liberal y batllista:

“En 1830 entró a regir en los papeles una Constitución de la República Oriental del Uruguay, republicana y democrática. Pero ese principio de autoridad en régimen de libertad obró como una maldición sobre los uruguayos. Hubo 71 levantamientos armados contra el poder constituido, entre 1830 y 1908.

Washington Lockhart los contó y refiere el nombre de cada uno: son 71 intentos de matar o morir por “razones”, mejor dicho por “pasiones”, en torno a tal o cual caudillo. 71 intentos en 78 años.

Lo más extraordinario de este siglo de barbarie tribal es su comparación con los trescientos años anteriores, que van del descubrimiento de América hasta la revolución de la independencia. Del 1500 al 1800 nadie se levantó en armas, en este vasto continente, contra el rey de España. Pudo haber rebeliones locales contra ciertos abusos, pero en ningún caso una revolución organizada contra el poder del monarca. La monarquía era un sistema asimilado, entendido y respetado, venía de la alta edad media.
” (Carlos Maggi, Tiempo y vigencia de un ideario memorable, en: El País, Montevideo, 16/07/2006).

Los datos aportados por Maggi, autor nada sospechoso de simpatías pro-españolistas y menos aún pro-católicas, son muy llamativos e irrefutables. Además, a lo dicho por Maggi se podría agregar que, indudablemente, después de los tres siglos de paz de la época colonial, el siglo XIX, no sólo en Uruguay sino en toda Hispanoamérica e incluso en España, estuvo marcado por frecuentes guerras civiles; y también por varias guerras entre diversas naciones hispanoamericanas.

No es nada fácil explicar este fenómeno, pero me aventuraré a ensayar aquí un intento de explicación: el ideario liberal de tantos de nuestros próceres, a través de su sesgo individualista, tendió a favorecer tanto un nacionalismo exagerado como un caudillismo anárquico.

En el plano internacional, la comparación entre el antes y el después de la revolución hispanoamericana resulta chocante: pese a sus innegables defectos, la América española constituyó una única comunidad política; al final del proceso revolucionario, en cambio, a pesar de los esfuerzos unificadores de Bolívar y otros, tenemos casi una veintena de estados completamente separados, que a menudo incluso se enfrentan violentamente entre sí. La “integración latinoamericana” que buscamos afanosamente en nuestra situación presente estaba en cierto modo ya dada en la época colonial. Al ideal liberal de la “independencia” le faltó ser complementado por un ideal de “interdependencia” armónica, responsable y solidaria. La independencia vista como legítima autonomía es justa y necesaria, pero degenera en fatídico nacionalismo si se absolutiza, al modo de un afianzamiento ilimitado de los intereses de la propia nación.

En el plano interno de cada nación, ocurre algo análogo. La libertad absolutizada degenera en intolerancia frente a las personas o grupos con ideas o intereses diversos a los propios. Los caudillos que, a lo largo de casi todo el siglo XIX y a lo ancho de todo un sub-continente, se enfrentaron a muerte entre sí en busca del dominio del poder estatal mostraron con los hechos, que no con sus palabras, que el valor de cada persona humana no estaba en el centro de sus ideologías políticas.

Lamentablemente, la doctrina social católica, que habría sido de gran ayuda para orientar más fructuosamente la vida política de las nuevas naciones hispanoamericanas, se desarrolló y se difundió más recién a partir de fines del siglo XIX. Además, para la Iglesia Católica, la revolución hispanoamericana fue una especie de terremoto; provocó un gran desorden, que se tardó mucho en reparar. Por ejemplo, en Uruguay la Iglesia sólo pudo reorganizarse adecuadamente a partir de la labor de Mons. Jacinto Vera, primer Obispo de Montevideo (1879).

Nada de esto debe interpretarse en un sentido de negación o rechazo de nuestra identidad nacional. Damos a gracias a Dios por lo que somos hoy, individual y colectivamente, sean cuales sean las sombras o errores de nuestro pasado. Tanto en las historias personales como en las historias nacionales, donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia de Dios.

Por último, dado que lo que hoy se conmemora es un hecho bélico, no estaría de más que pidiéramos perdón a Dios por las luchas fratricidas del pasado y que, ante Él, nos comprometiéramos solemnemente: ¡Nunca más la guerra! Que Él nos dé luz y fuerza para construir una civilización del amor, del amor verdadero.

Daniel Iglesias Grèzes